Mi papá solía cantar por la casa todo el tiempo. Conoce unos ocho versos de cada canción pop alegre que se ha escrito desde finales de los 40. Cualquier parte que no se sabe, simplemente se la inventa. Conozco algunas de sus canciones inventadas mejor que las versiones reales.

Esas canciones todavía me vienen a la mente, y a veces se quedan pegadas a mi mente por largo tiempo cuando escucho la radio, cuando escucho una canción en un restaurante o cuando alguien dice una frase o un cliché que proviene de una canción. Tengo que sonreír cuando canto accidentalmente la versión mejorada de papá en lugar de la letra real.

Además del canto de mi papá, también memoricé muchos versículos de las Escrituras. Los escribí en fichas, los estudié en la escuela dominical y pensaba en ellos durante el día. Para mí, las palabras de la Biblia se volvieron como esas canciones que solía cantar mi papá.

Mi papá me enseñó a cantar. Mi mamá me enseñó las Escrituras fielmente y me invitó a memorizar algunos de sus pasajes favoritos. Ahora, las palabras están dentro de mí. No es de extrañar, entonces, que cuando veo un águila calva en un viaje al Oeste, las palabras del Salmo 103 me vengan a la mente. O que, cuando estoy descalza en la playa, medite en el Salmo 139, recordando cómo los millones de granos de arena son como el número de los pensamientos de Dios. O que, cuando conduzco por las montañas, reflexione en el Salmo 104:32 cuando dice que Dios toca los montes y los hace echar humo.

Incluso antes de que tengamos comprensión, tenemos imaginación. Cuando somos niños, hablamos acerca de la imaginación. Pero como adultos, cambiamos la imaginación por el pragmatismo. Adoptamos formas de pensar más racionales y concretas. Sin embargo, en la oración y la formación espiritual, la imaginación es esencial para que podamos crecer y avanzar hacia una conversación más cercana con Dios.

Las Escrituras dan vida a la teología, pero además de conceptos teológicos, también hay en ella poesía, sueños, parábolas y registros históricos. La Palabra de Dios es coherente y nos da una mejor visión de Dios, de nosotros mismos y de nuestro lugar en el mundo.

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Aprender y memorizar las Escrituras resultó ser la inversión más importante que pude haber hecho en mis primeros años. Lo celebro ahora, cuando es mucho más difícil aprender un idioma o memorizar un poema de Robert Frost. Estos días están llenos de responsabilidades y ruidosas distracciones. En estos días, mi mente es menos absorbente.

A cualquier edad, cuando permitimos que las Escrituras penetren en nuestros corazones y saturen nuestras raíces como el árbol del Salmo 1, somos alimentados por el nutrimento de la Palabra de Dios. No hay nada que sea más esencial para la vida, aun cuando parezca que tomar el tiempo para ello nos hace improductivos.

Hay veces que es inevitable recordar que nuestro vehículo necesita un cambio de aceite, o la pila de platos en el fregadero, o alguien a quien olvidamos llamar, o la hipoteca que hay que pagar. A veces tengo una libreta junto a mi Biblia en la que voy anotando cosas pendientes, de tal forma que anotar esos recordatorios me ayude a mantener las distracciones a raya. Otras veces, traigo esas mismas distracciones delante del Señor en oración, incluyendo así mis tareas diarias en mi conversación con el Espíritu de Dios.

Cuando nos sentamos con su Palabra, estamos creando un espacio para dejar que esas palabras reboten dentro de nosotros. Esto me recuerda al juguete de Fisher-Price Corn Popper que hace circular bolas de colores cuando un niño pequeño lo empuja, o una bola de nieve llena de confeti blanco que circula dentro del recipiente cuando se le agita.

Cuando las palabras de Dios circulan dentro de nosotros, estamos llenos de su vida; somos receptivos a su Espíritu cuando activa esas palabras dentro de nosotros, aplicando la verdad a las experiencias de nuestra vida diaria.

Muchas veces he recitado el Salmo 139 o el Salmo 23 cuando no podía dormir por la noche, primero cuando era niña, y muchos años después en períodos en los que padecí insomnio, cuando el mundo ya no se sentía como un lugar de paz. Luego de años de usar las Escrituras para ayudarme a dormir, en el 2002 escribí una canción llamada «Now and Then» [De vez en cuando], una paráfrasis accidental.

