Durante una conversación muy pasada la noche hace algunos años, mi esposo y yo nos dimos cuenta que en cualquier momento que nos comprometemos a alguna labor para el reino, parece ser que nos llega un golpe. Los días inmediatamente antes de un ministerio en particular están llenos de mini desastres. Los niños se enferman. El carro se descompone. El calentador del agua deja de trabajar. El insomnio de Jon se dispara. Nuestro presupuesto se ve afectado por un gasto inesperado. Mis dolores de estómago empiezan. Y todos los miembros de nuestra red de apoyo simultáneamente se encuentran fuera de la ciudad. En algunas ocasiones los desastres no son tan diminutos, y el dolor se amplifica.

Muchos de nuestros amigos describen este tipo de bombardeo como un ataque espiritual. Si es así, nos preguntábamos en voz alta esa noche, ¿Cuál es exactamente la finalidad del ataque? ¿Está el Malvado tratando de impedirnos que terminemos el ministerio que tenemos a la mano? Eso raramente funciona. ¿Quiere distraernos, para que no lo hagamos bien, o para que no permanezcamos en el Señor mientras lo hacemos? ¿O es la finalidad desanimarnos para que no digamos “si” a nada parecido nunca más?

Esa noche llegamos a la conclusión que si esta es la táctica de Satanás, que puede ser que sí funcione.

Existen muchas razones por las cuales el trabajo del reino con frecuencia se encuentra rodeado de dificultades personales. Pero esa semana el Señor hizo resaltar una razón en particular, y era la que yo más necesitaba ver.

Poco después de nuestra conversación de aquella noche, yo estaba leyendo 2 de Corintios 12. Parecía ser que el Señor me había enviado ese pasaje como por paloma mensajera. En este pasaje, Pablo describe no el propósito del Enemigo, sino el del Señor al permitir que las dificultades envuelvan el servicio del reino. Pablo descubre que Dios está permitiendo sus problemas con el fin de “impedir que me sintiera orgulloso” (v.7). Aunque el misterioso “aguijón” en la carne de Pablo puede ser la obra del Enemigo (Pablo lo llama un “mensajero de Satanás”), Dios le dio otro propósito. Dios lo está usando para sus fines, es decir para rescatar a Pablo de la arrogancia. Frecuentemente mi agotamiento en el ministerio ha tenido el mismo efecto que llena de humildad.

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Pero las dificultades de Pablo tenían un doble propósito. No solo estaba Dios usándolas para obrar en Pablo, las está usando para obrar a través de Pablo. Jesús le dice: “basta con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad.” (v. 9). Las dificultades de Pablo preparan el camino para que opere el poder de Dios, perfectamente, a través de su vida.

Así que, nuestros problemas personales pueden lograr dos cosas. Los problemas empequeñecen nuestro orgullo, y los problemas permiten que Dios presuma su fortaleza. En ambos casos, eso hace a un lado cualquier noción que podamos tener que servir a Dios tiene todo que ver con nosotros.

Por cierto, Pablo no fue el primero en descubrir estas verdades. El Antiguo Testamento está lleno de gente que vio a Dios obrar poderosamente en sus debilidades: Abraham el que no podía tener hijo, José el que fue traficado, Moisés el tartamudo, David el niño pastor—y la lista sigue.

Pero mi favorito es Gedeón el debilucho. Me identifico con su clara incredulidad frente a lo que Dios le pide que haga. Su historia, que aparece en Jueces capítulos 6-8, es quizás la ayuda visual más clara que demuestra la fortaleza de Dios en nuestras debilidades. El Nuevo Testamento habla de Gedeón como uno de aquellos cuya “debilidad se convirtió en fortaleza” (Hebreos 11:32-34). En su historia, veo ambos papeles de la debilidad en juego: la debilidad crea espacio para el poder de Dios, y la debilidad frena nuestra arrogancia.

