El viaje de diez minutos desde mi casa hasta mi oficina en la iglesia siempre ha tenido riesgos. El solo acto de conducir conlleva un peligro inherente. Después tengo que encontrar un lugar para mi carro (con frecuencia soy la primera en llegar, en ocasiones en la oscuridad), hacerme cargo de desactivar la alarma de seguridad y, si llega un compañero hombre, considerar el riesgo de ser una mujer a solas con un hombre dentro de un edificio.

Hace veinte años, conducir me causaba un poco de temor y caminar por un estacionamiento a solas era aterrador; sin embargo, estar en la oficina con un hermano cristiano no me preocupaba en lo absoluto. Hoy en día, sigo teniendo cuidado a la hora de conducir y pocas veces pienso siquiera en el hecho de que estoy sola al salir de mi coche; sin embargo, estoy considerablemente más consciente de las dinámicas entre hombres y mujeres en la oficina. ¿Qué causó este cambio?

Aproximadamente, diez mil millas (dieciséis mil kilómetros).

De muchas maneras, mudarme desde Sudáfrica hasta Estados Unidos disminuyó mis temores porque los riesgos reales eran menores. Conducir en Sudáfrica es estadísticamente [enlaces en inglés] más peligroso que en Estados Unidos, y que una mujer camine sola es considerablemente menos peligroso en el norte de California (Sudáfrica suele ostentar la mayor tasa de violaciones del mundo). Como se puede ver, mi miedo se redujo con el tiempo, recalibrándose a los nuevos niveles de riesgo [enlaces en inglés].

Pero mi percepción del riesgo que conlleva estar sola con un compañero de trabajo varón incrementaron cuando me mudé a los Estados Unidos, si bien no tengo razones para pensar que el riesgo a sufrir algo inapropiado haya cambiado en realidad. El cambio surgió de que me encontré en una iglesia local con una cultura que manifiesta mucha mayor ansiedad con respecto a las interacciones entre hombres y mujeres, y necesité adaptar mi percepción al respecto.

El lugar en el que vivimos influye tanto en lo que tememos como cuánto lo tememos. Por supuesto, el tamaño de nuestros miedos se ve afectado por el tamaño del riesgo: nos atemoriza más el ataque de un tiburón que la picadura de una medusa. Sin embargo, nuestros miedos son más fuertemente influenciados por nuestra percepción del tamaño del riesgo. La película Tiburón condicionó a una generación entera para vigilar la espontánea aparición de aletas de tiburón en la playa, aunque hay una media de 71 ataques de tiburón al año, en comparación con la media anual de 150 millones de picaduras de medusa.

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Los debates en torno a la COVID-19 sobre cuáles son los niveles de precaución y cuidado necesarios están cargados de tensiones entre la percepción y la realidad: los estadounidenses que recibieron la vacuna de refuerzo están más preocupados de contraer la enfermedad que sus conciudadanos no vacunados, a pesar de tener un riesgo menor de que la enfermedad les afecte gravemente. Sucede que el lugar en el que vivimos tiene un impacto significativo sobre nuestra percepción de las amenazas. Las investigaciones han descubierto que el miedo al virus variaba de una región a otra.

Estas diferencias en el modo en que enfrentamos los riesgos afectan a cómo tratamos a los demás. Gran parte de lo que aprendemos al escuchar y amar a nuestro prójimo tiene mucho que ver con cómo respondemos a sus miedos, ya sea que los compartamos o no. Pero ¿qué ocurre si nosotros, juzgando a los demás a partir de nuestros propios niveles de miedo, creemos que ellos tienen demasiado miedo a cosas pequeñas o que sus miedos son infundados? ¿O qué ocurre si creemos que los demás son unos incautos frente a cosas que nosotros sentimos como peligros reales?

