Necesitamos una teología de la disculpa.

Disculparse parece sencillo, al menos en teoría. Haces algo malo (pecado); te sientes mal por ello y desearías no haberlo hecho (lamento); lo admites y aceptas la responsabilidad (confesión); le pides perdón a la persona o personas a las que has ofendido, incluido Dios (arrepentimiento); y tomas las medidas adecuadas para arreglar las cosas (restitución).

Muchas disculpas se presentan exactamente así. No obstante, a menudo son más complicadas. Es posible disculparse sin admitir la culpa ni sentir arrepentimiento. Es posible decir «lo siento» por cosas que no son culpa nuestra, como cuando nos enteramos de que un amigo tiene cáncer. Y es posible disculparse sin intención de hacer restitución o resarcir el daño.

Y es posible —y cada vez más frecuente— que las instituciones se disculpen por cosas de las que solo son culpables algunos de sus miembros. Las cosas se ponen más difíciles cuando se trata de los pecados de nuestros antepasados. ¿Debemos pedir perdón por cosas que ocurrieron antes de que naciéramos? ¿Confesarlas? ¿Arrepentirnos? ¿Indemnizar por ello?

Cuando acudimos a las Escrituras en busca de ayuda, descubrimos algo sorprendente: nadie en la Biblia «se disculpa» o «pide perdón» por algo. La palabra griega apologia [de la que deriva la palabra inglesa apologize, disculparse] hace referencia a una respuesta o defensa legal —de ahí la palabra apologética—, pero no implica sentirse mal por algo ni arrepentirse de ello.

Lamentarse o sentir tristeza, expresiones más flexibles en español, aparecen en ocasiones en las Escrituras. Los traductores pueden usarlas para describir la compasión que la hija del faraón sintió por Moisés (Éxodo 2:6) o la tristeza que Herodes sintió al cortar la cabeza de Juan el Bautista (Mateo 14:9). Pero éstas son expresiones de piedad o tristeza, no de disculpa o arrepentimiento.

Podría parecer, pues, que la Biblia ofrece pocos recursos para elaborar una teología de la disculpa. Sin embargo, la verdad es muy distinta. En lugar de utilizar palabras un tanto vagas como «lo siento» o «disculparse», el Nuevo Testamento distingue entre tres respuestas diferentes pero superpuestas a nuestro pecado, y esto puede ayudarnos a desentrañar lo que ocurre cuando las personas o las instituciones «piden disculpas».

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La primera palabra, lupeō, significa sentir pesar, pena o dolor. Esta es una respuesta apropiada al pecado, y a menudo es el primer paso, como cuando los corintios se «entristecieron», y esa tristeza los llevó al arrepentimiento (2 Corintios 7:9). Sin embargo, este término no necesariamente implica la aceptación de la culpa. Herodes se entristeció por tener que decapitar a Juan, pero lo hizo de todos modos. Los discípulos no tenían la culpa de la crucifixión de Jesús, pero aun así «se entristecieron mucho» (Mateo 17:23).

Esto es muy distinto de homologeō o exomologeō, que se refieren ambos a confesar, admitir o reconocer algo. La gente «confesaba» sus pecados o lo malo que habían hecho ante la predicación de Juan el Bautista y Pablo (Mateo 3:6; Hechos 19:18). Juan anima a sus lectores: «Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad» (1 Juan 1:9). Esto es claramente diferente de la pena o el arrepentimiento. Implica reconocer nuestro fracaso, asumir la responsabilidad y pedir perdón.

Luego está la palabra metanoeō, maravillosamente rica, que transmite la idea de un patrón en el que la persona se arrepiente, se da la media vuelta y cambia su mentalidad y su vida en consecuencia. Es fácil sentir pena o desear no haber cometido ciertos errores. Muchos de nosotros incluso no tenemos problema alguno con admitirlos y confesarlos (especialmente aquellos que son aceptables en nuestra cultura). Pero Cristo nos llama a algo más: un giro de 180 grados, un cambio total de dirección y lealtad, una muerte al yo y una nueva vida en Él, con toda la transformación de comportamiento que esto conlleva.

Si este giro no produce buenos frutos, entonces no es verdadero arrepentimiento (Mateo 3:8; 7:16-20). Pero si cambia nuestras vidas —incluso hasta el punto de restituir a todos aquellos a quienes hemos hecho daño— entonces la salvación ha llegado a nuestra casa (Lucas 19:8-10).

La pena, la confesión y el arrepentimiento son entidades distintas. Sin embargo, cuando somos capaces de ver la realidad y el horror de nuestro pecado y la gracia del Dios que ofrece el perdón, entonces estamos llevando a cabo los tres.

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Así como lo hizo Nehemías, nos afligimos y nos lamentamos (Nehemías 1:4). Luego confesamos y admitimos (vv. 6-7). Luego volvemos y obedecemos (vv. 8-9). Según el contexto, podemos incluso identificarnos con los pecados de nuestros antepasados hasta el punto de sentir una culpa compartida. Y terminamos por apelar a la misericordia de Dios, confiando en que Aquel que nos ha llamado y redimido escuchará nuestra oración (vv. 10-11).

Andrew Wilson es pastor de King’s Church London y autor de Remaking the World.

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