Como presidente de una institución que lleva la palabra evangélico en su nombre, he tenido muchas oportunidades de reflexionar en el legado mixto que esa palabra conlleva. Si no explica uno lo que uno quiere decir con la palabra evangélico, otros le darán el significado por usted que ellos quieren—y el día de hoy, con gran frecuencia, la tratarán como un sinónimo de “estrecho de mente,” “fundamentalista,” “intolerante,” o aun “una persona que promueve el odio.” La dura verdad es que aquellos que hemos llevado la etiqueta “evangélico” no siempre hemos puesto nuestro mejor pie—o nuesto mejor evangelio— por delante. Puede ser que hayamos mantenido la ortodoxia, pero no necesariamente ha sido una ortodoxia bella o llena de gracia.

¿Qué debemos hacer? Podemos abandonar la palabra completamente y dejarla en las manos de los partidarios más reaccionarios y de mente más estrecha. O podemos retomarla con descripciones frescas de lo que una fe evangélica verdaderamente puede significar y significa. Parafraseando a Charles Dickens un poquito, tenemos un evangelio mucho, mucho mejor, y un Salvador mucho, mucho mejor para ofrecer a este mundo del que nos han escuchado proclamar en algunas ocasiones. Es tiempo de abrigar el llamamiento a ser evangélico valientemente, ampliamente, y hermosamente.

Ser evangélico

La palabra “evangélico” el día de hoy muy frecuentemente se refiere a una expresión del Cristianismo Occidental que ha generado considerable atención y controversia desde la Segunda Guerra Mundial. Pero existe un contexto mayor que debemos mantener en mente. Los reformadores sociales del siglo diecinueve en Norteamérica cuentan en muchas maneras como evangélicos, al igual que los predicadores de los grandes avivamientos (avivamientistas) que les precedieron en el siglo dieciocho. Todos ellos tienen sus raíces en lo que hoy denominamos como el movimiento pietista, una de las respuestas más potentes a la era de la Ilustración—y dimensiones de la misma—tanto en Europa como en Norteamérica.

Los pietistas, hablando en términos generales, eran aquellos creyentes del siglo 17 y 18 que insistieron que la fe requería la conversión del corazón y no meramente el consentimiento de la mente. Afirmaban las prácticas devocionales para alimentar la intimidad con Dios y arraigaban tales prácticas en el Señorío de Cristo Jesús y la autoridad de las Sagradas Escrituras. Y ellos persistían activamente en compartir el evangelio en palabra y hecho. El historiador David Bebbington ha identificado estos énfasis singulares como conversionismo (un énfasis en la conversión personal como la marca del verdadero Cristiano), biblisismo (la Biblia es la única autoridad para la fe y la vida), crucicentrismo (la cruz como algo central al entendimiento que uno tiene de la fe), y activismo (un evangelio que se expresa tanto en fe como en obras). Estos cuatro descriptores resuenan bien con nuestra propia experiencia sobre el movimiento evangélico, en su entendimiento a través del tiempo y el lugar. Los primeros evangélicos aparecieron bajo una variedad de nombres, pero lo mismo sucede con muchos Cristianos contemporáneos que comparten con ellos los mismos énfasis y prioridades.

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Cuando nos auto denominamos “evangélicos,” podemos hacerlo respaldados por la riqueza de esta historia más amplia. Y al mismo tiempo debemos definirnos claramente para prevenir que otros lo hagan en maneras que nosotros no preferiríamos. Digo esto no meramente como el líder de una institución que busca establecer una mayor visibilidad y una imagen o marca mucho más clara en el mercado, sino también como alguien que orgullosamente se auto denomina un evangélico. Deseo con toda la pasión de mi corazón que las buenas nuevas de Cristo Jesús sean proclamadas con gracia y que se vivan con esperanza en este mundo quebrantado y complejo. Y eso nos lleva a tres ideas cruciales que representan lo mejor de nuestra herencia evangélica: ser valiente, ser amplio, y ser bello.

