Aún conservo una Biblia de mi juventud, una que compré yo mismo cuando estaba en la escuela secundaria. Subrayé varios versos durante esos años formativos de la adolescencia. Al hojear las páginas ahora, veo un hilo común en los pasajes que señalé. Son predominantemente llamados a la acción, secciones instructivas que trazaban una forma identificable para que sintiera que estaba haciendo lo suficiente para satisfacer a Dios.

Una de mis mayores ansiedades recurrentes es la posibilidad de que, de alguna manera, no esté tomando mi pecado con la seriedad debida. Eso suena ultra espiritual, pero está más impulsado por el miedo que por la piedad. No solo reviso mis acciones, sino también cada plan interno, y llego a la misma conclusión que Jeremías: el corazón es un desorden intrincado (Jeremías 17:9). Busco en mi mente cualquier residuo de error que necesite ser confesado y erradicado, solo para descubrir nuevas capas retorcidas debajo. Quitar la tapa de mi alma se siente como mirar un caldero de horrores sin fondo.

En medio de todo ese lavado del alma, nunca se me ocurre que tal vez parte de lo que Dios desea para mí es librarme de todo ese autodesprecio y cruel dureza que trata de hacerse pasar por un intento de hacerme más como Él. La misma autoadvertencia que equiparo a la santidad está distorsionando mi percepción de Dios.

Seguir el camino de asumir la «total responsabilidad» por mi pecado solo me empuja a la desesperanza, porque descubro que el problema es más profundo y generalizado dentro de mi ser de lo que puedo empezar a abordar… «cuando quiero hacer el bien, me acompaña el mal» (Romanos 7:21, NVI). Soy incapaz de discernir mis verdaderas motivaciones con certeza. Cuanto más analizo mis confesiones, menos adecuadas parecen, llevándome más abajo en la madriguera de la introspección.

Mis intentos de reconocer por completo mi pecado terminan compitiendo con mi capacidad de aceptar lo que Cristo hizo por mí. Él fue a la cruz precisamente porque todos somos incapaces de asumir la plena responsabilidad de nuestro propio pecado.

Martín Lutero abordó la falacia que hay detrás tal forma de pensar: «Esta actitud surge de una concepción falsa del pecado: la concepción de que el pecado es un asunto menor, fácil de solucionar con buenas obras; que debemos presentarnos a Dios con buena conciencia; que no debemos sentir pecado antes de que podamos sentir que Cristo fue entregado por nuestros pecados» [enlaces en inglés].

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La alternativa a ser responsable no es ser irresponsable: es confiarle a Dios la responsabilidad, de la misma manera que un niño le confía a su padre su cuidado.

En su libro que explora el TOC (trastorno obsesivo-compulsivo) y la fe, Ian Osborn comparte la historia de Thérèse de Lisieux, también conocida como Teresa del Niño Jesús. Thérèse nació a finales del siglo XIX. Ella era tan perfecta y completamente religiosa como alguien puede ser. Recibió su educación en una escuela benedictina y luego se convirtió en monja carmelita. Los carmelitas mantienen un estilo de vida muy estricto, oran durante largas horas todos los días, soportan condiciones muy ascéticas y observan silencio absoluto durante periodos prolongados. Si alguien ejemplificó el trabajo diligente para ponerse su propia armadura, esa fue Teresa.

A pesar de su devoción, la perseguían dudas y temores incontrolables. Trató de realizar severos actos de autocastigo para contrarrestar lo que estaba sucediendo en su mente, pero dicho esfuerzo no proporcionó consuelo a su conciencia.

Al no poder encontrar ningún método para aliviar su angustia mental, Teresa concluyó que necesitaba un enfoque fundamentalmente diferente de Dios. Después de mucha oración y reflexión sobre las Escrituras, desarrolló lo que llegó a llamar «el caminito».

Fue una desviación radical del rígido moralismo de su tiempo. Se centró en todos los versículos que representan a Dios cuidando de los pequeños y humildes, como Mateo 18:3: «Les aseguro que a menos que ustedes cambien y se vuelvan como niños, no entrarán en el reino de los cielos».