La geografía del miedo

Necesitamos preguntarnos de dónde vienen nuestros miedos y qué importancia tiene nuestra ubicación en ello. Sabemos que nuestras experiencias personales dan forma a nuestros miedos para bien o para mal: nuestro cuerpo guarda un registro de las experiencias sanas y de las traumáticas. Las experiencias adversas durante la infancia, los problemas de salud mental y las diferencias de personalidad (por ejemplo, la neurosis) tienen un papel fundamental en la formación de nuestros miedos.

Pero nuestra ubicación también lo hace. En una encuesta llevada a cabo en diferentes países desde principios de la década del 2000, Daniel Treisman, del National Bureau of Economic Research, descubrió que tanto para miedos globales (miedo a una guerra nuclear) como para miedos personales (miedo a errores médicos graves), quienes respondieron a la encuesta en Portugal tenían entre dos y tres veces más probabilidad de responder que tenían miedo, en comparación con las personas que respondieron a la encuesta en los Países Bajos.

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Por su parte, el ochenta por ciento de los griegos afirmaron estar preocupados por las armas de fuego, la comida modificada genéticamente y los virus nuevos, sin embargo, menos del cincuenta por ciento de los habitantes de Finlandia compartieron esos miedos. Treisman llega a esta conclusión: «Por supuesto, algunos países son más peligrosos que otros. Sus habitantes pueden tener más miedo sencillamente porque tienen más cosas que temer».

Aun así, defiende él, esto solo explica una parte de la variación. Aunque los investigadores también compararon los niveles de miedo de la gente a ciertos peligros con comparación con su nivel de riesgo objetivo, los resultados mostraron que «la correlación entre ambos a menudo era débil, inexistente o incluso negativa». En otras palabras, algunas comunidades respondieron tener mucho miedo a ciertas cosas, aunque no tenían un riesgo mayor real de que esas cosas ocurrieran.

Otro ejemplo de diferencias culturales: cada año la Encuesta Chapman sobre los Miedos de los Estadounidenses pregunta a una muestra aleatoria de entrevistados de todo Estados Unidos con respecto a 95 miedos diferentes que van desde desastres ambientales y naturales hasta el gobierno, pasando por la COVID-19. La encuesta más reciente reveló que, durante sexto año consecutivo, la principal causa de temor entre los estadounidenses (80%) son los funcionarios gubernamentales corruptos.

Mi cerebro sudafricano se atragantó cuando leí este informe. Yo estudié filosofía política y derecho en la universidad, y el sistema democrático de Estados Unidos, con su sistema de pesos y contrapesos, parecía ser el que menos miedo debería engendrar, desde mi punto de vista. Llamé a mi compañero de trabajo nigeriano y le pregunté su opinión.

«Estoy estupefacto», respondió él. «La corrupción del gobierno es un tema de preocupación real en mi país de origen, ¿pero aquí? ¿Por qué le da miedo a tanta gente?».

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Formados por el miedo

En verdad, el miedo brota desde dentro de nosotros. Pero también se filtra a nuestro alrededor. El lugar del mundo en el que nos encontramos hace algo más que simplemente enseñarnos una manera particular de vivir y pensar; también da forma a nuestras maneras de amar y temer.

Leer informes como este me lleva a preguntarme: si viviera en un país diferente o en un estado diferente, ¿cómo me afectaría? ¿De qué otro modo podría procesar los desastres, las enfermedades y las amenazas de este mundo? ¿Y cómo, en cambio, variaría el modo en que me relaciono con compasión con los que me rodean?

Catherine McNiel defiende en Fearing Bravely: Risking Love for our Neighbors, Strangers, and Enemies [Temer con valentía: Arriesguémonos a amar a nuestros prójimos, extranjeros y enemigos] que hemos subestimado lo mucho que nuestra cultura inmediata —ya sea el vecindario físico en el que vivimos o la comunidad digital en la que vivimos virtualmente— impacta nuestros miedos. Se nos ha discipulado para temer, dice McNiel. Un discípulo es un aprendiz, y nosotros aprendemos muchísimo de las historias y las emociones que nos rodean.