Nuestra debilidad: el escenario de Dios

De la misma manera que Pablo describe sus dificultades como un aguijón en la carne, Gedeón también vivía en medio de israelitas que sufrían lo que el Antiguo Testamento denomina como espinas en los costados (Jueces 33:55; Jueces 2:3). La espina de ellos era acoso de los cananeos. Cuando nos encontramos con Gedeón, su pueblo se encuentra desesperado después de siete años de saqueo de sus cosechas por parte de los cananeos.

La historia de Gedeón empieza en un lagar donde estaba trillando trigo para esconderlo del enemigo. El ángel del Señor se le aparece y le dice, “¡Guerrero valiente, el Señor está contigo! ¿De verdad? Este “guerrero valiente” en particular se está escondiendo—no exactamente un acto valiente. La respuesta de Gedeón es sorprendentemente franca: “Ah Señor mío, si Jehová está con nosotros, ¿por qué nos ha sobrevenido todo esto?” (Jueces 6:13, cursiva del autor). Con frecuencia esta es nuestra primera pregunta también. ¿Cómo pueden la presencia de Dios y mis dificultades ocupar el mismo espacio?

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Gedeón lucha por reconciliar las acciones de Dios en el pasado con su aparente silencio en el presente: “¿Y dónde están todos los milagros que nos contaron nuestros antepasados? ¿Acaso no dijeron: “El Señor nos sacó de Egipto”? Pero ahora el Señor nos ha abandonado y nos entregó en manos de los madianitas” (v. 13). En esta parte de la historia, descubrimos que Gedeón está hablando con Dios: “Y mirándole Jehová, le dijo: ‘Ve con esta tu fuerza, y salvarás a Israel de la mano de los madianitas. ¿No te envío yo?’” (v. 14).

La pregunta del Señor—“¿No te envío yo?”—hace eco a la pregunta que Gedeón le acaba de hacer: “¿Acaso no dijeron: “El Señor nos sacó de Egipto”? Ambas preguntas empiezan con la misma palabra hebrea, halo’. Es una palabra que se usa para introducir una pregunta cuando el interlocutor asume que la respuesta va a ser “sí.” Así que esencialmente lo que Gedeón dice cuando pregunta “¿acaso no nos sacó el Señor de Egipto”? ¡Sí, sí lo hizo! Y el Señor contesta, “¿No soy yo quien te envía?” La respuesta es muy obvia. ¡Sí, soy yo! Estoy interviniendo. No te he abandonado.

Pero Gedeón no está convencido. Le contesta, “Ah, señor mío, ¿con qué salvaré yo a Israel? He aquí que mi familia es pobre en Manasés, y yo el menor en la casa de mi padre.” La pregunta de Gedeón es una respuesta directa a la comisión del Señor: “Ve con esta tu fuerza, y salvarás a Israel.” Dios le dice que vaya en su fuerza y Gedeón le responde, “¿con qué?” En otras palabras, “¿Con qué fuerza? Soy el hombre más débil en el clan más débil. ¿De qué fuerza exactamente estás hablando?”

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El señor simplemente le contesta, “Ciertamente yo estaré contigo, y derrotarás a los madianitas como a un solo hombre.” (v. 16). En otras palabras, el Señor dice: No te midas a ti mismo, Gedeón. Mídeme a mí. Toma lo que sea que tengas, marcha con la poca fuerza que tengas, y preséntate al campo de batalla. Yo estaré allí.

Gedeón sigue navegando su incertidumbre sobre las instrucciones de Dios. Decide obedecer a Dios y destruir los altares a Baal, pero lo hace en medio de la noche, para que nadie sepa que fue él. Luego pronuncia su famosa oración del “vellón” para asegurarse por segunda y tercera vez que Dios hará lo que ha prometido. Pero al final, Gedeón obedece. Reúne un ejército y se prepara para luchar contra los medianitas. Dios usa el candidato que menos se hubiera esperado—el más débil de los débiles—para lograr el rescate de su pueblo.

