Este es un extracto del libro A Quiet Mind to Suffer With, ganador en la categoría de Vida Cristiana/Formación Espiritual de los premios Book Awards 2024 de CT. [Enlaces en inglés].

Fui al hospital porque los pensamientos lastimaban mi corazón, aterrorizaban mi cuerpo y parecían no tener fin. Ese John, es decir, la versión de mí mismo que conocí en mis pensamientos, era extraño e imperdonable. En mis pensamientos, me veía haciendo cosas que no podían defenderse ni explicarse, mucho menos a mí mismo. Y, al parecer, cuanto más intentaba eliminar a ese John, más presente y peor se volvía. Más extraño. Más innombrable.

Cuando llegué al área de urgencias y les conté lo que me pasaba, me pusieron en una silla de ruedas. Me llevaron al lugar al que vas cuando creen que eres una amenaza para ti mismo y para los demás. Al fondo a la izquierda.

Esta silla de ruedas, pensé, no es necesaria.

Tuve que entregarle mis pertenencias a un hombre que sonreía con su peinado estilo afro. Me puse una bata y me acompañaron a una habitación en la que solo había un colchón en el suelo. Allí esperé a las enfermeras, a los expertos y a que volviera a mí el aliento fresco de la cordura. Les dije que sufría de ansiedad grave mezclada con pensamientos intrusivos. Intenté asegurarme de que entendieran que esos pensamientos intrusivos eran cosas que también me parecían repugnantes y horribles, y eran cosas que no quería hacer.

Cuando me preguntaron qué veía en esos pensamientos, cometí el error de responder. Encerrado en una celda vacía y vestido con apenas una bata, te sientes en deuda con quienquiera que entre. No tienes nada real que ofrecer. Así que parece que lo único que puedes ofrecer es sinceridad.

Les conté mis pensamientos y cómo me perturbaban. Las enfermeras hicieron una pausa. Se aseguraron de que yo supiera que estaban horrorizadas. Estoy seguro de que el contexto no ayudaba: sentado en una habitación cerrada con llave, con las paredes desnudas, sin nada más que un colchón individual en un rincón del suelo, y sin llevar nada más que una pequeña bata, intentando no parecer un loco cuando eso es exactamente lo que pareces.

Salían, entraban, volvían a salir. El hospital estaba abarrotado; estaban ocupados. Con sus bocas educadas y con esa mirada de cansada y maternal indulgencia, comenzaron a exigirme que me entendiera a mí mismo como un demente.

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Pusieron papeleo delante de un hombre asustado. Dijeron que les preocupaba que pudiera hacer algo. Me dieron a entender que si no me internaba, lo harían ellos. Si cooperaba, el secreto se quedaría conmigo. Si me internaba por voluntad propia, nadie lo sabría nunca.

Pensé en todas las personas que no sabrían que estaba en el hospital psiquiátrico si tan solo me limitaba a firmar esa hoja de papel. Los imaginé sonriendo, haciendo su vida cotidiana, sin saber que yo estaba aquí. Entonces firmé esa hoja de papel.

La memoria es un lugar peligroso. El pasado es humillante y da miedo. Y recordar es una aventura que se realiza con gran peligro. Incluso mientras escribo y reescribo estas líneas ahora que se han cumplido tres años desde que estuve allí, no siento como si simplemente lo estuviera recordando. Lo que ocurrió aún vive en el cuerpo.

Cuando me encuentro con el Niño Aullador (mi propia alma afligida), mi transtorno obsesivo compulsivo (TOC) salta y me cuenta cosas sobre él. La Sirena, mi enfermedad mental, por supuesto nunca juega limpio. Hizo sufrir a ese John, y ahora consigue decirme lo que significa su sufrimiento. La Sirena, siempre tan urgente, insoportablemente dolorosa y segura de sí misma, dice que el desánimo e insatisfacción de John son intolerables, insostenibles. Que la desesperanza de su alma lo hace inestable. Que yo podría volver a ser inestable.

Quizá he corrido un gran riesgo al mostrarte a este John. Y quizás he corrido un gran riesgo al verlo yo mismo. Puede que te asuste. A mí todavía me asusta: el John histérico que caminaba por los pasillos, con ganas de llorar y aullar.

Todo ese desaliento tan severo. Toda aquella insatisfacción insoportable. Sintiendo ahora la desesperanza que sentía entonces. Pero este John está aquí para quedarse. Si lo que sucedió aún vive en el cuerpo, aquel a quien le sucedió no tiene a dónde ir.