Ser valiente

La última novela de David Foster Wallace, The Pale King [El rey pálido], salió a la venta en el 2011. El set de la novela es una oficina del IRS en Peoria, Illinois, un ambiente de aburrimiento alucinante y de una burocracia que suerbe la vida, lo cual era precisamente el punto que Wallace quería hacer: que todo lo que nos queda es el aburrimiento. Como lo dijera uno de los críticos, nos encontramos “abandonados dentro de nuestros propios cráneos” y el propósito de la ficción es “agravar este sentido de haber caído en la trampa.” Si eso suena terriblemente depresivo, bueno, esa es la intención. El libro es una novela que no se terminó; Wallace se suicidó antes de escribir el final de la historia. Sin embargo, se sigue elogiando a Wallace como a uno de los escritores más importantes Norteamericanos de esta generación, precisamente por su habilidad para representar y hasta burlarse de la trivialidad y la falta de significado de la existencia. Aunque en una manera extrema, su biografia y su obra nos recuerdan dolorosa y emotivamente del estado quebrantado de este mundo, y el por qué la proclamación de las buenas nuevas es algo que se necesita mucho.

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Pero cualquier valentía sobre la fe se enfrentará a este reto: “el lenguaje sobre Dios” se ve como algo sospechoso, hasta aterrador, para nuestros prójimos. ¿Acaso los terroristas que han derramado tanta sangre y hecho tanto daño no se encuentran bañados de devoción hacia su Dios?” Y, si vamos a ser completamente honestos, ¿No es cierto que la historia de nuestra propia fe también está demasiado llena de fanáticos que, cautivamos por visiones de gloria personal y divina, han pisoteado la libertad de otros en sus intentos por imponer la teocracia (una unión de la iglesia y el estado) o hegemonía (una cultura en la que nuestra fe predomina)? Uno de los retos principales de la apologética (la defensa de la fe) para esta generación es que hemos perdido en gran medida “la ventaja moral.” Ya no podemos afirmar con Dostoevsky que “si Dios no existe, todo es permitido;” en lugar de eso, ahora debemos responder al temor verdadero de nuestros prójimos que, porque nosotros verdaderamente creemos que Dios existe, estaríamos dispuesto a usar cualquier medida para imponerles a ellos nuestro Dios.

Afortunadamente, entre esos dos extremos existe otra opción: el maravilloso poder del evangelio de Cristo Jesús vivido por creyentes ordinarios en la vida real. Rechazamos los dos mensajes, tanto el mensaje de aburrimiento nihilístico como el grito para una teocracia empapada de sangre. Los evangélicos se han definido a sí mismos desde el principio por resistir ambas tentaciones. Al contrario, hemos ofrecido lo que nosotros mismos hemos experimentado: un encuentro con los misterios del reino de Dios en las realidades del diario vivir, un amor que nos invita con dulce perisistencia y pasión al arrepentimiento y a la transformación, y al gozo inefable de un acompañamiento íntimo con el Salvador de nuestras almas. Eso fue lo que quiso decir Iraneo en el segundo siglo cuando dijo que “la gloria de Dios es un ser humano completamente vivo.”

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A causa de dicha experiencia, nuestro evangelio es inherentemente Cristológico. Nuestra proclamación principal es que Jesús es Señor de todos y el Amor divino de nuestras almas. Como la mujer samaritana, corremos emocionados a casa de nuestros vecinos, aun a aquellos (o ¡especialmente a aquellos!) que nos han marginado, y gozosamente los invitamos, “vengan a ver a un hombre que sabe todo de mí. . . y aun así me ama.” El misiólogo Alan Hirsch ve en el “genio apostólico” de la iglesia primitiva la semilla para la renovación de la Iglesia en el Occidente. “Es Cristología,” escribe, “lo que se halla en el corazón del renacimiento de la iglesia de todos los tiempo y de todas las edades.” Los evangélicos alegremente concuerdan. Por lo tanto confesamos valientemente que Jesús es Señor, no en la manera que lo hacen aquellos que “poseen verdad” sino en la manera de aquellos que han tenido un encuentro con una persona y quienes viven en intimidad con Él.

