Pensemos por un momento en el monte Tabor [o Monte de la Transfiguración]. Recuerda la luz cegadora de la gloria de Jesús y la deslumbrante presencia de Elías y Moisés. Medita en el peso del momento y lo que significó en la mente y el corazón de Pedro; más aún, lo que confirmaba sobre el sueño que se había instalado en su corazón y en su imaginación espiritual. El brillo de ese sueño y lo increíblemente cercano que le pareció en el monte Tabor crea una insoportable disonancia cognitiva con el momento en que Jesús fue arrestado, burlado, golpeado, despreciado, excoriado, ejecutado y finalmente quedó muerto en una tumba.

Estas visiones no encajaban: la luz blanca como la nieve del momento de la Transfiguración, el lino ceniciento que ahora envolvía el cadáver de Jesús y la negrura pedregosa de la tumba mientras la piedra cerraba su entrada. Pedro esperaba a Elías, esperaba fuego del cielo, una tierra limpia del mal; lo que encontró en su lugar... no creo que tuviera un nombre para ello. No conozco a ese hombre.

Pero tal vez Pedro tampoco conocía a Elías.

A veces, nuestras expectativas son la fuente de nuestro dolor.

Pedro pensaba en Elías como en un héroe. Pero solo estaba prestando atención a una parte de la historia.

Cuando Elías humilló a los profetas de Baal, la multitud de espectadores cayó al suelo y gritó: «¡El Señor es Dios!» (1 Reyes 18:39, NVI). Luego masacraron a esos profetas, limpiando la tierra de su opresión. Entonces Elías oró por lluvia, y esta llegó. Acab huyó a Jezreel, incapaz de negar lo que había visto con sus propios ojos. Misión cumplida.

No tanto. Jezabel respondió a todo lo que Acab le dijo con la promesa de matar a Elías, y esa amenaza de humillación y muerte abrumó al profeta. Este huyó al desierto, se desplomó bajo un arbusto de retama y oró por su propia muerte. «¡Estoy harto, Señor!», dijo. «Quítame la vida, pues no soy mejor que mis antepasados» (1 Reyes 19:4). Me rindo. Di media vuelta y salí corriendo. Fallé y desearía estar muerto. Fue un grito de desilusión y desesperanza.

Dios le dio a Elías el regalo de dejarlo dormir bajo la retama. Lo despertó para alimentarlo y lo dejó dormir nuevamente. Cuando Elías despertó por segunda vez, Dios lo alimentó nuevamente para fortalecerlo para el largo viaje que le esperaba hasta el Monte Sinaí.

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El viaje de Elías desde la retama hasta el Sinaí duró 40 días y 40 noches: el mismo tiempo que Goliat se burló de los ejércitos de Israel, el gran diluvio cubrió todos los seres vivientes de la tierra y, más tarde, Jesús ayunó en el desierto. El gran sufrimiento de Elías no fue sin propósito. Hay una intersección con Dios al otro lado de los 40 días y las 40 noches, y Elías pronto lo descubriría.

La pregunta que Dios le hace a Elías en la cueva del Monte Sinaí es la que nos hace a todos los que nos encontramos desilusionados y desorientados. «¿Qué haces aquí, Elías?» (v. 9).

No es muy diferente de la pregunta que Jesús le hace a casi todos los que encuentra a lo largo de la narrativa de los Evangelios: «¿Qué quieres?».

No es fácil encontrar la respuesta. Es difícil decir «quiero volver» porque sabes que la patria que extrañas fue construida, hasta cierto punto, sobre ilusiones. La desilusión, en este sentido, es un don, si bien uno desagradable. Pero nombrar algo mejor también es difícil.

La respuesta de Elías es esclarecedora, no porque nos proporcione la respuesta correcta (como si la hubiera), sino porque muestra un camino a seguir: se queja en voz alta y sin disculpas. «Te he dado todo, Dios. Pero ahora estoy solo. No tengo un lugar al que pertenecer. No tengo espacios sagrados. Cada recuerdo me atormenta. Todos los que amaba y en quienes confiaba se han vuelto contra mí o han sido aplastados como yo».

Me criaron para no quejarme, para ver la queja como algo poco virtuoso. También me enseñaron mucho sobre la santidad de Dios y qué estaba permitido y qué no estaba permitido decir o hacer ante Él. Pero hay una curiosa tensión entre mis ideas modernas y las actitudes de muchos de los padres y madres de nuestra fe en la Biblia hebrea. Tienen audacia, voluntad de discutir, quejarse o hablar por puro interés propio. Quizás ese sea un aspecto de lo que significa tener una fe infantil: tener la audacia de decir lo que piensas en una relación donde la asimetría de autoridad y control no podría ser más marcada.

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Dios le dice a Elías que camine hacia la montaña. Al leer el texto, parece que no lo hace, sino que observa desde el interior de la cueva cómo se levanta un viento lo suficientemente violento como para destrozar la montaña y romper las rocas, pero Dios no está en el viento. Luego llega un terremoto, pero sigue sin ver a Dios. Luego vio fuego, pero nuevamente, Dios no estaba en el fuego (1 Reyes 19:11-12).

