Algo ha sucedido en los últimos 25 años en el evangelicalismo estadounidense y, en mi opinión, se trata de un cambio generacional masivo. Me gustaría hacer un boceto del cambio que veo y preguntarte si tú también lo ves.

Pero primero, permíteme preparar el escenario. Tengo en mente las tradiciones protestantes de iglesias bajas o poco ritualistas en los Estados Unidos: iglesias centradas en la Biblia, la evangelización y la fe personal en Jesús; a menudo, pero no necesariamente, no denominacionales, con un énfasis de moderado a mínimo en los sacramentos, la liturgia y la autoridad eclesiástica; marcadas por un estilo revivalista, así como por creencias conservadoras sobre el sexo, el matrimonio y otras cuestiones sociales. Históricamente, estas congregaciones eran predominantemente blancas y de clase media a baja, aunque no tan uniformemente como a menudo se imagina. Muchas se fundaron durante las últimas tres décadas y por lo general ofrecen sermones largos, adoración contemporánea, la Santa Cena o comunión una vez al mes y muchas luces.

Estas son las iglesias en las que he notado lo que yo llamaría una especie de relajación. Este cambio es en gran medida involuntario, o al menos no planificado. No es consistente ni ideológico; no es un programa o plataforma; ni siquiera es conservador o liberal per se (y mi objetivo aquí no es emitir un juicio general positivo o negativo sobre dicho cambio). Esta flexibilización consiste en una relajación de ciertas normas sociales previas de las que no se hablaba (o al menos no se escribía).

El ejemplo más evidente es la actitud hacia el alcohol. Durante generaciones, los evangélicos estadounidenses eran conocidos por desconfiar de la bebida, a veces hasta el punto de ser abstemios. Esto era así durante mi adolescencia, por lo que cuando se sabía que el hermano Joe o la hermana Jane disfrutaban de una copa de vino antes de acostarse, se murmuraba sobre su comportamiento privado. Joe y Jane no bebían en público, y ciertamente no elaboraban cerveza a pequeña escala en su garaje ni repartían muestras en sus grupos pequeños.

Dos décadas después, de acuerdo a lo que yo he podido percibir, este tabú sobre el alcohol prácticamente ha desaparecido. A los profesores de mi universidad cristiana privada no se les permite beber con los estudiantes; sin embargo, hace apenas una década no se les permitía beber nada, y este cambio de reglas no es una anomalía en las instituciones evangélicas.

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Pensemos ahora en otros tabúes entre los evangélicos estadounidenses que han sido desgastados por el tiempo: los tatuajes, el baile, el juego, el tabaquismo e incluso las madres que trabajan fuera de casa. Los pastores cool están lejos de ser los únicos evangélicos millennials o de la Generación Z con tatuajes. Si le preguntara a uno de mis devotos estudiantes universitarios cristianos qué razonamiento teológico inspiró su decisión de lucir múltiples tatuajes, no me ofrecería refutaciones cuidadosas de la interpretación anticuada de sus abuelos sobre Levítico 19:28. Más bien, me miraría directamente y diría: ¿Qué tiene que ver Dios con eso?

Consideremos el entretenimiento. Las iglesias y los padres cristianos continúan vigilando los límites de lo que se considera contenido apropiado, pero la ventana se ha ampliado considerablemente. Érase una vez en que las películas de Disney eran sospechosas. Se sabía que el sexo, el lenguaje y la violencia en la pantalla eran causas peligrosas de mala conducta entre los adolescentes. Pero ahora los hábitos de consumo audiovisual de los evangélicos parecen ser indistinguibles de los de un suscriptor promedio de Netflix o HBO. Algunos incluso consideran que ver Juego de Tronos o Los Soprano es importante para involucrarse con la cultura: Simplemente estoy cumpliendo con mi deber misional. Si la sangre, la crueldad y la desnudez ofenden tu educación fundamentalista, lo siento por ti, hermano débil.

