Quien hace las preguntas equivocadas, obtiene las respuestas equivocadas. En mi disciplina, la teología, quizá el error más común sea dar la respuesta correcta a la pregunta equivocada.

Quizá sea injusto llamar «preguntas equivocadas» a los debates habituales sobre cosmología, teodicea y milagros. En la medida en que se formulen de buena fe, esas preguntas pueden generar perspicacia. Pero a menudo animan a los humanos a seguir haciendo y respondiendo preguntas humanas sobre Dios.

La teología propiamente dicha debería incitar a los seres humanos a pensar, como dijo Tomás de Aquino, en pos de Dios; a tratar de hablar de Dios como Dios es, a buscar las «incalculables riquezas de Cristo» (Efesios 3:8).

Es decir, la teología no significa otra cosa que familiarizarse, a través de las Escrituras y el culto de la Iglesia, con el Dios que solo puede conocerse «por un espejo, veladamente» (1 Corintios 13:12, NBLA).

Buscar el conocimiento de Dios y de la fe cristiana a través de la lente de la incognoscibilidad de Dios no es el punto de partida más cómodo, ni tampoco el más común. Algunos lo sienten como una evasiva; otros, como si yo estuviera sugiriendo que hay incertidumbre en su fe. A otros les parece demasiado flácido, incluso perezoso, cuando hay miles y miles de palabras que se han escrito sobre la doctrina cristiana que insinúan: ¿No es mejor intentar resolver todos los problemas potenciales de la fe cristiana?

Mi respuesta es que el objetivo de la teología cristiana, al menos para mí, es la creencia cristiana, no una conclusión de lo que se puede decir o de lo que se puede indagar. La comprensión total y la creencia no son lo mismo.

Al final del libro de Juan, Jesús se aparece a sus discípulos tras su resurrección. Han vuelto al mar de Tiberíades para dedicarse a la pesca. Este hecho es desgarrador en sí mismo. En otro tiempo fueron pescadores que abandonaron su profesión para seguir al Señor, el que salvaría a Israel. Lo siguieron renunciando a su medio de subsistencia por un tiempo, pero esta fidelidad pareció terminar con la muerte de Aquel a quien amaban.

Este tiempo entre la muerte de Cristo y la Ascensión representa una pausa significativa en la tradición cristiana. Cristo ha muerto, Cristo ha resucitado, pero lo que esto significa para los discípulos aún no se ha revelado del todo. Llegados a este punto, se plantean interrogantes sobre el significado de la presencia del resucitado entre ellos: ¿Cuál será el poder, o la agencia, por la que llevarán el mensaje de Cristo?

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Así que vuelven a su antigua profesión —la pesca— y pasan toda la noche en el mar. No pescan nada. Pueden imaginarse la tristeza, incluso la desesperación, de una noche así. Han visto morir a su Señor, y con él sus esperanzas de la renovación de Israel. Algunos de ellos lo han visto resucitado, pero aun así, el Cristo resucitado estuvo con ellos solo brevemente, y de una forma bastante diferente. Y ahora, sus intentos de volver a su antigua fuente de provisión también se ven frustrados. ¿Qué mensaje proclamarán? ¿Qué tienen para ofrecer al mundo? ¿Cómo se alimentarán siquiera? Todas estas preguntas están, por el momento, sin respuesta.

Podemos imaginar su confusión. Habían creído que el Señor era el Mesías prometido. Los judíos de la época de los discípulos creían que el Mesías volvería y traería un reino mesiánico terrenal. Creían que esto tendría ramificaciones políticas inmediatas para sus vidas en el imperio romano. Cuando, por el contrario, Jesús fue crucificado como enemigo del Estado, su marco de referencia se hizo añicos. Los ecos de esta angustia pueden oírse en las palabras de los hombres de Emaús: «… nosotros esperábamos que Él era el que iba a redimir a Israel» (Lucas 24:21).

Esperábamos.