Teresa concluyó que lo que Dios pedía de ella, principalmente, era que recordara su propia pequeñez. En lugar de cultivar la autosuficiencia, buscó adoptar la actitud de un niño pequeño que depende de sus padres para todo.

Thérèse de Lisieux
Image: Ilustración por Mallory Rentsch / Source Images: WikiMedia Commons

Thérèse de Lisieux

En principio, «el caminito» suena como si fuera en contra de todo lo que se enseña a los jóvenes cristianos sobre el discipulado saludable. Las Escrituras nos exhortan a «crecer… en todo» y a no ser «niños zarandeados» (Efesios 4:14–15). ¿Dónde entra en juego la madurez si buscamos seguir siendo pequeños?

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El punto de Teresa no era animarnos a quedarnos atrapados en algún tipo de desarrollo atrofiado, sino a permanecer en un estado de total dependencia. En lugar de trabajar duro para dejar atrás la necesidad de más gracia, aceptamos nuestra dependencia perpetua de ella.

¿Cómo se ve ser pequeño? La autora Pia Mellody identificó cinco características esenciales que describen el estado natural de un niño:

Valioso: Cada niño tiene un valor inherente.

Vulnerable: Los niños necesitan cuidado y protección.

Imperfecto: Aprender y cometer errores es parte del crecimiento.

Dependiente: Los niños no deberían necesitar valerse por sí mismos.

Inmaduro: Las expectativas deben ser apropiadas para la edad.

Todas estas características se traducen igualmente bien para describir cómo es vivir como hijos de Dios. ¿Creemos que somos de gran valor para Él? ¿Podemos reconocer y aceptar nuestra vulnerabilidad? ¿Podríamos permitir nuestra imperfección? ¿Qué hay de elegir contar con Dios en lugar de intentar inútilmente estar siempre a la altura? ¿Somos capaces de mostrarnos gracia a nosotros mismos, sabiendo que nuestra fe aún se está desarrollando y que aún no vemos en qué nos convertiremos?

Fue C. S. Lewis quien dijo: «Cuando me convertí en un hombre, dejé las cosas infantiles, incluido el miedo a la puerilidad y el deseo de ser muy adulto».

La madurez espiritual nunca significa independencia. Y Dios no nos llama a contar con nuestra propia autoprotección. En cambio, nos ofrece algo completamente diferente. Isaías nos dice esto:

No se ve la verdad por ninguna parte; al que se aparta del mal lo despojan de todo. El Señor lo ha visto, y le ha disgustado ver que no hay justicia alguna. Lo ha visto, y le ha asombrado ver que no hay nadie que intervenga. Por eso su propio brazo vendrá a salvarlos; su propia justicia los sostendrá. Se pondrá la justicia como coraza, y se cubrirá la cabeza con el casco de la salvación; se vestirá con ropas de venganza, y se envolverá en el manto de sus celos. (Isaías 59:15–17)

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Aquí, la armadura de Dios la usa nada menos que Dios mismo. Se la pone para traer la salvación que nadie más podría lograr. Se trata de un rescate poderoso, rápido y seguro. La armadura representa la acción de Dios a nuestro favor.

Esta forma de verlo lo cambia todo. Significa que cuando tomamos (o nos vestimos con) la armadura de Dios, no estamos simplemente agarrando un recurso que Él ha puesto a nuestra disposición para hacer crecer nuestra propia justicia. Estamos dejando que Dios nos equipe con lo que Él ha hecho por nosotros. Elegimos seguir siendo pequeños y depender únicamente de sus esfuerzos para nuestra defensa.

Tengo múltiples opciones a las que acudo regularmente cuando estoy en modo de autoconservación. Al conjunto lo llamo «la armadura del yo», e incluye el cinturón de la negación, la coraza del humor, los pies listos con un plan de escape, el escudo del perfeccionismo, el casco de la evasión y la espada de la culpa. Mi armadura tiene muchos elementos adicionales que Dios no ofrece, tales como las hombreras de la ilusión, la máscara de complacer a la gente y las espinilleras de la distracción.

