En las últimas semanas, he recibido muchas preguntas sobre el divorcio en caso de abuso. Lo más probable es que al menos algunas de esas preguntas estén relacionadas con informes sobre iglesias que han disciplinado a una mujer por dejar a un esposo abusivo. En caso de que tú o alguien a quien amas se encuentre en esa situación, permíteme empezar con mi conclusión: no eres pecador o pecadora por divorciarte de un cónyuge abusivo ni por volver a casarte después de hacerlo.

La razón por la que la gente siquiera presenta esta pregunta es porque saben que la Biblia dice que Dios odia el divorcio. En las Escrituras, el matrimonio es un pacto que tiene por objeto encarnar un símbolo de la unión entre Cristo y su Iglesia. Jesús se pronunció enérgicamente contra el divorcio, e incluso dijo que la ley de Moisés permitía el divorcio como una concesión temporal a causa de la dureza de corazón, no como el plan de Dios para el matrimonio (Mateo 5:31-32; Marcos 10:2-12; Lucas 16:18).

Cuando en un servicio nupcial tradicional el ministro se dirige a la pareja recién casada y le dice: «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre», ese ministro está citando las palabras del propio Jesús.

Incluso cuando los miembros de la Iglesia critican al mundo exterior por asuntos que no están claros en las Escrituras, suelen enmudecer cuando se menciona el tema del divorcio, un tema del que la Biblia habla con rotundidad. Por lo general, se trata de un caso más de política de identidad de la guerra cultural de tribus: dentro de nuestras iglesias hay más personas divorciadas y vueltas a casar que personas con otros problemas.

Todo eso es cierto. Aun así, creo que la Biblia no trata la cuestión del divorcio en casos de abuso como una cuestión de pecado para el cónyuge inocente.

Algunas personas, en la visión católica romana por ejemplo, sostienen que nunca hay ninguna razón moral válida para el divorcio. Sin embargo, incluso en ese caso, mantienen una disputa sobre si alguna institución tiene autoridad para pronunciar la disolución del matrimonio. En ese caso, la disputa no es sobre si un cónyuge debe permanecer en una situación de abuso.

No conozco a ningún sacerdote u obispo católico fiel que diga que una persona debe permanecer en un entorno abusivo. En tales situaciones, aconsejarían que la persona se aleje (junto con sus hijos) y, si la amenaza de abuso persistiera, la mantendrían alejada de ese hogar, incluso si eso significara que fuera de por vida.

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Como la mayoría de ustedes saben, no creo que el divorcio sea un pecado en todos los casos. Al igual que la mayoría de los protestantes evangélicos, creo que hay algunos casos limitados en los que el pecado de un cónyuge disuelve el pacto matrimonial y que el divorcio está justificado en esos casos. Casi todos los que sostienen este punto de vista verían el adulterio sin arrepentimiento como una de esas excepciones. Y la mayoría vería el abandono por parte de uno de los cónyuges como otra.

El apóstol Pablo brindó consejo a los nuevos cristianos del primer siglo diciendo que no estaban obligados a abandonar a sus cónyuges incrédulos (1 Corintios 7:10-16). Aquellos matrimonios no eran impíos por culpa del cónyuge que adoraba a otro dios, sino que eran santos por el que adoraba al Dios vivo.

Aunque Dios nos ha llamado a buscar la paz y la reconciliación con todas las personas, Pablo escribió que en el caso de que uno de los cónyuges decida alejarse, al otro cónyuge le dice: «no se lo impidan. En tales circunstancias, el cónyuge creyente queda sin obligación», lo que implica claramente la libertad para volver a casarse.

De hecho, un cónyuge abusador ya ha abandonado el matrimonio. El abuso es mucho peor que el abandono, pues implica la utilización de algo sagrado (el matrimonio) para fines satánicos. El abuso de un cónyuge o de un hijo es exactamente lo que Dios condena en toda la Biblia: el aprovechamiento del poder para dañar a los vulnerables (Salmo 9:18; Isaías 3:14-15; Ezequiel 18:12; Amós 2:7; Marcos 9:42; etc.). Aunque el maltrato es peor que el abandono, no es menos que este.