La decepción en esta afirmación está cargada de significado, a punto de estallar en un sentimiento de pérdida, e incluso de dolor. Es cierto que la muerte de Cristo había defraudado las expectativas de muchos que esperaban que su vida diera paso a una nueva teocracia, a un nuevo reino de Dios en la tierra. Pero esa pregunta —¿Cómo puede salvar a Israel el que ha muerto?—, era, por el momento, la pregunta equivocada.

Image: Fotografía e ilustración por Mitchell McCleary

Una pregunta que escucho a menudo estos días es por qué la iglesia local es importante. Creo que es la pregunta equivocada.

Los cristianos desafectos quieren saber por qué deben asistir a la iglesia cuando ha encubierto tanto daño. Pastores y líderes quieren saber cómo comunicar, especialmente a los adultos jóvenes, todo lo bueno que la iglesia tiene que ofrecer.

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Estamos en un crisol que debería quemar las respuestas erróneas sobre la iglesia. Dos años de confinamiento y cierres de iglesias a causa de la pandemia llevaron a muchas congregaciones a trasladar sus servicios de culto a internet. Los servicios religiosos se transmitían en vivo y se podía acceder a ellos desde la sala de casa. La comunión a veces se tomaba en la mesa de la cocina, o no se tomaba en absoluto. La música se transmitía virtualmente. Y los cristianos se reunían —si lo hacían— con sus familiares más cercanos para celebrar el culto.

Sería erróneo sugerir que tales adaptaciones no constituyen un servicio de culto. De hecho, el salmista dice: «Los cielos cuentan la gloria de Dios», y el Señor mismo afirma: «Porque donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Salmo 19:1; Mateo 18:20, NVI). El instinto de que Dios puede encontrarse en las salas de estar, en la naturaleza e incluso en un televisor no es erróneo. Toda la tradición cristiana insiste en que a Dios no le estorba nada y puede estar cerca de la gente a través de la materia, incluso cuando se transmite por paquetes de datos a una pantalla. En efecto, Dios habita con su pueblo, reunido en los hogares de todo el mundo.

Pero también sería incorrecto llamar a esa presencia «iglesia». La Iglesia no es la presencia guiadora y consoladora de Dios en el corazón de cada uno, ni tampoco es el consuelo y la corrección tan reales que pueden llegar cuando un grupo de cristianos se reúne para orar. Tampoco es lo que llamamos la reunión ocasional de cristianos para cantar y estudiar en casas o alrededor de mesas en todo el mundo.

En la Biblia, la preocupación de Dios al crear la Iglesia no es formar personas, sino formar un pueblo. Dios llamó a Abraham para ser una bendición para las naciones; Dios llamó a David para ser rey de Israel, no simplemente a ser un hombre según el corazón de Dios. De la misma forma, los jueces condenaron el pecado de los líderes de Israel para que la nación pudiera ser conducida a la santidad.

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Este modelo en el que vemos a Dios hablando, instruyendo y corrigiendo a individuos para el servicio de un pueblo santo es la historia de la obra de Dios en medio del pueblo de Dios. Todo tipo de encuentros cristianos y reuniones de cristianos pueden ser vías para la obra de gracia de Dios entre su pueblo; sin embargo, no todas estas reuniones son «iglesia».

La principal tentación a la hora de definir la iglesia es articular sus fines. La pregunta equivocada que solemos hacernos sobre la Iglesia es por qué es importante. Pero puede que no «importe» de la manera que esperamos.

En cuanto preguntamos por qué la iglesia «importa», caemos en la tentación de identificar sus beneficios concretos o su contribución a la sociedad. El sociólogo de la religión Peter Berger sostiene en The Sacred Canopy que las religiones se ofrecen ahora en el mercado de experiencias entre las que los individuos pueden elegir. Si Berger tiene razón, las religiones son una de las muchas opciones que los estadounidenses y otros habitantes de sociedades igualmente secularizadas pueden elegir para aliviar su conciencia, calmar su ansiedad o producir resultados morales. Ésos serían los objetivos de la iglesia. Pero el alma es una realidad notablemente ineficaz, y a medida que el cuidado de la misma se vuelve opcional, la prioridad de su cuidado disminuye.