Ser amplio

Confesamos valientemente. Y amamos ampliamente. Para impedir que alguien se preocupe sobre lo que quiero decir cuando uso la palabra “ampliamente,” aclaro desde el principio que es con la intención de describir la palabra “evangélico.” En una manera específica, si hemos tenido un encuentro con Jesús como Señor, entonces nos vamos a encontrar sirviendo, aprendiendo, y viviendo al lado de otros que han hecho la misma confesión y tienen el mismo amor, no importa a que otros distintivos, insignificantes o particulares, nos aferremos. Es por esta razón, sospecho yo, que ha habido un desmoronamiento de la identidad denominacional a lo largo de la cultura Norteamericana en la última generación.

Este abrazo amplio es el mensaje central de 1 de Corintios 13. En los primeros versículos, cuando el apóstol Pablo habla sobre las lenguas humanas y angelicales, de misterios y conocimiento, de entregar nuestros cuerpos para ser quemados, y otras imágenes nada familiares, él está identificando lo que los creyentes en Corinto consideraban como los aspectos más importantes de su fe. Podemos caracterizarlos como “saber,” “creer,” y “hacer.” Pablo argumenta apasionadamente que, aunque tales actividades son de lo más importante, “amar” las supera y es el fundamento de ellas. Cualquier otra cosa que permanezca o perdure, cualquier otra cosa que consideremos esencial al evangelio del reino, el mayor de todos es el amor.

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El amor nos permite abrazar a una hermana quien está en desacuerdo con nosotros en un punto menor de doctrina y aun en lo que nosotros consideraríamos un punto mayor. En otras palabras, ¿Es posible que nosotros digamos, “no estoy de acuerdo con usted” sin tener que decir también, “no puedo adorar a su lado?” El amor sugiere que ciertamente es posible. El amor nos permite ver al hermano en las tierras extranjeras no solo como alguien a quien hay que hacerle cosas sino más bien como alguien de quien podemos aprender sabiduría. En otras palabras, ¿Podemos decir, “puedo ver que usted y yo somos diferentes” sin sentir la necesidad de decir, “usted tiene que llegar a ser como yo”? El amor se deleita en tener el poder para decir lo correcto. El amor nos permite ver más allá de las etiquetas y ver al “otro” y a reconocer en ellos a personas muy parecidas a lo que nosotros mismos somos. En otras palabras, ¿Podemos decir, “usted y yo somos de tribus diferentes” mientras que al mismo tiempo celebramos que la gente de todas las tribus se unirán un día ante el trono de Dios? El amor admite que podemos hacerlo.

El amor, si lo permitimos, ocupa “el espacio que hay entre nosotros.” Cosas maravillosas ocurren en tales encuentros amorosos. Miroslav Volf, uno de los teólogos Cristianos más provocativos y de mayor alcance de nuestra generación, un teólogo que ha sido informado profundamente por su propia experiencia de crecer durante la era de limpieza étnica y de gerrilla entre las tribus de los países de la península de los Balcanes, ha observado que a aquellos a quienes excluimos y a quienes abrazamos revela mucho de nuestro entendimiento sobre la cruz, y sobre la naturaleza de Dios. Y Martin Buber, un filósofo judío de mediados del siglo veinte sugiere que cuando “yo” considere al otro como “tú” en lugar de “ello”—un sujeto en lugar de un objeto—honro la humanidad de la otra persona y al mismo tiempo me vuelvo más humano yo mismo. La manera en que nos encontramos, la manera en que compartimos los espacios juntos, no solo revela mucho sobre lo que nosotros verdaderamente creemos sino que también tiene un gran potencial para sanarnos.

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No estoy sugiriendo que nuestras diferencias no importan. Tampoco estoy sugiriendo que todas las creencias, las prácticas, o entendimientos tienen la misma validez. No la tienen. Hay verdad y hay falsedad, y todo tipo de matices entre estos dos puntos. Pero no podemos proclamar con credibilidad un evangelio de amor y gracia si no somos un pueblo de amor y gracia. No podemos atrevernos a ofrecer un Dios de reconciliación y paz si nosotros persistentemente nos negamos a ser agentes de reconciliación y hacedores de paz. Mis propias creencias lo más probable no se alinean perfectamente con la verdad como la entiende Dios. Pero Él me ama a pesar de eso, y continuamente me invita a una verdad más profunda. Y Él me pide que les ofrezca la misma gracia a los demás.