Quédate conmigo de vez en cuando.
De todos lados, atráeme
Cántame una canción
Para que pueda cerrar los ojos.
Antes de que yo naciera,
Todos los días registraron
Tus pensamientos como los granos de arena;
A través de las noches en que no pude cerrar los ojos
Y de la luz de la mañana,
«Como demandan tus días».

(«Now and Then» del álbum Gypsy Flat Road, 2001)

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Para la última frase tomé prestada una línea del himno «Qué firmes cimientos». Es una doble referencia: hice eco de un himno antiguo de la misma forma en que ese himno hizo eco del texto de las Escrituras.

Cuando comencé a escribir canciones como vocación, las Escrituras y la imaginación fueron las herramientas que utilicé para ponerle letra a las melodías. Letras de himnos y frases de las Escrituras se derramaron en mis canciones desde mis primeras grabaciones, tales como «Sunday Morning» (Isaías 44), «Now and Then» (Salmo 139), «Gypsy Flat Road» (Isaías 55) y, con el paso del tiempo, comencé a hacerlo cada vez más literalmente hasta el día de hoy, cuando recientemente me he centrado más en escribir canciones cristianas específicamente para ser cantadas en la iglesia. Muchas de estas nuevas canciones están destinadas a ayudarnos a cantar las palabras directamente de la página.

Mirando hacia atrás, puedo ver que la infusión de las Escrituras en mi trabajo es tan central como importante. No es algo que me propuse hacer en mi música, ni sucede específicamente porque soy compositora. Las Escrituras son personales, pero nunca son privadas. La Palabra de Dios es nuestra, de nosotros juntos. Las Escrituras nos llenan hasta el borde y se derraman en nuestra vida diaria.

En cualquier lugar donde dediques tu vocación y trabajo, ya sea enseñando a estudiantes o trabajando en el departamento de finanzas, ya sea cuidando niños, haciendo jardinería, procesando hojas de cálculo de contabilidad o entregando el correo, todo tipo de trabajo es tocado por las palabras de Dios.

Recuerdo que alguna vez aprendí que el Espíritu Santo sacaría a la luz esas palabras que había memorizado en el momento en que las necesitara, ya fuera en la escuela o cuando tuviera miedo por la noche. Fue como plantar semillas. Mi mamá me ayudó con la memorización, sin embargo, confiaba en que el Espíritu Santo nutriría esas semillas y las haría fructíferas en mi vida.

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Asistí a una escuela pública para mi educación primaria. Matemáticas no era mi materia favorita y, en segundo grado, tenía una maestra que me intimidaba. Me aterrorizaba cada vez que tenía que acercarme a su escritorio, tanto porque no estaba segura de mis habilidades matemáticas, como porque temía que ella me regañara por mi desempeño.

Recuerdo cómo pensaba en las promesas de las Escrituras cuando me inundaba el temor, consiguiendo así reunir el valor para caminar hacia su escritorio y tener una conversación. Si bien eso es algo pequeño para una niña pequeña, fue una práctica que me ayudó a crecer y de la que todavía saco provecho en la actualidad.

La primera canción que recuerdo haber escrito y compartido públicamente fue para mi graduación de octavo grado. Fue la primera vez que sentí la conexión entre escribir un diario, un himno del himnario y una canción compartida dentro de mi comunidad escolar. Más tarde, continué escribiendo canciones que me ayudaron a procesar eventos mundiales, experiencias humanas y cosas que experimenté de primera mano.

Mi mamá nos llevaba todos los domingos por la mañana a la iglesia en St. Louis, donde crecí. Siempre tenía pañuelos de papel en su bolso, mentas Tic Tac y un lápiz labial Clinique con estuche de rayas plateadas. Recuerdo los Himnarios de la Trinidad acomodados en fila junto a las Biblias en las bancas. Me sentaba a su lado, con los pies cruzados, y con ese libro de himnos abierto, estudiando detenidamente las palabras durante todos los momentos del servicio en los que permanecíamos sentados.