He querido evitar esos sentimientos. Pero si lo hago, pierdo al John que se sentía así. Y él no tiene a dónde ir.

Ha tomado mucho tiempo, pero ahora él es bienvenido en mi vida. Él ha sido llamado a una Mesa, a un banquete, y recibirá Misericordia, porque la necesita. Y yo he venido para llevarlo allí.

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Y así, por la sangre derramada de Jesucristo, le digo esto a la Sirena:

El Niño Aullador no es tuyo.
Y no es mío.
Porque es de Cristo.
Y digo,

Memoria, vuelve a mí.
Niño Aullador, vuelve a mí.
Aquí hay Misericordia, aquí hay Misericordia.

Memoria, vuelve a mí.
Niño Aullador, vuelve a mí.
Quiero verte.
Aquí hay Misericordia, aquí hay Misericordia.

Vuelve a mí.
Vuelve a mí.
Vuelve a mí.

Quiero verte.
Quiero verte.

Dios ha provisto para ti.
Dios ha provisto para ti.

Más tarde, mi terapeuta me ayudó a verlo con claridad: había utilizado los pensamientos como una droga, como un adicto a la comida o un adicto a las drogas. La vida no me parecía bien, la vida sencillamente no estaba bien; la vida sencillamente era intolerable a menos que estuviera pensando.

Cada problema de mi vida, cada cosa que me encontraba, era una oportunidad que debía ser atendida por la Cognición Incesante. Cada cosa mala y confusa era una razón para pensar más.

Y en aquel pabellón psiquiátrico había llegado a esa encrucijada en la que algo tan hermoso, primario y necesario como pensar había comenzado a perjudicarme gravemente, del mismo modo que cosas tan bellas, primarias y necesarias como la comida, la medicina y el sexo pueden empezar a hacernos mucho daño.

Y resulta que lo único que ahora cuenta como esperanza, cuando no puedes pensar ni hacer, lo único que cuenta como poder, es lo que puedes oír. Cuando las cosas se ponen así de mal, la vida se gana y este mundo se supera, cuando te hablan.

Lo que oí primero, muy débil, increíblemente pequeño, fue un poquito de silencio que se abrió en mi corazón. Era el tipo de silencio en el que te encuentras cuando las cosas han terminado de verdad, cuando ya no hay argumentos a favor o en contra de algo porque ya está decidido.

El silencio después de perder el gran partido. El silencio al final de una película. El silencio después de bajar el ataúd a la tierra. El tipo de cosas a las que nos referimos cuando decimos «Cuando todo está dicho y hecho».

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Allí, en aquel pasillo. No fue como si alguien hubiera cambiado el canal en mi cabeza, más bien, alguien había apagado el televisor. El Reino de la Cognición Incesante (como me gusta llamar a mis pensamientos compulsivos) no se atenuó ni se acalló, sino que fue cancelado de repente. Se volvió inoperante.

Ya no estaba en el lejano país llamado el Reino de la Cognición Incesante. Era solo yo caminando por el pasillo sin zapatos.

Pronto empezaría a comprender aquel silencio como la muerte del Hijo de Dios. O, mejor dicho, empecé a comprender que su muerte era mi capacidad de callar, mi capacidad de simplemente esperar. Una muerte que era más que mi mejor o peor día. Una muerte que era más que mi corazón.

Era solo yo, el pasillo y esta quietud.

Era la quietud en la que podía depender de Cristo, el silencio que vino tras el dictamen de que yo recibiría Misericordia. Porque no somos, gracias a Dios, lo que podemos pensar ni lo que haremos. No somos nuestros pensamientos. Ni siquiera somos nuestra voluntad. Somos lo que la Palabra de Dios hará de nosotros.

Acababa de encontrar al Cristo del que podía depender. Acababa de retomar el hilo de una vida ordinaria con Cristo.

Y de repente hubo algo más. No fue una palabra, ni una voz. Simplemente comprendí en mi corazón que debía irme a la cama. Y que podía irme a la cama. Que podía depender de Cristo al irme a la cama.

Y así lo hice.

Caminé hasta la enfermería. Una amable enfermera ya mayor me dio la pastilla que apagó la parte de mi cerebro que me hacía vagar por los pasillos llorando. En 20 minutos me sentí mejor. Di gracias a Dios y me fui a la cama.

John Andrew Bryant es cuidador y pastor de calle a tiempo parcial. Este es un extracto adaptado de su libro A Quiet Mind to Suffer With (Lexham Press, 2023). Utilizado y traducido con permiso.

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