Ser hermoso

Un evangelio cuya raíz es el amor, es bello. Y aquellos que lo proclaman son bellos también. Hasta sus pies son bellos, según nos dice el profeta Isaías: “¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que anuncia la paz, del que trae nuevas del bien, del que publica salvación!” (Isaías 52:7).

Vivimos en un mundo tan cansado de la violencia y discordia, tan endurecido contra la retórica y el mercadeo, y tan adormilado por nuestra larga noche oscura que nos vemos tentados a concluir que no queda nada sino el aburrimiento y las tonterías.

Pero si logramos enderezar el barco, este puede ser nuestro mejor momento como iglesia. Eso puede suceder solo si resistimos a los fariseos contemporáneos quienes perpetuamente buscan pervertir el evangelio de la libertad en un legalismo mentalmente adormeciente y si rechazamos las súplicas constantes de los acomodacionistas a invertir en la idolatría de “lo más grande, lo mejor, y lo más rápido” de la cultura norteamericana del consumidor. Necesitamos un evangelio que abraza el sufrimiento, no como juicio o castigo, sino como solidaridad con los perseguidos, los marginados, y los oprimidos del mundo. Necesitamos un evangelio que se planta sin temor frente a ambos, los perseguidores y los perseguidos y ofrece gracia a todos.

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Luchamos, y así debe ser, con la realidad del mal en el mundo moderno. Nuestros bisabuelos esperaban que el siglo veinte fuese un “siglo Cristiano,” una época de oro de progreso científico y libertad humana. En lugar de eso, se volvió el siglo más sangriento de la historia humana. Algunas de esas naciones que lideraron ese derramamiento de sangre fueron naciones que habían estado profundamente empapadas en el evangelio. Algo se había ido por un rumbo terriblemente, terriblemente equivocado y nunca podremos volver a ser hermosos otra vez hasta que no entendamos profundamente cómo este evangelio del reino ha sido torcido y abusado tan frecuente y atrozmente.Tal entendimiento profundo puede, sin embargo, causar que nos arrepintamos de las pretensiones de poder y de las tentaciones sobre triunfalismo, y volvernos otra vez, como defiende el teólogo Douglas Hall, a una teología cruciforme, formada completamente por la cruz de Cristo.

En el 2009 visité Terrazin, un campo de concentración Nazi en lo que es ahora la República Checa. Sentí el dolor del lugar agudamente. Era opresivamente pesado y profundamente trágico. Nuestro grupo del tour fue llevado por las diferentes celdas y pasillos, y luego entró en un patio donde los pelotones de fusilamiento hacían su sucia tarea. Los hoyos de balas deformaban visiblemente la pared de piedra detrás del punto donde las víctimas se paraban, y las plataformas donde se arrodillaban los tiradores para apuntar— ¿de qué manera puedo explicar el horror de esto?—tenían la forma de cruces. Se sentía como la caldera del infierno en ese patio. Y cuando los demás siguieron adelante, me quedé allí, sin poder contener mis lágrimas, y clamé a mi Amado, “¿Dios mío, cómo pudo algo así ser posible? ¿Dónde estabas tú?” Y luego escuché Su voz, alrededor mío, y dentro de mí, una voz tan entristecida como la mía. “Yo estaba aquí mismo, Tony. Todo el tiempo. No hay ninguna diferencia entre un pelotón de fusilamiento y una cruz.”