Si funciona en una especie de mercado, la iglesia debe presentarse en el mercado como algo que la gente pueda desear. Una vez hecho esto, resulta muy difícil imaginar a la iglesia (o a cualquier religión) como algo distinto de un bien que produce resultados y que la gente puede elegir [entre otras opciones].

También se hace muy difícil para los líderes religiosos no comportarse como si estuvieran mercadeando estos resultados a los individuos. Quizá la iglesia esté llena de gente más moral que otros clubes. Quizá tenga mejor música. Tal vez tenga líderes muy jóvenes y modernos.

Pero, ¿qué ocurre cuando la iglesia no es más moral, más entretenida o más atractiva? ¿Qué ocurre cuando muestra una profunda pecaminosidad, formas de culto anticuadas y personas que se cansan unas de otras? A menudo, las personas disponen de otras opciones mejores si lo que buscan es buena compañía o entretenimiento.

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A veces, las iglesias intentan demostrar que son importantes al aportar algo bueno a una comunidad o al atender un problema. El problema aquí no es que el servicio voluntario sea malo: es, por supuesto, un verdadero fruto del evangelio. El problema es que si se considera que el objetivo de la iglesia es la transformación social, el voluntariado para United Way podría ser igual de eficaz —si no más—.

Si el producto de la iglesia se identifica como el beneficio social, sería sensato que un cristiano decidiera ser voluntario un martes por la noche y saliera a almorzar en lugar de ir a la iglesia el domingo. Al fin y al cabo, United Way tiene resultados más claros, y el café también podría ser mejor.

Servir a la comunidad local y atender los problemas de injusticia es una vocación grande e importante. Pero uno no necesita a Jesús para hacerlo.

Si el éxito se mide por el crecimiento, a la iglesia le va bastante mal. Las iglesias se están reduciendo, y la asistencia a la iglesia —especialmente entre los adultos jóvenes— ha disminuido significativamente.

¿Y quién podría culparlos? Si el éxito consiste en mantener un conjunto de valores, muchos perciben que los líderes y miembros de la iglesia violan dichos valores repetidamente. Hemos dicho a nuestra sociedad que la Iglesia debe ser una fuerza del bien en el mundo y que los cristianos deben ser personas moralmente superiores. La Biblia dice que los cristianos serán identificables por su amor (Juan 13:35).

Incluso los líderes de la iglesia parecen decepcionados por ella. Una proporción elevada y creciente de pastores reportan importantes niveles de agotamiento y, tras gestionar las presiones de los últimos años, citan un inmenso estrés, soledad, divisiones políticas, desesperanza y conflicto sobre el futuro de sus iglesias.

Si ni la iglesia ni sus líderes son los mejores en ninguna de las cosas que hacen, podría parecer que la iglesia rara vez es necesaria: es redundante.

Cuando nos preguntamos qué bien social puede proporcionar la iglesia, o cómo podemos posicionarnos en el mercado del mundo, estamos haciendo las preguntas equivocadas.

Image: Fotografía e ilustración por Mitchell McCleary

Hace más de 30 años, Stanley Hauerwas y William H. Willimon escribieron un libro titulado Resident Aliens. En él, su preocupación era que la Iglesia estaba perdiendo la oportunidad de una nueva aventura: una aventura como cristianos radicalmente peculiares que viven en el exilio.

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Los autores afirmaban que, como el cristianismo formaba parte de la experiencia americana, resultaba difícil discernir qué era lo que la Iglesia tenía de exclusivamente cristiano. Las iglesias exhortaban a la gente ser «buenas personas», a no mentir ni defraudar en los impuestos y a ayudar al prójimo cuando estuviera en apuros. Ninguna de estas amonestaciones exigía creer en la Resurrección.

Lo que Dios pedía, sin embargo, no era un pueblo moral o poderoso, sino peculiar. Ahora bien, es cierto que parte de la peculiaridad de la Iglesia debe manifestarse en una cierta moralidad. Pero la moralidad en sí no es peculiar de esta manera en particular. Lo que hace peculiar a la Iglesia es su conocimiento de sí misma como llamada por Dios a ser su representante en la tierra, a estar marcada por prácticas poco manejables e inconvenientes como el perdón, la hospitalidad, la humildad y el arrepentimiento. La iglesia está marcada de tal manera por sus reuniones congregacionales, así como en el bautismo y la comunión, recordando la muerte del Señor y proclamándola hasta que venga.