Esta relajación de las normas también está ocurriendo dentro de la iglesia. Los evangélicos estadounidenses que tengo en mente tradicionalmente miraban con recelo las prácticas que recuerdan al catolicismo: la liturgia formal, las vestimentas, los sacramentos, el calendario eclesiástico y, a veces, incluso los credos. Estas cosas fueron vistas durante mucho tiempo como innovaciones extrabíblicas que amenazaban con oscurecer el evangelio, usurpar la autoridad soberana de Cristo o promover una fe nominal y sin vida.

Sin embargo, hoy veo un movimiento sorprendente por parte de todo tipo de instituciones evangélicas hacia la recuperación de estas prácticas anteriormente codificadas para los católicos. Los cristianos que alguna vez se negaron a reconocer la Pascua como distinta de la celebración de la Resurrección que se lleva a cabo cada domingo ahora observan la Cuaresma. Las iglesias fundadas sobre el rechazo de los credos por principio ahora recitan el Credo de los Apóstoles o el Credo Niceno cada domingo. Las iglesias históricamente comprometidas con una interpretación simbólica de la Santa Cena ahora hablan de la presencia real de Cristo en la Eucaristía (y la llaman «Eucaristía», no simplemente «la Cena del Señor»).

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La flexibilización se extiende incluso a los planes de estudio de los seminarios evangélicos y a la investigación para los sermones. Los profesores y pastores hacen referencia a escritores y pensadores ajenos al evangelicalismo e incluso al protestantismo, y citan a sacerdotes católicos, monjes ortodoxos medievales, obispos y concilios patrísticos. Como todos mis otros ejemplos, este no es un cambio al servicio del liberalismo teológico. En algunos casos (me viene a la mente de manera especial la recitación de credos) se trata de un cambio conservador, un giro hacia la catequesis como baluarte contra la deriva teológica.

Ahora bien, dije que esta relajación es un «cambio generacional» y, en cierto sentido, lo es. Pero en mi opinión, no son solo los menores de 40 años los que hacen estas cosas. Si ese fuera el caso, todavía tendríamos un cambio importante en marcha; sin embargo, es posible que no sea nada más que el patrón normal en el que los hijos se desprenden de las costumbres de sus padres.

Mi argumento es que no son solo los millennials y la generación Z los que se están relajando. Son sus padres y abuelos también. Los que antes se abstenían ahora beben; los antiguos boicoteadores de Disney ahora se atracan viendo Netflix; quienes algún día fueron escépticos del juego ahora organizan noches de póquer.

Si estoy en lo cierto, este es un cambio sísmico, no es lo mismo de siempre. ¿Qué está sucediendo? ¿Qué ha llevado a tantos evangélicos en tan poco tiempo a deshacerse de tantos tabúes sociales y litúrgicos?

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Antes de aventurar cuatro ideas, debo reconocer que estoy especulando un poco. No tengo cuadros ni gráficos que respalden mi boceto o prueben alguna explicación. Pero, así como estoy compartiendo mis observaciones para ver si son ampliamente reconocibles, también estoy planteando estas cuatro ideas para ver si resuenan con los cristianos en otros rincones del evangelicalismo.

Primero, esta relajación sugiere que las muchas normas no escritas del evangelicalismo estadounidense no estaban sostenidas únicamente por la doctrina, la autoridad congregacional o la enseñanza bíblica. Las normas contra la bebida, los tatuajes, la liturgia formal y cosas similares eran extraordinariamente poderosas y uniformes debido a la cultura ambiental que rodeaba a la iglesia.

En muchos casos, ese apoyo externo incluía al Estado. No es coincidencia que esta flexibilización o relajación de las normas se haya producido mientras las leyes relacionadas con el «vicio» (alcohol, divorcio, drogas y actividades sexuales antes ilegales) han ido cayendo como fichas de dominó a lo largo del último medio siglo. A veces la ley va río abajo con la cultura, a veces va río arriba, pero de cualquier manera, la iglesia es parte de este río social.