Estudiaba las líneas del pentagrama y me encantaba la poesía y la forma en que las palabras se movían en forma rítmica. Me gustaban también las palabras antiguas que no eran palabras de uso diario. Tenía curiosidad por saber qué significaban esas palabras.

De vuelta al piano, me sentaba con las manos en las teclas e inventaba mis propias melodías antes de poder siquiera leer las notas. Seguía las estrofas de esas canciones de la iglesia y de esta forma las hice mías.

Estas palabras antiguas me recordaban que había historias previas a la mía. Los himnos transmiten emociones, apuntan al cielo, aumentan nuestra esperanza y activan nuestra conciencia mutua —leerlos es una práctica muy útil en esta era de aislamiento—.

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Los himnos eran para mí como testimonios armonizados de personas reales que veían a Dios obrando en el mundo: el mismo mundo. [En inglés, hay una frase que se traduce literalmente como «pararse sobre los hombros de alguien» y, en términos generales, se refiere al uso del conocimiento obtenido por alguien en el pasado a fin de elaborar sobre el mismo y conseguir un conocimiento aún mayor].

Así, mientras yo descubría verdades mayores a partir de las canciones de los escritores de los himnos, «parada sobre los hombros» de quienes me precedieron, absorbí sus letras y las usé como base para encontrar mi propio lugar en la historia.

Hay una visualización de esta herencia en el primer verso de una canción que escribí en 2001, poco después del 11 de septiembre, llamada «Age After Age».

Al borde del río, el poderoso Misisipi
Dos niños pasaban sus veranos a las orillas del dique.
Cuando las aguas rompieron y destrozaron la presa,
Fueron tragados por una ola de arena.
Sacaron al más joven de la mano
Porque estaba parado sobre los hombros de su hermano.

(«Age After Age», del álbum Best Laid Plans, 2004)

He venido cantando esta canción durante muchos años, y cuando escribí la letra por primera vez, recordé esta historia, esta imagen heroica de un niño salvando la vida de otro niño. Me ayudó a procesar la inmensa tragedia de ese septiembre.

Pero esta historia sobre los niños volvió a cobrar vida recientemente cuando alguien me escribió un correo electrónico preguntándome si conocía algún detalle histórico de esta historia, o si era solo folclore. Investigué al respecto, pero no pude encontrar información certera para responder a su pregunta. Esta persona no dejó de investigar acerca de la historia y, al cabo de unas semanas, me envió una pila de recortes de periódicos digitales fechados en abril de 1985.

Timothy Murphy y Darren Ellis eran dos de un total de cinco niños que jugaban en unos montículos de arena en St. Louis, cerca del río Misisipi, cuando la arena empapada por la lluvia se movió y, tras un derrumbe, enterró a los niños. Timothy quedó cubierto por la arena, pero levantó a su amigo Darren sobre sus hombros, salvando así su vida.

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En algún lugar, cuando era niña, escuché esta historia y me la tomé muy en serio. Incluso recordaba detalles y descripciones con algunas de las mismas palabras que encontré en los artículos de noticias y que, a su vez, se reflejaban en la letra de las canciones. No fue una investigación deliberada, pero nuestros corazones tienen la capacidad de imprimir una historia, de guardar recuerdos mutuos para una comunidad, y de registrar estos recuerdos para las generaciones venideras.

De la misma manera, los himnos nos conectan con aquellos que nos han precedido, con aquellos sobre cuyos hombros nos levantamos. Desde allí, podemos ver más lejos y con más claridad de la que vemos por nosotros mismos. Jesús nos ha sostenido sobre sus hombros y nos ha resucitado por medio de su propia muerte. Él está con nosotros cuando la arena nos envuelve, y nos alza sobre sus hombros para que podamos respirar. Él nos levanta y escribe su canción de resurrección en nosotros, para que la cantemos siempre que la necesitemos.

Sandra McCracken es cantautora en Nashville. Este artículo está adaptado de su último libro,Send Out Your Light: The Illuminating Power of Scripture and Song (B&H).

Traducción por Sergio Salazar y Livia Giselle Seidel.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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