Se supone que hemos de discipular a las personas para que amen a Dios y amen a su prójimo, pero a menos que atendamos las maneras en que nuestros entornos nos han enseñado a temer «al otro», nuestros intentos de amar a ese prójimo seguirán tambaleándose.

Jesús nos llama a entrar en su mundo, amar a nuestro prójimo, cuidar de los extranjeros y también orar por nuestros enemigos.

Somos criaturas maleables. Nos gusta pensar que leemos las noticias y las historias para reunir información, adquirir hechos para evaluar imparcialmente y después aceptar o rechazar. Lo que subestimamos es el modo en que esta información también es formación: despertando nuestro afecto por algunas cosas y avivando nuestros miedos por otras. Los hechos vienen con llamados a la acción y apelaciones a nuestro afecto, y estas cosas tienen un sabor local.

Como dijo James K. A. Smith en una entrevista para CT, nuestros hábitos nos dan forma, y esto incluye nuestros hábitos de lectura, nuestro consumo de medios de comunicación y aquellos compañeros con los que conversamos y compartimos las preocupaciones del día a día.

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El boca a boca es la manera más rápida de dar buenas noticias (piensa en la sabiduría de Dios y en cómo manda Él la salvación al mundo), pero también es la manera más rápida de introducir y hacer crecer la preocupación. No había pasado ni un minuto de mi vida preocupándome por la propuesta de un nuevo currículo escolar, por ejemplo, hasta que escuché a otros padres susurrar acerca de ello en la fila para recoger a los niños de la escuela.

Durante semanas fue el tema central de muchas cenas y de los grupos locales de padres de familia en Facebook. De conversación en conversación, de comentario en comentario, y mientras intercambiábamos anécdotas y análisis, también acumulamos miedo.

Existe un nombre para esta clase de miedos que se expanden como incendios forestales sin control: cascadas sociales. Cass Sunstein, profesor de derecho de Harvard, economista conductual y autor de Leyes de miedo, explica: «A través de las cascadas sociales, la gente presta atención a los miedos que otros expresan, de un modo que puede conducir a la rápida transmisión de la creencia, aunque sea falsa, de que ese riesgo es bastante serio. (…) El miedo… puede ser contagioso, y las cascadas ayudan a explicar por qué».

También somos susceptibles a la polarización de grupo, escribe Sunstein, hasta tal punto que los grupos a menudo son más temerosos que los individuos. Puede que no nos dé mucho miedo —o nada en absoluto— algo por nuestra cuenta, pero nos podemos encontrar dentro del pánico moral cuando nos juntamos y unimos nuestros miedos.

Los cristianos, sin embargo, están llamados a hablar a Dios en lo secreto, poniendo nombre a nuestras preocupaciones ante Él en oración (Mateo 6:5-8). Pero no podemos confesar aquello a lo que no hemos puesto nombre: lo difícil de lidiar con nuestros miedos es que a menudo estos son subliminales. Puede ser que ni siquiera sepamos a qué tenemos miedo realmente después de todo. Y, aunque lo sepamos, ¿qué podemos hacer?

Una y otra vez la Biblia nos dice que no temamos (Deuteronomio 31:6; Isaías 41:10; Lucas 12:32). «Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino un espíritu de poder, de amor y de buen juicio», escribe el apóstol Pablo en Segunda de Timoteo 1:7 (DHH). «No temo peligro alguno porque tú estás a mi lado», escribe David en el Salmo 23:4 (NVI). Las Escrituras son claras en que las personas de fe recibimos el mandamiento y el poder para erradicar el miedo.

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Pero el miedo es un tema con matices. La Biblia no dice que todos los miedos estén mal, pero sí nos advierte que no debemos temer erróneamente.

