Este artículo ha sido adaptado del boletín de Russell Moore. Suscríbase aquí.

Una vez más, Estados Unidos y el mundo han sido conmocionados por el video de la espantosa violencia ejercida por agentes de policía contra un joven negro al que golpearon hasta matarlo; esta vez Tyre Nichols, de Memphis.

Instintivamente nos estremecemos al ver este video, ya que la mayoría de las personas que tienen una conciencia funcional intuitivamente perciben la maldad detrás de ello. En este momento, los cristianos deberían reconocer no solo que la Biblia condena este tipo de comportamiento policial, sino también por qué lo hace.

Cada vez que la revelación de una historia violenta como esta tiene lugar, algunos se ponen inmediatamente a la defensiva, diciendo: «No todos los policías son así; la mayoría son buenos». Y, por supuesto, eso es cierto. Pero esa verdad hace que tales acciones sean aún peores.

Por eso, entre mis conocidos, los agentes de policía son algunos de los que más se enfadan con este tipo de comportamiento. Lo ven del mismo modo que yo podría ver a los predicadores que utilizan la Biblia para «justificar» sus estafas financieras o su depredación sexual. No solo me doy cuenta de que lo hacen, sino también de lo horrible que es. Los buenos policías ven esos horrores de la misma manera.

Esta muerte sería un grave mal moral independientemente del grupo de personas que la hubiera llevado a cabo. Tyre Nichols era un ser humano hecho a imagen de Dios, y quitarle la vida no solo priva a su familia de su ser querido, sino que atenta contra su Creador. Pero el hecho de que esta violencia fuera llevada a cabo por los encargados de mantener la justicia pervierte aún más la situación.

La brutalidad policial está mal no porque la idea de tener un sistema policial esté mal. Sea cual sea la interpretación de Romanos 13, todos estamos de acuerdo en que el apóstol Pablo reconoció la autoridad legítima de los encargados de mantener el orden y frenar la injusticia. Pablo lo reconoció en su propia vida.

Sin embargo, cuando fue encarcelado injustamente, Pablo se negó a marcharse en silencio como se lo pedía la policía. Por el contrario, los desafió a que enviaran un mensaje a los magistrados para los que trabajaban: «¿Cómo? A nosotros, que somos ciudadanos romanos, que nos han azotado públicamente y sin proceso alguno, y nos han echado en la cárcel, ¿ahora quieren expulsarnos a escondidas? ¡Nada de eso! Que vengan ellos personalmente a escoltarnos hasta la salida» (Hechos 16:37, NVI).

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Cuando los agentes de policía —o cualquier otra persona encargada de una responsabilidad pública— cometen atrocidades injustas, están haciendo un uso indebido del poder, y esta no debe ser una simple preocupación incidental para la vida cristiana.

Cuando Juan el Bautista predicó junto al Jordán, algunos de los que se arrepintieron y se bautizaron eran centuriones romanos y recaudadores de impuestos. Los recaudadores de impuestos eran vilipendiados por sus compatriotas israelitas, y con razón. Después de todo, colaboraban con un imperio pagano que ocupaba un trono que pertenecía a la casa de David de acuerdo al pacto de Dios.

Cuando oímos el término recaudadores de impuestos, a menudo pensamos en términos contables burocráticos contemporáneos, como si fueran el equivalente a los agentes del servicio de impuestos de nuestro país. Pero en el siglo I, los recaudadores de impuestos eran temidos porque tenían el potencial de defraudar a la gente y causar graves daños. Al fin y al cabo, trabajaban para un imperio que exhibía su poder y su sed de sangre crucificando a la gente —especialmente a los posibles rebeldes— y colocando sus cadáveres a lo largo de las calzadas.

No solo eso, sino que los recaudadores de impuestos y los soldados romanos a menudo utilizaban la autoridad que se les había otorgado para satisfacer sus propios apetitos. Cuando fueron bautizados, le preguntaron a Juan el Bautista: «¿Qué debemos hacer nosotros?» (Lucas 3:12,14). Su respuesta a los recaudadores de impuestos arrepentidos fue: «No cobren más de lo debido» (v. 13).