La primera parte de la historia de Gedeón nos enseña a mirar con cautela nuestra inseguridad. Aprendemos a desconfiar de la voz que nos dice que somos insuficientes para la tarea que Dios nos ha dado. Cuando sentimos que no tenemos ninguna fuerza, cuando estamos convencidos de que no tenemos nada más que dar, recordamos que vale la pena simplemente schlep (usando un buen término prestado yiddish que significa ir de acá para allá) a ir a donde sea que Dios nos está enviando. Sí Él está con nosotros, eso será fuerza suficiente. Si empezamos a medirnos a nosotros mismos, el peligro es que no nos moveremos, no nos arriesgaremos, o no iremos. Haremos un cálculo, y llegaremos a la conclusión que la tarea es demasiado grande, y nos quedaremos en casa. Gedeón nos recuerda en lugar de hacer eso, que midamos a Dios. Si Él está con nosotros, no importa cuán poca fuerza tengamos cuando salgamos.

Me recuerdo de una noche en que mi esposo y yo íbamos en camino a una cena con una pareja que habíamos conocido a través de Craiglist. Aunque los encontramos de personalidades algo dificultosas, parecían tener hambre espiritual, y queríamos presentarles la Palabra de Dios. Pero acabábamos de salir de una de muchas estadías en el hospital con nuestro hijo recién nacido y estábamos totalmente exhaustos.

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En el carro, nos recordamos el uno al otro que nuestros cuerpos son el templo del Espíritu Santo. Si no podíamos hacer nada más que arrastrar esos templos al lugar de necesidad, el simple hecho de hacer eso le daría la oportunidad a Dios de hacer algo poderoso a través nuestro si así él lo quería. Si hubiéramos medido nuestros recursos esa noche, nos hubiéramos quedado en casa.

Nuestra debilidad: Mata orgullo

Mientras que Gedeón estaba muy consciente de su propia debilidad, Israel no era tan humilde. La siguiente parte de la historia de Gedeón nos muestra cómo Dios usó la disminución para empequeñecer el orgullo. Gedeón recluta un ejército de 32,000. Mientras tanto se nos dice, “Y los madianitas, los amalecitas y los hijos del oriente estaban tendidos en el valle como langostas en multitud, y sus camellos eran innumerables como la arena que está a la ribera del mar en multitud” (Jueces 7:12).

Pero el Señor le dice a Gedeón, “El pueblo que está contigo es mucho para que yo entregue a los madianitas en su mano, no sea que se alabe Israel contra mí, diciendo: Mi mano me ha salvado.” ¿Gedeón tiene demasiada gente? ¡No puedes ni contar los camellos del lado enemigo! Pero Gedeón escucha al Señor y aplica dos pruebas tornasol sucesivas a sus soldados. En dos olas, envía a 31,000—más del 90 por ciento—de ellos a casa.

¿Por qué razón está Dios reduciendo dramáticamente los recursos de Gedeón en víspera a la lucha? ¿Por qué está separando las fuerzas de Israel? Para que Israel no presuma. O, en las palabras de Pablo, para impedirles que se vuelvan orgullosos. De esta manera, cuando Gedeón se enfrente a los camellos que son como la arena del mar con solo 300 hombres, no habrá duda la fortaleza de quien está en exhibición.

Y vaya exhibición que se deja ver. Esta pequeña banda de guerreros israelitas llega al margen del campamento de los madianitas, suena sus trompetas, descubre sus antorchas, grita, y luego simplemente observa mientras los soldados medianitas se atacan entre sí y empiezan a huir. Esta victoria, “el día de los madianitas” se convierte en el ejemplo singular de la habilidad de Dios para vencer cuando su pueblo está en desparejo y los rescata (Sa. 83:9; Is. 9:4; 10:26).