Una Iglesia peculiar es aquella que se da cuenta de que existe para dar testimonio de otro mundo, uno en el que la Ascensión no es solo un lamento, sino una invitación a vivir un momento nuevo en el que el Hijo está realmente sentado a la derecha del Padre. Su testimonio de otro reino, una mancomunidad en el cielo (Filipenses 3:20-21), es lo que justifica su existencia.

Esto no quiere decir que las iglesias deban poner toda su preocupación en sí mismas y distanciarse de sus comunidades. La iglesia tiene una ética social implícita, como analiza Hauerwas, y se guía por el llamado de Jesús a imitarlo en el amor al prójimo y la preocupación sacrificial.

Pero la comunidad de la iglesia toma forma a partir de su culto de adoración, que da testimonio de otro mundo en el que el Señor es Rey. Los autores concluyen: «La iglesia, como el conjunto de quienes han sido llamados por Dios, encarna una alternativa social que el mundo no puede conocer por sí mismo».

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Hablé con mi amiga Sarah Hinlicky Wilson, pastora luterana estadounidense que ahora sirve en Japón. Sarah es teóloga de formación, pastora y expatriada. Servir en Japón le ha dado un punto de vista único sobre los desafíos del ministerio de la iglesia en un contexto secular. Según Wilson, Estados Unidos es «ignorantemente cristiano». Existe un consenso cultural de que cuidar de los pobres es bueno (aunque sigue habiendo diferencias sobre cómo hacerlo), se valora a los débiles y marginados, y hay un amplio consenso en que toda vida es valiosa: ideas cristianas que no todas las sociedades comparten.

«Japón no es postcristiano», afirma Wilson. «Nunca ha sido cristiano». Dice que los pobres y los indigentes a menudo pueden depender totalmente de los servicios gubernamentales para obtener ayuda. «Desde mi punto de vista, en Japón, todas las necesidades básicas de un diácono han sido cubiertas desde hace mucho tiempo».

Pero ella nota los signos de pobreza espiritual en una sociedad consumista: «Me parece que la gente está sola, tiene muy pocas relaciones significativas, [y] ninguna relación seria con ningún poder superior», dice Wilson. «Lo que la gente necesita es a Dios». Esto es algo que solo la iglesia puede proporcionar.

Sin embargo, esto no hace que la evangelización sea una tarea fácil en Japón. De hecho, la crisis de soledad de Japón precedió a la de Estados Unidos. El aislamiento de las personas, la falta de lazos familiares y la obsesión por el trabajo son epidémicos.

«Pero es difícil conseguir que consideren la posibilidad de ir a la iglesia o incluso que noten cuál es el problema», afirma Wilson. Así de desatendida está la idea de la atención espiritual.

Si las iglesias estadounidenses sienten el reto de demostrar su valor a una cultura preocupada por las necesidades sociales y materiales, el reto de Wilson en Japón es demostrar el valor del espíritu humano. Está respondiendo a la pregunta correcta. No es que las necesidades espirituales sean las únicas que tiene la gente. Es que las necesidades espirituales son las que solo la iglesia puede satisfacer. En sus palabras: «¿Cómo persuadir a la gente de que todo lo que tienes que ofrecer es el Evangelio?».

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Las observaciones de Wilson encajan bien con las preocupaciones de Willimon y Hauerwas. En ambos países, la atención de la gente se desvía de las realidades espirituales. La «reivindicación de la realidad» de la Iglesia no niega que los retos del mundo sean apremiantes, que el mal sea real o que esté ganando terreno. No se retrae, ni es ignorante, ni se desentiende políticamente. Pero dice que el Señor es Rey mientras las naciones se enfurecen y los pueblos conspiran en vano (Salmos 2:1).

No es que las necesidades espirituales sean las únicas que tiene la gente. Es que las necesidades espirituales son las que solo la iglesia puede satisfacer.