En segundo lugar, una cultura menos cristiana y más secular crea nuevos incentivos y presiones sobre los creyentes comunes y corrientes. Si todos los miembros de la mayoría no cristiana creen o hacen X, continuar absteniéndose de X se convierte en un signo evidente de discipulado cristiano (o intransigencia). Esto lleva a todos los creyentes, incluidos los pastores, a reconsiderar sus compromisos: Después de todo, ¿Dios prohíbe el alcohol? ¿Sí o no? ¿En que capítulo y en que versículo? Si no es así, ¿para qué sufrir el desprecio de mis vecinos o compañeros de trabajo? Además, todo el mundo siempre supo de la colección de vinos de Joe y Jane. Sigamos adelante y unámonos a ellos.

En tercer lugar, cuando las Escrituras son ambiguas sobre algún asunto mientras la postura de la cultura más amplia es clara, la responsabilidad recae en los pastores o en la iglesia institucional para convencer a los feligreses de que rechacen esa norma cultural más amplia. Y, en las últimas décadas, hemos visto una disminución de la autoridad pastoral, la muerte de la identidad denominacional ciega y una crisis de confianza en las instituciones cristianas.

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Los ancianos lo dicen o el pastor Juan sabe mucho, ya no son argumentos suficientes. Puedo votar con los pies y unirme a una iglesia cuyo pastor diga lo contrario. ¿Quién es el pastor Juan? ¿No es el mismo que me dijo que todos los creyentes son capaces de interpretar las Escrituras por sí mismos? ¿Y que ninguna autoridad excepto las Escrituras debería decidir cuestiones de fe y moral? ¿Y que todos los asuntos sobre los cuales las Escrituras guardan silencio son «indiferentes», sujetos a la conciencia personal?

En cuarto y último lugar, no hay sectarios en las trincheras poscristianas. Por muy contradictorio que parezca, las mismas fuerzas que llevan a los evangélicos a empezar a beber, hacerse tatuajes y ver HBO también los están llevando a decir los credos, recibir cenizas en la frente y leer al papa Benedicto XVI. Cuando el mundo se siente en contraposición con la absoluta fidelidad a Cristo, necesitas a todos los amigos que puedas conseguir. Las diferencias doctrinales que no son relevantes para las batallas culturales actuales (pensemos en el bautismo infantil, no en las teologías del sexo y el género) pueden pasarse por alto en caso de conflicto.

Esto es justamente a lo que me refiero cuando digo que la flexibilización o relajación que veo no es un plan ideológico organizado de arriba hacia abajo. Está sucediendo orgánicamente, todo al mismo tiempo, a veces de maneras aparentemente contradictorias. Por eso no es fácil juzgar. Yo mismo crecí sin liturgia en la iglesia ni alcohol en el hogar; ahora me persigno antes de orar y tomo una copa con mis padres. Por otro lado, lamento la utilización del tiempo libre que le dedican los creyentes a los medios, ya sea a la TV o aplicaciones como TikTok, así como la consiguiente actitud de no intervención sobre el contenido en la pantalla.

Ya sea que cada tendencia específica sea buena, mala o aún esté por determinarse, lo que sí sé es que esta relajación ha ocurrido durante los mismos años en que la asistencia a la iglesia ha disminuido, y la soledad y la falta de autoridad por parte de las congregaciones sobre sus miembros han aumentado. Lo que parece una ganancia para algunos (quizás menos autoridad significa una menor propensión al abuso) puede ser una pérdida para otros (miembros descarriados que necesitan medicamentos potentes para encaminar sus vidas).

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De cualquier manera, el evangelicalismo estadounidense está cambiando, incluso mientras escribo. ¿Cómo se verá cuando este proceso de cambio se haya detenido? Dios sabe.

Brad East es profesor asociado de teología en Abilene Christian University. Es autor de cuatro libros, entre ellos The Church: A Guide to the People of God y Letters to a Future Saint: Foundations of Faith for the Spiritually Hungry.

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