Incluso antes de que el presidente Obama anunciara su orden ejecutiva de este otoño para integrar unos 5 millones de inmigrantes ilegales a nuestra vida política, los ataques de “¡Amnistía” sonaron alto y claro.

Al igual que “El caso en contra de la Amnistía de Obama,” que el senador John Cornyn argumentó por la prensa en el National Review días antes. Después, los ataques sonaron todavía con mayor fuerza: “El Congreso no ha aprobado una ley de inmigración,” anunció la Fundación Heritage, “pero eso no ha impedido al presidente Obama emitir directivas que otorgan amnistía a los inmigrantes ilegales.”

La palabra ha sido tan tóxica que, grupos pro-reforma como la Mesa Evangélica de Inmigración (una coalición cristiana que incluye Visión Mundial, la Asociación Nacional de Evangélicos, y el Consejo de Colegios y Universidades Cristianas) evitan el término como al virus del Ébola. Incluso el presidente se distanció de esta terminología, diciendo que el dar status legal y permisos de trabajo a cerca de 5 millones de inmigrantes “ciertamente no es amnistía, no importa cuántas veces los críticos lo digan.”

¿Por qué muchos de nosotros estamos asustados de la amnistía—que se define como “un perdón general para los delitos, especialmente los delitos políticos, contra un gobierno”—para los inmigrantes ilegales?

Los opositores de la reciente orden de Obama lamentan una falta de respeto al “estado de derecho.” Como lo expresó el Secretario de Estado de Kansas—un fiel bautista y ferviente opositor de la reforma migratoria—“Yo creo en las reglas y la equidad . . . . Nosotros podemos argumentar sobre esto de un millón de formas, pero en realidad, ¿qué más hay que decir?” El argumento sigue: si nosotros perdonamos a los inmigrantes ilegales, la ley y el orden se deterioraran, y millones de inmigrantes más cruzarán nuestras fronteras, obstaculizando nuestra economía.

Otros cristianos se preocupan por la tiranía. Marcos Tooley, presidente del Instituto sobre Religión y Democracia, se refirió a otro líder evangélico, diciendo, “el presidente del Seminario Teológico Bautista del Sur, Albert Mohler, ha criticado la orden ejecutiva de Amnistia del presidente Obama para millones de inmigrantes ilegales como un ‘peligro para la separación de poderes’ lo cual ‘debe ser inconstitucional.’” El argumento de Tooley concluye: Si el Presidente se sale con la suya en esto, ya no tendremos el estado de derecho, sino el estado de un solo hombre.

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La Amnistía ha sido concedida pocas veces en la historia norteamericana—con resultados más benignos de lo que algunos podrían imaginar. La primera amnistía fue otorgada por el presidente George Washington, en 1795, a los participantes en la Rebelión del Whisky a cambio de sus firmas en un juramento de lealtad a los Estados Unidos. Tres años después de la Guerra Civil, el presidente Andrew Johnson proclamó una amnistía incondicional a todos los confederados.

Del mismo modo, en 1977, el presidente Jimmy Carter emitió una amplia amnistía a los que se habían negado a servir en las fuerzas armadas durante la guerra en Vietnam. Carter argumentó que sus crímenes fueron perdonados. Este hecho puso en claro la finalidad de una amnistía: no borrar un acto criminal o consentirlo, sino simplemente facilitar la reconciliación política.

Aquí está el punto clave: los opositores de estos indultos ejecutivos pasados defendieron vigorosamente sus argumentos en contra de ellos, pero en ninguno de los casos condujeron dichos edictos al caos jurídico (a más rebelión o a más evasión al servicio militar)—o a la tiranía.

Si era políticamente conveniente o efectivo para el presidente Obama emitir su última orden ejecutiva; si se debe esperar algo (y cuánto) de los inmigrantes ilegales en el camino a la ciudadanía; cómo controlar las fronteras y dónde—todas estas cuestiones políticas detalladas las tienen que trabajar cuidadosamente los legisladores y los ciudadanos interesados. Pero una cosa de la que no debemos huir—los cristianos especialmente—es de cualquier acción a la que se le acusa de ofrecer “amnistía.”

¿Cómo podemos nosotros, mejor que nadie, insistir en algo tan inflexible como “el estado de derecho” cuando, de hecho, cargamos con la cupla todos los días de quebrantar las leyes más justas e inflexibles? ¿Cómo podemos nosotros, mejor que nadie, oponernos a la reconciliación de los inmigrantes ilegales con nuestro orden político y social cuando, ilegales ante Dios nosotros mismos, se nos ha concedido la amnistía del pecado en un acto gratuito de Gracia—sin condiciones? ¿Cómo podemos nosotros, mejor que nadie, rechazar una opción preferencial por la amnistía, siendo que “[Dios] nos perdonó todos nuestros pecados, habiendo cancelado la carga de nuestra deuda legal, que había contra nosotros, y no nos condenó; él la ha quitado, clavándola en la cruz “ (Colosenses 2: 13-14)?

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Para que quede claro: no se puede traducir una rica verdad teológica—no importa cuán espléndida sea—y aplicarla directamente de tal manera que se convierta en una politica pública. Vivimos en un mundo caído, y sí, es cierto que necesitamos la ley y el orden para que la sociedad funcione. Pero toda sociedad necesita más que la ley y el orden. Cualquier sociedad que deveras valga la pena necesita practicar la misericordia. Porque al final, la ley básica del universo es la misericordia.

Nosotros, mejor que nadie, debemos saber esto.

Marcos Galli es editor de la revista Christianity Today.

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