Cuando tenía dos o tres años, mi hijo solía arremeter contra otros niños sin motivo aparente, provocando incidentes en la guardería, en casa y en el área de cuidado de niños de la iglesia. A veces, su ansiedad hacía que incluso se lastimara a sí mismo. Después de más de un año de intentar fomentar que se comportara «correctamente», me pareció que lo suyo iba más allá de las rabietas propias de su edad.

Buscamos una evaluación y nuestro hijo recibió múltiples diagnósticos que confirmaron que es neurodivergente, un término que comúnmente abarca diferencias cerebrales tales como TDAH (trastorno por déficit de atención e hiperactividad), autismo, dificultades de aprendizaje y más.

Una forma de explicar la manera en que mi hijo experimenta el mundo es pensar en su cerebro como un detector de humo altamente sensible. Un detector de humo común en el techo de una cocina alertará de una posible emergencia en esa habitación. Sin embargo, un detector que sea demasiado sensible podría emitir una alerta cuando alguien pase cerca de una ventana fumando un cigarrillo.

El sistema nervioso de mi hijo hace que sea demasiado sensible. Está hiperconectado con las amenazas potenciales en el mundo que lo rodea y, a veces, las interacciones cotidianas más típicas pueden volverse extremadamente estresantes para él e incluso provocarle ataques de ansiedad agudos.

Como padres primerizos, hicimos todo lo posible por seguir los consejos convencionales sobre cómo establecer rutinas y mantener la autoridad. Establecimos disciplina con consecuencias a determinadas acciones, le negamos privilegios y premiamos cualquier muestra de autocontrol. Sin embargo, con cualquier tipo de disciplina física lo único que conseguíamos era parecerle una amenaza y desencadenar una respuesta de lucha o escape.

Las formas tradicionales de disciplina no funcionaron y mi esposo y yo sabíamos que necesitábamos cambiar la forma en que estábamos criando a nuestro hijo. No obstante, todavía me preguntaba si esto era compatible con mi fe. No podía dejar de escuchar en mi mente el dicho: «Detén la vara, arruina al niño».

Un domingo, nuestro pastor predicó sobre la parábola del hijo pródigo (Lucas 15:11-32). Nos animó a ponernos en el lugar de un padre judío del siglo I y nos invitó a imaginar ser negados por nuestro propio hijo, así como las emociones que sentiríamos si ese hijo regresaba.

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En referencia al trabajo de Kenneth E. Bailey [enlaces en inglés], nuestro pastor explicó que si un hijo del siglo primero se hubiese atrevido a exigir su herencia, este habría sido ceremoniosamente rechazado, y finalmente separado de su herencia y de su familia. Nuestro pastor describió al padre corriendo hacia su hijo para alcanzarlo antes de que la comunidad notara su regreso y lo expulsara para siempre. Me imaginé a los aldeanos corriendo detrás del padre para ver qué haría, atónitos de que abrazara a su descarriado e imprudente hijo, en lugar de condenarlo y expulsarlo.

Nuestro pastor nos pidió que imagináramos cuán increíble le parecería al resto del pueblo el perdón, la gracia y la protección que el padre le extendió a su hijo: en el mejor de los casos, ellos despreciarían al hijo; en el peor, lo excomulgarían o lo apedrearían.

Intenté captar la ternura que el padre debió haber sentido hacia su hijo para estar dispuesto a perdonar y encontrar un nuevo camino a seguir que integrara a su hijo nuevamente a la familia y la comunidad, independientemente de lo que pensaran los demás. Me preguntaba cómo conciliar las discrepancias entre esta ilustración particular del amor de Dios Padre y el consejo de crianza que seguía recibiendo de otros cristianos que me decían que debía ser firme; que debía pastorear y disciplinar a mi hijo, y hacerle saber que yo era la autoridad.