Algunos miedos son pecaminosos, pero el temor del Señor se considera sabiduría. «El miedo pecaminoso hace que rechacemos a Dios y transfiramos nuestros afectos, esperanzas y temores a otro lugar. La salud, la riqueza, las relaciones y la reputación son solo algunas de las cosas que asumen la categoría de “definitivos divinos”», dice Michael Reeves, autor de Rejoice and Tremble: The Surprising Good News of the Fear of the Lord [Gozo y temblor: Las sorprendentes buenas nuevas del temor del Señor].

El mismo Jesús nos advierte que es posible que temamos equivocadamente —y, como resultado, prioricemos erróneamente (Mateo 10:28)—, y nos invita a no quedarnos atrapados en nuestros miedos, que normalmente suelen tomar forma más por la gente que nos rodea que por la verdad. Puede que estemos en peligro de temer lo erróneo juntos, o puede que temamos lo correcto pero en una proporción equivocada.

Pero, como bien sabe cualquier persona que haya peleado contra la ansiedad, que alguien te diga: «No te preocupes», no elimina mágicamente el miedo. El crecimiento espiritual no puede venir de hacernos luz de gas emocional; negar o rechazar nuestros miedos no los erradica. ¿Entonces cómo hemos de aprender a no temer cosas equivocadas?

Cuando se enfrentó a la tarea de reconfortar a una congregación atemorizada en medio de un tumulto político, la respuesta del pastor alemán Dietrich Bonhoeffer fue: «¡Prediquen! O, al menos, escuchen buenas predicaciones».

«El miedo roe y desgasta todos los lazos que atan a una persona con Dios y con los demás» hasta que «el individuo se sumerge en sí mismo, indefenso y desesperado», dijo Bonhoeffer.

Una enseñanza fiel y regular dirigida hacia el carácter y el poder de Dios, la promesa de que Jesús ha vencido al mundo y la presencia del Espíritu Santo que está con nosotros en medio de todo nos lanza un poderoso mensaje que nos ancla en la esperanza cuando las tormentas de la vida buscan volcarnos.

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Nosotros, la iglesia unida, podemos animarnos unos a otros en la esperanza (Hebreos 10:23), y esto nos ayuda a enfrentarnos a nuestros miedos. Pero también tenemos trabajo que hacer a una escala mucho más pequeña, y darnos cuenta del modo en que nuestra ubicación impacta en nuestra formación puede ayudarnos a discipular a las personas para que salgan del miedo y entren en el amor.

Praxis y proximidad

El crecimiento puede venir de aprender a tener curiosidad acerca de por qué pensamos como lo hacemos, y estar dispuestos a dudar de ello, como defiende Adam Gran en su éxito de ventas Think Again: The Power of Knowing What You Don’t Know [Piensa de nuevo: El poder de saber lo que no sabes]. Aprender a ser curiosos —e incluso escépticos— con nuestros miedos es un importante primer paso para poder ser capaces de lidiar con ellos.

Esto no es intuitivo. Yo suelo pensar que mis miedos son razonables y racionales, si no, no los tendría. Pero el mudarme a otros países y visitar diferentes grupos eclesiales me ha revelado que a menudo tengo más o menos miedo a algo comparado con el que tienen los creyentes junto con los que estoy adorando. Esto, en cambio, se ha convertido en una invitación para evaluar con humildad y devoción qué amo, qué temo y por qué lo hago.

La práctica espiritual de discernir nuestros deseos ante Dios puede incluir preguntas para interrogar a nuestros miedos. El examen de Ignacio de Loyola ofrece una de esas herramientas para la introspección, y nos invita a discernir dónde experimentamos consuelo y dónde experimentamos desolación. El miedo puede ser un gran contribuyente de esto último.