En The Great Passion, Eberhard Busch hace referencia a un suceso en la vida de Karl Barth, cuando una granada hizo explosión en el techo de una iglesia durante un servicio. A pesar de ello, siguieron cantando el «Magnificat». Barth alabó este hecho y dijo que la iglesia tenía claras sus prioridades.

A menudo me preguntan si estoy «pidiendo demasiado» al insistir en que el culto de la iglesia forme a las personas de esta manera tan rigurosa. Pero me parece que este tipo de exigencia es lo único que, en última instancia, hace que el cristianismo sea creíble. Si el cristianismo es verdad, merece la pena jugarse la vida. Si no lo es, es mejor elegir otra cosa.

Cuando la Iglesia se preocupa por defenderse del mundo, acaba por volverse incoherente. La única manera de ser la Iglesia es hablar el peculiar lenguaje de la paz, del perdón, del arrepentimiento y de la resurrección.

Cuando no hacemos nuestro trabajo, la Iglesia se vuelve comprensible para el mundo, pero pierde su misión. Deja de ser peculiar, aunque ahora sea coherente con una cultura que es cualquier cosa menos cristiana. Necesitamos esa fricción, esa pregunta imposible sobre cómo funciona la iglesia, ese desconcierto sobre lo que hace la iglesia, porque lo que hace es a menudo inconcebible para los que están fuera de ella.

Hoy en día, la Iglesia corre el riesgo de limitarse a reinstaurar las políticas y los resultados sociales favorecidos por el mundo. Seguirá haciendo girar sus ruedas para anunciarse y reclutar a personas que esperan algo similar a formar parte de la junta de una organización local sin ánimo de lucro. A menos que recuerde su tarea —perpetuar el culto de adoración a Dios— perderá por completo su identidad.

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Debemos resistir la tentación de hacer las preguntas equivocadas sobre la iglesia. Debemos negarnos a justificar la existencia de la iglesia afirmando qué bien ofrecemos, cuál es nuestra contribución, o si podemos prometer que nuestra gente resistirá la tentación, si rechazará el uso indebido del poder o si su gente nunca se hará daño mutuamente.

La iglesia importa porque solo allí se dice la verdad sobre el mundo; porque solo allí se proclama al Señor como Rey.

A veces los pastores locales me preguntan qué pueden hacer para atraer a los jóvenes a su iglesia. Yo les digo que no hay buenas ideas para tal fin; de hecho, incluso formular la pregunta significa que malinterpretarían mi respuesta.

El único que atraerá a la gente a la iglesia es el Espíritu. La iglesia debe ocuparse de definir con claridad cuáles son las fronteras del mundo al ser un pueblo llamado por el Espíritu.

Como escribió Emmanuel Célestin Suhard: «Ser testigo no consiste en hacer propaganda, ni siquiera en agitar a la gente, sino en ser un misterio viviente. Significa vivir de tal manera que la propia vida no tendría sentido si Dios no existiera». Significa ser peculiar frente a un mundo que busca la próxima solución o medida provisional. Significa entonar un canto de alabanza cuando el peligro está cerca.

Los discípulos en el mar de Tiberíades habían terminado una larga noche de pesca. No habían pescado nada. Jesús salió a su encuentro, aunque al principio no lo reconocieron.

Tiren la red a la derecha de la barca, les dijo. Lo hicieron y recibieron abundancia de peces. Jesús había hecho un fuego a la orilla y les dio de desayunar (Juan 21:1-14).

En aquel momento, lo que importaba no era el cómo de la Resurrección, ni el por qué de su dolor, ni el qué hacer con su situación. Lo que importaba era alimentarse de Cristo, como amigos suyos.

En ese momento, los discípulos no se hicieron la pregunta equivocada. En lugar de eso, comieron y dieron testimonio de aquel cuyas obras registradas no tendrían cabida en el mundo entero (v. 25).

Pescaron porque obedecieron sus mandatos. Esta es la única justificación de la Iglesia que merece la pena.

Kirsten Sanders (doctora por la Universidad de Emory) es teóloga y fundadora de Kinisi Theology Collective.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.

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