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Si la conversación de Gedeón con el ángel nos enseña a dudar de nuestras propias inseguridades, la reducción de su ejército nos enseña a tener cuidado con nuestro orgullo. Exceso de confianza parece ser un asunto muy importante para Dios. Algo que se debe evitar a todo costo. Pone en serio peligro nuestras almas. Observe todo lo que Dios está dispuesto a hacer para ayudar a su pueblo a evitarlo. Se reduce el ejército de Gedeón. Se permite que el “aguijón” de Pablo persista. Dios permite retos dramáticos en nuestras vidas, una reducción significativa de nuestros recursos, para así salvarnos de la arrogancia.

Esto es bondad. Nuestra arrogancia y el espíritu crítico que le acompaña estorban la obra de Dios en nosotros y a través de nosotros. El orgullo es pecado, y nos puede matar. Cuando enfrentamos temporadas de cansancio, debilidad, ola tras ola de desgaste, podemos asumir que Dios está obrando. En las palabras de un letrero que vi recientemente frente a una iglesia: “Cuando te has desgastado hasta llegar a nada, Dios está por hacer algo.”

El orgullo de la inseguridad

Al ver la historia de Gedeón, descubrimos que tanto la inseguridad como la arrogancia son dos formas del orgullo en el sentido de que las dos exhiben el pecado de pensar que todo tiene que ver con nosotros (que somos el centro del drama). La inseguridad dice, “todo tiene que ver conmigo, y porque soy débil, voy a perder la batalla del día.” La arrogancia dice, “Todo tiene que ver conmigo, y porque soy fuerte, voy a ganar la batalla del día.” Pero la humildad dice, “No tiene nada que ver conmigo en lo más mínimo; mi única esperanza es que Dios es fuerte.” La fortaleza de Dios es todo lo que importa. Y él nos ha dicho, al igual que a Gedeón: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días” (Mat. 28:20). Tenemos mayor razón para creerle, porque hemos visto “a Dios con nosotros,” Emanuel, que vino en forma de hombre. Jesús nos ha mostrado en su mejor manera como se deja ver el poder de Dios en nuestra debilidad. No hay mejor ayuda visual que la debilidad y el poder de la cruz.

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En los últimos años, la experiencia de que todo parece estarse derrumbando alrededor de nuestro ministerio solamente se ha acelerado en mi vida. Con el bolsillo lleno de títulos de universidades prestigiosas del Ivy League y con el deseo de servir a la iglesia, he pasado la mayor parte de la última década navegando como padre de un hijo con necesidades especiales, luchando contra un enfermedad de mi sistema de autoinmunidad, y viviendo con un presupuesto muy limitado en medio del llamado de mi esposo a ir al seminario y a plantar nuevas iglesias. Muchas de mis horas las paso haciendo cosas que nunca fueron parte del plan, cosas que pueden (en mis peores días) parecer como una pérdida de tiempo. Me identifico con Gedeón, viendo como los recursos con los que contaba se van disipando frente a mis ojos. Con frecuencia me siento como que estoy parada frente a un valle mirando fijamente una playa llena de camellos y yo con solo 300 soldados de infantería a mi disposición.

Aunque siento pesar por las pérdidas inherentes en estas dificultades, también veo cómo Dios les puede estar dando un nuevo propósito para mi bien. La debilidad está haciendo su doble trabajo en mí. El Señor está limando las asperezas de la arrogancia que amenaza mi vida. Y lo he visto mostrar su poder en medio de mi agotamiento. Parafraseando a Pablo, estoy aprendiendo a estar bien operando en una capacidad disminuida, a operar con limitaciones serias, porque cuando estoy en mi lugar más bajo, la obra de Dios a través de mí está a su mayor rendimiento. Mi debilidad le da a Dios la oportunidad de hacer acto de presencia y de presumir.

Sarah Lebhar Hall es profesora adjunta de estudios bíblicos en Gordon-Conwell Theological Seminary y Trinity School for Ministry.

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