El escritor Brendan McManus explica en una publicación de su blog que aprender «a ser consciente de tus sentimientos, y después usar la cabeza» puede ser una fórmula simple y útil para un enfoque espiritual sofisticado: «El primer paso es reflexionar en la experiencia o decisión y preguntarse “¿Cómo me hace sentir?”, y la segunda parte es mirar hacia delante y preguntarse: “¿Dónde me lleva esto?” y “¿Cuál será el resultado o el fruto más probable?”. Al explorar estas preguntas podemos sintonizar más en lo que Dios quiere, ser instrumentos más afinados para Dios en el mundo y, en última instancia, tomar mejores decisiones».

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Podemos bajar la guardia, aunque no estemos de acuerdo en bajar nuestras mascarillas.

Reconocer que mis miedos han sido formados e informados por la cultura y por el lugar en el que vivo —y que esos miedos me han llevado a ciertas conclusiones y, si no me encargo de ellos, tendrán cierto fruto o resultado— me invita a no agarrarme a ellos y examinarlos detenidamente, ofreciéndome a mí misma tanto gracia para las preocupaciones reales que siento, como espacio para crecer mientras aprendo de nuevas perspectivas.

Mirar el mapa de miedos de mi corazón y alejarme para escuchar historias de la iglesia más amplia me ayuda a recalibrar mis preocupaciones, para que así pueda invitar a Dios: «Examíname, oh Dios, y sondea mi corazón; ponme a prueba y sondea mis pensamientos. Fíjate si voy por mal camino, y guíame por el camino eterno» (Salmo 139:23-24).

Más importante aún, puede que necesitemos llenar físicamente esos vacíos. Si la geografía —es decir, la distancia física entre comunidades— juega un papel en la sanación de nuestros miedos, entonces también deberíamos considerar cómo disminuir esa distancia puede ayudar a curarlos. Tyler Merritt, autor de I Take My Coffee Black: Reflections on Tupac, Musical Theater, Faith, and Being Black in America [Tomo mi café negro: Reflexiones sobre Tupac, el teatro musical, la fe y ser negro en Estados Unidos], defiende la proximidad como una herramienta para solucionar las desconfianzas raciales. «La distancia alimenta la desconfianza. Pero la proximidad promueve la empatía», escribe, un concepto que atribuye al pastor y autor Bryan Loritts. «Y con empatía, la humanidad tiene la posibilidad de luchar».

En Primera de Corintios 10, el apóstol Pablo se dirige a una naciente iglesia de Corinto ansiosa y fracturada, que se enfrentaba a preocupaciones que no habían surgido en Jerusalén. Algunos nuevos creyentes corintios venían de un trasfondo pagano donde se sacrificaba carne en adoración a los ídolos. Cuando comían en la casa de un no creyente, temían comer algo que hubiera formado parte de una tradición demoníaca.

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Otros asumían un punto de vista más amplio: «del Señor es la tierra y todo cuanto hay en ella» (v. 26), así que podían participar de las comidas sin miedo. ¿Cómo iban a comer y a adorar juntos estos creyentes si consideraban de manera tan diferente los riesgos del menú?

La respuesta de Pablo proporciona una clase magistral de cómo deberíamos enfocar nuestros propios miedos, así como los de los demás, con gracia y con verdad. Primero, reconoce la realidad de su preocupación: sí, para muchos esta práctica no solo consiste en la comida, sino en la participación en una realidad peligrosa y demoníaca (vv. 20-22). Después ofrece el contexto bíblico para ayudarlos a lidiar con las preguntas específicas que surgen de su trasfondo cultural: puesto que la tierra es del Señor, cualquier cosa que se venda en un mercado de carne se puede comer sin que levante dudas de conciencia (vv. 23-26).

Pero aunque Pablo, viniendo de donde venía, no compartía sus preocupaciones, pidió a los demás que hicieran concesiones por amor. Les aconsejó que respetaran las conciencias ajenas (vv. 27-33). Las Escrituras nos llaman a ser amables y respetuosos cuando la gente tiene temor, dejando espacio para sus miedos, aunque no los compartamos.