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Y entonces pude entender, al menos un poquito. Mientras esperamos el cumplimiento del reino en este mundo, mientras añoramos por la completa redención de nuestras almas y nuestros cuerpos, Jesús ha venido y se ha parado a nuestro lado acompañándonos en nuestro sufrimiento y dolor, en nuestros interrogantes y confusión. Él viene entre nosotros, no solo ofreciendo palabras reconfortantes sino para absorber en su propio cuerpo la violencia y la maldad de este mundo horriblemente quebrantado. Cuando medito ahora sobre la expiación, lo que más atesoro no es que Cristo haya satisfecho la ira de Dios sino su disposición para tomar sobre sí mismo la ira de la humanidad—Toda la ira de nuestra rebelión contra el buen gobierno de nuestro Creador. Esto es lo que el amor le costó.

Esto es lo que reconocieron los santos que vinieron antes que nosotros, y como historiador de la iglesia, sus voces todavía resuenan en mi oído. Agustín, Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, Juliana de Norwich, John Wesley, y otros entendieron que Dios es amor, y que tales palabras reflejan una entrega profunda y dolorosa. Su hermoso amor impregna un mundo quebrantado de tal manera que somos lentamente, algunas veces imperceptiblemente, conformados a su hermosa imagen: “O Hermosura, tan antigua y tan nueva…” Hay algo perpetuamente nuevo en la hermosa presencia de Dios en este mundo y nada, ni el terror de fanáticos religiosos ni la noche oscura de nuestra cultura, nos pueden separar de su amor. Nosotros hasta nos acercamos al futuro con lo que Jürgen Moltmann describe como una “escatología de esperanza,” porque sabemos que la hermosura y la bondad de Dios eventualmente prevalecerán contra todos los intentos por erradicarlas o nulificarlas.

La gente se siente atraída a la hermosura. La buscamos. Restaura nuestras almas. Es por esta razón que creo que alguna de la mejor teología de las generaciones pasadas y quizás de este siglo por venir la están haciendo los dramaturgos, los poetas, los novelistas, y los artistas visuales. ¿Quién sabe mejor cómo emular a nuestro creador al hacer hermosura de materia sin forma, o cómo encontrar trascendencia en medio del sufrimiento? Cuando leí a Shusako Endo, un novelista Cristiano japonés quien cuidadosamente pondera el aparente silencio de Dios frente al mal, o Marilynne Robinson, cuyas recientes novelas son más profundamente teológicas que cualquier otra cosa con la que me haya encontrado en una conferencia académica, yo sé que Dios se está dando a conocer a sí mismo en lugares que van más allá del ámbito académico o aun la iglesia. Las bellas artes son al menos tan poderosas como el sermón en proclamar las buenas nuevas a esta generación.

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Tener confianza

Nuestra postura en el mundo es una postura de confianza humilde pero valiente, no arraigada en nuestras propias habilidades, sean lo que sean, sino en la gracia de Dios, quien amorosamente nos ha llamado, preparado, y sostenido—a usted y a mí—para la buena obra que él tiene para nosotros en su reino. Esta confianza que es alimentada al darnos cuenta que dicha gracia ha estado maravillosamente presente en aquellos que vinieron antes que nosotros, bajo cuya buena obra nosotros el día de hoy meramente agregamos otra capa.

En algunas ocasiones, en la gracia de Dios, él nos ha concedido ver lo que pudiera ser. Veo el deleite de Dios en su pueblo. Veo su gran deseo de que todos nosotros podamos estar más completamente vivos en este mundo. Veo indicios y promesas de lo que nosotros todavía podemos llegar a ser en los meses y los años venideros. Veo focos dinámicos, dadores de vida, llenos de gracia del pueblo de Dios, activa e intencionalmente viviendo en este mundo el amor redentor y transformador de Dios, esperando, con una anticipación llena de esperanza, más de lo que podemos pedir o imaginar. Y aun más que eso, lo veo a Él. Cuando todas las demás cosas que veo se van desapareciendo en la oscuridad, cuando toda otra hermosura se vuelve ordinaria en comparación, Él resplandece. Él es el gozo de nuestros corazones quebrantados, la letra de toda melodía que nosotros componemos, la hermosura que siempre es algo nuevo. Él es nuestra visión valiente, amplia, y hermosa. Seamos nosotros la de Él.

Anthony L. Blair es presidente y decano de la facultad del Evangelical Seminary en Myerstown, Pennsylvania.

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