Los psicólogos se referirían a estos componentes como protectores de las emociones, es decir, formas de levantar un escudo para resguardarnos del dolor de las emociones difíciles. Y en tiempos de trauma, resultan increíblemente valiosas. Los protectores de las emociones son medidas dadas por Dios que brindan seguridad y alivio cuando el mundo es insoportable.

Los detectamos cuando somos muy jóvenes y se arraigan tanto en nuestras respuestas que son casi instintivos. Apenas aparece una amenaza e inmediatamente nuestros protectores están ahí para hacerle frente.

Pero con el tiempo, superan su utilidad. Empezamos a vivir en ellos permanentemente. Comienzan a dar forma a nuestras elecciones independientemente de la situación. Es entonces cuando se convierten en una armadura, una segunda piel de la que nunca nos despojamos. El humor que sirvió bien para romper la tensión durante una pelea ahora se interpone cuando alguien intenta acercarse. El «lugar feliz» en tu mente que te ayudó a superar una crisis, pronto ocupa todos tus pensamientos y hace que la vida real parezca aún más miserable. El perfeccionismo que te premiaba con un trabajo bien hecho se convierte en un capataz implacable y cotidiano.

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Si voy a usar la armadura de Dios, primero necesito quitarme la armadura del yo. No puedo sostener el escudo del perfeccionismo y el escudo de la fe al mismo tiempo. El cinturón de la verdad no encajará si estoy envuelto en negación.

He estado tratando de usar ambos para complementar la armadura de Dios con una capa secundaria de protección. Pensé que estaba ayudando, sin embargo, solo es un estorbo. Eso significa desaprender patrones que se han vuelto una segunda naturaleza.

Para volver al «caminito» de Teresa, seguir siendo pequeño significa que se requiere un momento de confianza a medida que soltamos los sistemas de defensa que hemos adoptado para sentirnos seguros y evitar emociones abrumadoras. Devolvemos la responsabilidad de nuestro bienestar a Dios, nuestro Padre bueno y amoroso.

Una vez que me di cuenta de todos los protectores que estaba usando, comencé a perseguirlos con venganza. Quitarme la armadura del yo se convirtió en una misión que lo consumía todo. Esto me llevó rápidamente a un nuevo lugar de autodesprecio, porque descubrí lo mucho que me había envuelto en mi propia armadura y lo difícil que era salir de ella. Me sentí muy frustrado y avergonzado por mi falta de progreso. La ansiedad por intentar cambiar se intensificó. Sentí esta enorme responsabilidad de arreglarme a mí mismo, y no pude hacerlo.

Pero tal vez, en lugar de cerrarme por completo, podía invitar a Dios a que me ayudara a hacer preguntas. ¿Qué estaba causando mis miedos? ¿Qué estaba provocando tanto pánico en mi propio ser? Si tan solo lograba identificar y cuidar esos lugares, mis mecanismos de autoprotección podrían comenzar a disolverse por sí solos. Mi mente y mi cuerpo ya no necesitarían estar en alerta máxima constante porque la amenaza percibida ya no se sentiría tan amenazante.

Todo necesita tiempo. Un amigo que lucha contra el alcoholismo una vez describió el viaje hacia la recuperación como «10 millas hacia adelante, 10 millas hacia atrás». No podemos precipitarnos en lo que es un proceso que dura toda una vida.

Y nuestra necesidad de ayuda para cambiar se convierte en una oportunidad más para seguir siendo pequeños. Podemos confiar la obra de nuestra propia transformación en manos de Dios y dejar que Jesús reemplace nuestra falsa armadura con su manto de alabanza.

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J. D. Peabody es escritor y pastor principal de New Day Church en Federal Way, Washington. Este ensayo está adaptado de Perfectly Suited: The Armor of God for the Anxious Mind de J. D. Peabody. © Aspire Press, una división de Tyndale Publishing House (2022). Usado y traducido con permiso.

Traducción por Sergio Salazar.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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