Y a los soldados, Juan les dijo: «No extorsionen a nadie ni hagan denuncias falsas; más bien confórmense con lo que les pagan» (v. 14). Para ambos grupos, el llamado al arrepentimiento era un llamado a dejar de usar su autoridad —y con ella, la amenaza implícita de violencia— para hacer el mal.

Jesús hizo lo mismo cuando se encontró con Zaqueo, otro recaudador de impuestos que se arrepintió y devolvió cuatro veces el dinero que le había quitado a los que había defraudado (Lucas 19:8). Jesús también se enfureció cuando se utilizó la autoridad religiosa para hacer lo mismo, acusando a los funcionarios de convertir el templo de Dios en una «cueva de ladrones» (Mateo 21:13; Marcos 11:17; Lucas 19:46).

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Parte de la vida pasada que Pablo lamentó y dejó atrás en el camino a Damasco fue su abuso de autoridad. «Con la autoridad de los jefes de los sacerdotes metí en la cárcel a muchos de los santos y, cuando los mataban, yo manifestaba mi aprobación», dijo cuando más tarde fue juzgado por sus creencias cristianas. «Muchas veces anduve de sinagoga en sinagoga castigándolos para obligarlos a blasfemar. Mi obsesión contra ellos me llevaba al extremo de perseguirlos incluso en ciudades del extranjero» (Hechos 26:10-11).

Tal vez por eso, Pablo era especialmente sensible al hecho de que la autoridad apostólica que Jesús le dio era «… para la edificación y no para la destrucción de ustedes» (2 Corintios 10:8). Cuando la autoridad se pervierte, los que carecen de poder son devorados.

En su libro Corruptible: Who Gets Power and How It Changes Us, el politólogo Brian Klaas escribe que es mucho lo que está en juego cuando no se puede confiar en quienes tienen autoridad para hacer cumplir la ley: «¿A quién llamas si tu agresor es la policía?». La forma de abordar estos abusos, argumenta, no es simplemente por medio de una mejor capacitación y rendición de cuenta en términos legales, por muy necesarias e importantes que ambas sean.

Klaas menciona un video que circuló por las redes sociales en el que el departamento de policía de una pequeña ciudad exhibía con orgullo un vehículo blindado de estilo militar. El problema no era la tecnología, sino el mensaje que transmitía a las personas que podrían ser buenos agentes de policía, así como a quienes podrían no serlo. Según Klaas, la mayoría de la gente que ve ese video, piensa: «¡Esto es una locura!». Y continúa: «Pero otros lo ven y piensan: “¡Yo quiero trabajar con eso!”».

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Semejante demostración de fuerza atrae a personas que piensan en la policía como si fuera un ejército de ocupación en guerra total contra un enemigo, en contraposición con quienes reconocen la autoridad policial como una responsabilidad para proteger y servir a su comunidad. Los primeros son el tipo de personas cuyos vehículos privados llevan calcomanías de the Punisher, el personaje de Marvel que no es más que otro símbolo de vigilancia violenta que está en total contraposición con la vocación de las fuerzas del orden.

Y lo que es aún más importante, Klaas sostiene que la exhibición de poder agresivo en el video del vehículo blindado podría ahuyentar a posibles agentes de policía que habrían tenido un sentido equilibrado de la integridad en la autoridad.

«Los departamentos están pensando demasiado en cómo cambiar el comportamiento de los policías que ya tienen, mientras que piensan demasiado poco en los futuros policías invisibles que no tienen», escribe Klaas. «Para arreglar la policía, tenemos que centrarnos menos en los que ya llevan uniforme y más en los que nunca se han planteado ponérselo».

La violencia desquiciada que vimos en ese video de Memphis es inmoral e injusta más allá de las palabras. Y lo es aún más por el hecho de que quienes llevan a cabo semejante manifestación de maldad no se esconden de la autoridad destinada a detenerlos. Por el contrario, están utilizando esa misma autoridad para llevar a cabo estas atrocidades. Nuestras conciencias saben que esto está mal, y la Biblia también lo dice.

Russell Moore es redactor jefe y dirige el Proyecto de Teología Pública de Christianity Today.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.

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