Si uno de los cónyuges abandona el hogar, la Biblia revela que no es culpa de la parte inocente. Y si un cónyuge hace del hogar un lugar peligroso para el otro (o sus hijos), tampoco es culpa de la parte inocente. En esos casos, el divorcio no es un pecado, sino que es, en primer lugar, un reconocimiento de la realidad del caso: que el pacto de unión en una sola carne se ha disuelto, y el cónyuge que ha sido abusado no debe sentir ninguna condena al divorciarse.

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Sugerir que la fidelidad conyugal implica someterse a uno mismo o a sus hijos al abuso es similar a insinuar, con base en el mandato de Romanos 13 que manda el sometimiento a las autoridades gobernantes, que Jesús fue inmoral por instar a los que estaban en peligro en Judea a «huir a las montañas» en el tiempo de la gran tribulación (Mateo 24:15-19). Dios no permita semejante blasfemia.

Según una encuesta de 2015 [enlace en inglés], la inmensa mayoría de los pastores protestantes diría que el divorcio en casos de violencia doméstica es moralmente legítimo. Sin embargo, yo iría más lejos al afirmar que, en muchos casos, el divorcio no solo es permisible, como lo sería en caso de adulterio u otras formas de abandono, sino que es incluso necesario para proteger a la persona maltratada de un daño mayor.

Tanto la Iglesia como el Estado tienen un papel que desempeñar al garantizar que el abusador no pueda intimidar a la persona maltratada, lo que suele ocurrir mediante la privación de ingresos o de vivienda. Un divorcio suele implicar el reconocimiento social del fin de la relación conyugal, la división de los recursos y la garantía de cierta protección continua (a menudo mediante órdenes de alejamiento o expedientes policiales) en favor de quienes han sido maltratados.

Si eres ministro, casi puedes garantizar que alguien en las bancas de tu iglesia o en tu comunidad inmediata está sufriendo violencia doméstica. En ocasiones, la víctima habrá interiorizado la retórica del abusador y se culpará a sí misma por haber provocado el maltrato a ella o a sus hijos.

A veces, la persona maltratada creerá que no hay otra opción sino permanecer en esa situación, sintiéndose atrapada en el matrimonio. En el caso de la violencia doméstica, la iglesia tiene la responsabilidad, no solo de alertar a las autoridades civiles pertinentes, sino también de ayudar a la persona maltratada a llevar esa pesada carga, preparando para ella un lugar de refugio seguro y satisfaciendo otras necesidades.

Lo mínimo que uno puede esperar de su iglesia es no ser tratado como pecador por huir del peligro.

Debemos reconocer que los abusadores suelen utilizar el lenguaje espiritual para encubrir el maltrato. Pueden sugerir que los cónyuges maltratados «no demuestran el perdón de Dios» si se marchan, o que pecarían contra Jesús si buscaran el divorcio, citando versículos bíblicos fuera de contexto. Como administradora de los oráculos de Dios, la Iglesia tiene el mandato de llamar a ese mal uso de las Escrituras por lo que es: un uso del nombre del Señor en vano, en una de las peores formas imaginables.

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El divorcio por violencia doméstica no es un pecado. Sí hay un pecado, pero es el pecado del abusador, no el de la persona abusada que decide divorciarse. Quienes han sido abusados en nuestras iglesias y en nuestras comunidades necesitan ver que aplicamos la Biblia de la manera correcta, y necesitan ver que encarnamos al Jesucristo que protege a los vulnerables.

Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Sí y amén. Pero a veces Jesús también quiere que reconozcamos que el hombre no debe unir lo que Dios ha separado.

A veces, el camino hacia el tribunal de divorcio no es un camino hacia la destrucción, sino un camino hacia Jericó. Deberíamos mirar para ver quién se encuentra golpeado a la orilla del camino y ser para ellos lo que Jesús nos dijo que fuéramos.

Russell Moore dirige el Proyecto de Teología Pública en Christianity Today.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.

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