El relato de la ausencia de Dios en el viento, el terremoto y el fuego tiene menos que ver con Dios y más con Elías. Él es un veterano afín a la gloria de Dios en el Monte Carmelo. Ahora, se encuentra en lo que tal vez sea el terreno más sagrado fuera de Jerusalén, una montaña donde Dios apareció una vez espectacularmente y renovó su pacto con los hijos de Abraham. Pero Elías ya no puede ver a Dios en lo espectacular. El viento no lo mueve. El terremoto no lo hace temblar. El fuego lo deja frío.

Mientras los últimos rastros de viento se calman y las últimas llamas se convierten en brasas, un profundo silencio se apodera de la montaña. Allí, como un susurro, Elías escucha la voz de Dios. Sin embargo, hay algo diferente aquí. Algo diferente con respecto a la voz de Dios con la que Elías había venido luchando hasta ahora. Cobra conciencia de la presencia divina de una manera nueva y finalmente se siente atraído por ella, caminando hacia la boca de la cueva como para escuchar mejor.

Al leer esta historia, veo la descripción de un viaje al corazón. Es una imagen de la transformación que ocurre al otro lado del duelo. Quizás no sea simplemente que Dios no estuviera en el viento. (Como quiera, ¿qué significaría que estuviera «en el viento»?). Más bien, es que Elías había perdido la capacidad de encontrarlo en el viento. Los espectáculos se habían vuelto demasiado complicados, demasiado acechados por la pérdida. El corazón inquieto y afligido de Elías necesitaba silencio al otro lado de las tormentas de viento y fuego para escuchar y reconocer la voz de Dios.

Elías llegó al Sinaí desesperanzado porque su vida y sus sueños habían llegado a su fin. Salió de ahí consciente de que las mejores partes de ese sueño (la esperanza de un Israel renovado y restaurado) estaban en las manos de Dios y siempre lo habían estado. Siete mil personas que Elías no sabía que existían habían permanecido fieles. La verdad más grande de la que tomó conciencia fue que no necesitaba preocuparse por los resultados de lo que vendría después. El viejo cliché «Dios tiene el control» resulta ser cierto, pero puede ser algo que realmente solo aprendemos del todo y solo nos libera después de que las cosas se desmoronan.

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Al igual que la desilusión, la desesperanza es una enfermedad solo para los verdaderos creyentes: soñadores y amantes. Golpea cuando la vida se desmorona. Golpea cuando nuestro sentido de significado y propósito se desvanece cuando las personas más cercanas a nosotros se vuelven incomprensibles. Golpea cuando aquellos a quienes amamos desaparecen debido a las mentiras, el quebrantamiento o la muerte. La desesperanza aflige a los solitarios y olvidados, a aquellos cuyas oraciones resuenan contra un cielo gris como el concreto.

Aquellos que nunca la han conocido, a menudo se quedan desconcertados al identificar esta profunda oscuridad en los demás. La tentación de moralizarlo es poderosa. El grito del salmista «Espera en Dios», puede convertirse rápidamente en «Anímate ya», un sentimiento que probablemente solo profundice la desesperanza al intensificar la sensación de la persona de que algo anda mal con ella: que su dolor es invisible y que están finalmente solos.

Lo que vemos en el Sinaí es a la vez serio y esperanzador tanto para aquellos que han sufrido la oscuridad espiritual como para aquellos que aman y quieren apoyar a los que sufren. Revela a la vez que hay algo de soledad en esa oscuridad y que, como en el viaje de Elías, primero al desierto y finalmente a la cueva del Sinaí, debemos realizar el viaje a solas.

El Infierno de Dante ha sido entendido durante mucho tiempo como la mayor expresión literaria de este tipo de encuentro con la desilusión y la desesperanza. Nadie elige el exilio y nadie elige la desilusión espiritual. Simplemente te despiertas y te encuentras allí, preguntándote a dónde se ha ido la luz y hacia dónde podrás dirigirte a continuación. En el Infierno, Dante se encuentra atrapado entre criaturas voraces y las puertas del infierno, descubriendo que la única manera de salir de la oscuridad es pasar a través de ellas.

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Lo mismo ocurre con la desilusión. Por mucho que huyamos de ella o busquemos distraernos, acecha como la loba y el leopardo que perseguían al gran poeta italiano. Para llegar a la salida debemos cruzar a través del lugar que tememos, un viaje que para Dante significó ser testigo de los grandes males del mundo en su camino hacia la redención en el paraíso.

Para Elías significó encontrar la soledad bajo la retama y en la superficie ardiente del Monte Sinaí. Allí descubrió lo que todos podemos descubrir al otro lado del dolor: que no estaba solo. Que bajo el ruido de las tormentas y el calor de los fuegos estaba el susurro de Dios, y que en la distancia que va más allá de nosotros siempre hay un remanente. Nunca estamos realmente solos.

Mike Cosper es el director de CT Media.

Adaptado de Land of My Sojourn de Mike Cosper. ©2024 por Michael D. Cosper. Utilizado y traducido con autorización de InterVarsity Press. www.ivpress.com.

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