Cuando me animaban a «pastorear» a mi hijo, solía responder en tono de broma que mi falta de experiencia agraria no me ayudaría. Mientras estudiaba minuciosamente la multitud de imágenes de ovejas y pastores en la Biblia, no conseguía entender cómo un pastor podría blandir una vara contra sus ovejas, y aun así reconfortarlas o consolarlas (Salmo 23:3-4).

Entonces, hice lo que muchos padres de la Generación del Milenio harían: busqué en internet cómo se debe pastorear y cuidar ovejas, específicamente buscando referencias a varas y cayados. Descubrí que probablemente una vara se puede usar para luchar contra los animales salvajes que presentaran un peligro para las ovejas, pero no contra las ovejas mismas. También descubrí que la vara era probablemente un cayado de pastor, usado para guiar a las ovejas e incluso recuperarlas en caso de que se encontraran en una situación precaria.

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También aprendí que la frase Spare the rod, spoil the child («Detén la vara, arruina al niño») no es en realidad lo que dice Proverbios 13:24. La famosa frase probablemente se originó en un largo poema satírico del siglo XVII, Hudibras, y las palabras de Samuel Butler en realidad transmitían un significado explícitamente sexual.

Entretanto, seguíamos buscando estrategias que fueran efectivas para mi hijo. En mi búsqueda descubrí expertos seculares que recomendaban el método de la «crianza de conciencia plena» (Mindful parenting), que se centra en desarrollar habilidades con compasión, algo que popularmente se entendería como crianza amable o «ser padres de mano suave». Más tarde encontré varios expertos cristianos que fomentan un enfoque de la crianza de los hijos que se centra en la conexión, el respeto y la gentileza, incluidos los ministerios Flourishing Homes and Families, Connected Families, and Grace Based Families.

Tanto los críticos cristianos como los seculares denigran estos enfoques como un estilo de crianza demasiado permisivo y sin límites que puede tener efectos perjudiciales tanto en la niñez como en la edad adulta.

Al mismo tiempo, los defensores de una crianza amable o de mano suave no siempre están de acuerdo sobre cómo debería lucir la disciplina. Existen enfoques similares llamados crianza positiva, crianza receptiva y disciplina pacífica, y algunos expertos incluso han sugerido abandonar por completo el nombre de «crianza amable».

Las palabras disciplina y discípulo derivan su significado de la palabra latina que significa instrucción o enseñanza. A medida que el lenguaje ha evolucionado, estas palabras siguen portando una implicación de orden e instrucción, pero el concepto de castigar o sancionar no pasó a formar parte del significado de la palabra sino hasta el siglo XI o XII, cuando se asoció con la instrucción militar.

Más bien, ser padres amables o de mano suave nos ha permitido concentrarnos en la instrucción: en discipular a nuestros hijos de tal manera que seamos modelo del amor del Padre por ellos, para que puedan crecer en confianza y conocimiento de Dios.

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Independientemente de cómo se llame a este estilo de crianza, el hilo común es que se anima a los padres a ser autoridad (que a menudo se diferencia de la crianza autoritaria), a centrarse en respetar y comprender al niño, a enfatizar la cooperación entre padres e hijos y a fomentar la independencia dentro de límites apropiados.

Al fin y al cabo, toda crianza requiere sabiduría y discernimiento, y no existe un enfoque único que sirva para todos. La paternidad amable ofrece un conjunto de herramientas y estrategias que nos permiten modelar el amor de Cristo y equipar a nuestros hijos con el autocontrol, el orden y la gracia necesarios para navegar en el mundo caído en el que todos nacemos.

Mi esposo y yo creemos que los niños son una bendición de Dios (Salmo 127:3), y hemos elegido concentrarnos en guiar y empoderar a nuestros hijos con compasión (Efesios 6:4). Fomentamos la autonomía, la independencia y una fe firme al recordar que tanto los adultos como los niños son creados a imagen de Dios (Génesis 1:27).