Asumir el riesgo de amar

Los científicos sociales han demostrado que la parcialidad negativa —nuestra animosidad hacia el «otro» lado y el miedo a ello— dirige nuestra conducta política mucho más que la confianza real en las políticas y filosofías de «nuestro» lado.

«Cómo nos sentimos importa mucho más que lo que pensamos», observa Ezra Klein en su libro Why We’re Polarized [Por qué estamos polarizados]. Somos criaturas sociales basadas principalmente en los sentimientos y, en tiempo de elecciones, por ejemplo, dice Klein: «Los sentimientos que más importan a menudo son los que sentimos con respecto al otro lado».

Eso significa que los cristianos que quieran poner en práctica su fe en la plaza pública tienen que hacer algo más que simplemente pensar bíblicamente en las cosas antes de decidir. Necesitamos ser capaces de reconocer y después enfrentarnos a cómo nos sentimos ante aquello que estamos decidiendo. ¿A quién y qué tememos? ¿A quién y qué amamos?

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Y del mismo modo que sabemos que es sabio identificar las fuentes de nuestros hechos cuando pensamos, la sabiduría nos invita a considerar las fuentes y motivaciones para nuestros sentimientos.

Alejarme para escuchar historias de la iglesia más amplia me ayuda a recalibrar mis preocupaciones.

Los miedos bien asentados con respecto a la comida sacrificada a los ídolos hacían que los corintios no fueran capaces de amar a su prójimo y compartir mesa con ellos. En el siglo XXI, los miedos bien asentados continúan haciendo que no amemos a nuestro prójimo.

Me imagino que Pablo tendría palabras muy similares para escribir a los creyentes de mi comunidad, donde el miedo a la COVID-19 es alto (y es muy común llevar mascarilla) cuando interactuamos con algunos creyentes que viven a escasas 150 millas (250 kilómetros) al sur de donde vivimos, en una comunidad donde el miedo a los efectos secundarios de las vacunas supera grandemente al miedo a la COVID-19 (y donde no se suele llevar mascarillas).

¿Cómo nos hubiera enseñado Pablo a reconocer las preocupaciones de nuestros hermanos creyentes, en vez de despreciarlas, y cómo nos hubiera pedido que dejáramos espacio los unos por los otros en amor para que pudiéramos disfrutar de la mesa común y del compañerismo en la obra del reino? Podemos bajar la guardia, aunque no estemos de acuerdo en bajar nuestras mascarillas.

Del mismo modo que mis hermanos y hermanas estadounidenses me han ayudado a nombrar, contextualizar y procesar algunos de los miedos que adquirí en Sudáfrica, quizá mi compañero nigeriano y yo podamos ayudar a nuestra iglesia estadounidense a lidiar con algunos de sus miedos locales. No podemos hacer nada para reducir el riesgo real de corrupción de parte de funcionarios del gobierno, pero quizá podamos mitigar parte del miedo que tienen el 80 por ciento de los estadounidenses al compartir nuestras historias de cómo aprendimos a confiar en Dios cuando vivíamos en países con gobiernos menos estables.

Jesús nos llama a entrar en su mundo, amar a nuestro prójimo, cuidar de los extranjeros y también orar por nuestros enemigos. Hacerlo y arriesgarnos a amar, como escribe Catherine McNiel, exigirá que nosotros naveguemos nuestros miedos y que los nombremos antes de esperar domesticarlos. Pero antes de poder nombrarlos, necesitamos desplegar el mapa de nuestras vidas y comenzar a ubicar humildemente los lugares donde se han formado nuestros miedos.

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Bronwyn Lea es pastora de discipulado y mujeres en la Primera Iglesia Bautista de Davis y autora de Beyond Awkward Side Hugs: Living as Christian Brothers and Sisters in a Sex-Crazed World.

Traducción por Noa Alarcón.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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