No castigamos duramente a nuestros hijos, porque buscamos amarlos como el Padre nos ama (1 Juan 3:1), y nos esforzamos por modelar la disciplina, la gracia y la fe de una manera que esperamos refleje ese amor (Proverbios 3:11-12; 1 Juan 4:11-12). En cada paso, consideramos el desarrollo de nuestros hijos, así como sus necesidades de apoyo y adaptación.

Cuando castigamos a nuestros hijos, les estamos infligiendo sufrimiento por su comportamiento pasado con la esperanza de cambiar su comportamiento futuro. Sobran las formas de enseñar e instruir a un niño sobre las malas acciones (y cómo prevenirlas) sin causarle sufrimiento. El perdón, la misericordia y la gracia no se oponen a la disciplina, la buena mayordomía y a experimentar las consecuencias reales y sentidas de nuestras acciones.

Mi esposo y yo tenemos el privilegio y la responsabilidad de trabajar juntos para ayudar a nuestros hijos a desarrollar habilidades y ofrecerles apoyo mientras navegan por el mundo con una independencia cada vez mayor. Permitimos que nuestros hijos experimenten las consecuencias de sus acciones y discutimos qué podríamos hacer de manera diferente a fin de lograr un resultado diferente. Lo más importante es que les enseñamos acerca de la increíble gracia y misericordia que Dios nos ofrece a cada uno de nosotros.

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Seguimos este estilo de crianza buscando ser un humilde reflejo de lo que Dios nos ofrece a todos. A lo largo de su ministerio, Jesús buscó a la gente y los encontró donde estaban. No insistió en un proceso estandarizado de redención y, en última instancia, no existe una lista de verificación que podamos seguir. Solo podemos seguirlo a Él. Para decirlo de otra manera, Jesús quiere que sigamos su ejemplo y les pedimos lo mismo a nuestros hijos.

Y cuando inevitablemente fallamos, o nuestros hijos lo hacen, mi esperanza y oración es que hayamos cultivado el tipo de amor y gracia que le permita a un hijo regresar con humildad y confianza; el tipo de amor y gracia que impulse a un padre a correr por la ciudad para saludar a su hijo, sin importar el tiempo que estuvieron separados ni las circunstancias de esa separación.

Hace unos meses, comenzamos a tener preocupaciones similares sobre el desarrollo de nuestra hija y solicitamos una evaluación para ella también. Mientras hablaba de esto con mi madre y el psicólogo, me di cuenta de que hay muchas similitudes entre el comportamiento de mi hija y cómo era yo cuando era niña. Decidí realizar mi propia evaluación y confirmamos que tanto mi hija como yo también somos neurodivergentes.

Un informe reciente de los CDC afirma que casi 1 de cada 10 niños entre 3 y 17 años son diagnosticados con una discapacidad del desarrollo, un aumento con respecto a años anteriores. Si esta tendencia continúa, la iglesia necesitará desarrollar nuevas herramientas para amar y apoyar a nuestros hijos. Me imagino que esto también incluirá aceptar y acomodar estilos de crianza y formas de disciplina que, si bien son «nuevas» para muchos en la iglesia, están arraigadas en las Escrituras y muestran respeto hacia los niños.

Cuando los discípulos impidieron que la gente trajera a los niños para recibir las bendiciones y la oración de Jesús, Él los amonestó (Mateo 19:13-14). No tenemos ninguna razón para creer que los niños que vinieron a Jesús no tenían discapacidades. A lo largo de los Evangelios, la gente acudía a Jesús en busca de sanación y oración por ellos mismos, sus hijos y sus seres queridos.

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Deseo profundamente que los adultos recuerden esto antes de pedirle a un niño aparentemente problemático que abandone un servicio o que se abstenga de participar en una actividad de la iglesia que podría permitirle experimentar el amor de Cristo. «No se lo impidan», dice nuestro Salvador, «porque el reino de los cielos es de quienes son como ellos» (v. 14).

Sunita Theiss vive en Georgia y es escritora, consultora de comunicaciones y madre que educa en el hogar.

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