Es difícil recordar cuánto se nos ha dado.

Habría bastado con que Dios nos hubiera dado tres comidas al día y un mapa para el viaje. Habría bastado con tener la promesa del cielo. Habría bastado con tener un poco de aire para respirar, como una máscara de oxígeno de emergencia.

Pero en lugar de eso, el designio de Dios siempre fue la abundancia. Nos regaló canciones y olas marinas rompiendo en la playa. Le dio de comer a 5000 personas y se aseguró de que sobraran 12 cestas llenas. Con una palabra, ayudó a unos pescadores que no habían pescado nada en toda la noche y les proporcionó un botín tan pesado que rompió sus redes (Lucas 5:1-11).

La abundancia de Dios nos llama a la gratitud. Pero en los momentos de escasez, cuando nuestro mundo parece un desierto, cuando deambulamos entre la maleza del descontento y nos quejamos de lo que nos falta, el amor de Dios puede parecer limitarse a lo esencial. Podemos sentirnos atrapados en una hambruna de fe.

Si has pasado por una temporada de sufrimiento o estás en una ahora mismo, espera. El Pastor te llamará de nuevo a su presencia que todo lo satisface y pondrá una mesa de banquete (Salmo 23:1,5). Cuando tu voz resuene en el silo donde una vez estuvo almacenada tu fe, sigue buscando la provisión de Dios.

Aunque nuestra conciencia de la provisión de Dios puede llegar a intervalos, su generosidad hacia nosotros es constante. Él nos da su gracia conforme a sus riquezas, no conforme a nuestros fluctuantes sentimientos de gratitud o nuestra visión de las circunstancias actuales. «Ya conocen la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que, aunque era rico, por causa de ustedes se hizo pobre, para que mediante su pobreza ustedes llegaran a ser ricos» (2 Corintios 8:9, NVI).

Para los seres humanos, es natural querer más. Dios hizo nuestros corazones para la abundancia. Deseamos conocer más de la bondad de Dios particular y personalmente. Pero con frecuencia nos desviamos y perseguimos sucedáneos. Por eso la publicidad es tan eficaz: nos ofrece versiones falsas de aquello para lo que Dios nos creó para anhelar, manteniéndonos ocupados y distraídos.

La gracia no siempre llega del modo o en el momento que esperamos. Pero su llegada es siempre abundante. Es posible que tengamos que buscar pruebas que nos recuerden esta verdad cuando la providencia de Dios no coincide con nuestras expectativas. «Confía en el Señor de todo corazón, y no en tu propia inteligencia» (Proverbios 3:5).

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Sin embargo, Dios no solo quiere que nos sintamos satisfechos cuando Él suple todas nuestras necesidades. Quiere que compartamos.

A Jesús le habría bastado con librarnos de nuestros pecados. Podría haber salvado nuestras almas y habernos dejado en una existencia empobrecida. Damos por sentado lo potente, lo vívida que es realmente la salvación: Jesús envió su Espíritu para animar a todas las personas a vivir una vida generosa, sin importar su situación. En la parábola de los dos hijos que contó Jesús, un padre organiza una fiesta para celebrar el regreso de un hijo que dilapidó su herencia (Lucas 15). Dios Padre recibe con agrado a todos sus hijos e hijas rebeldes.

Dios, descrito como el anfitrión de otra fiesta en Lucas 14:15-23, nos recuerda seriamente que quiere su casa llena para el banquete. Derrama su extravagancia sobre nosotros y quiere que rebose hacia los demás. «Así nosotros, por el cariño que les tenemos, nos deleitamos en compartir con ustedes no solo el evangelio de Dios, sino también nuestra vida. ¡Tanto llegamos a quererlos!» (1 Tesalonicenses 2:8).

La salvación es personal, pero no privada. Dios ve y busca, hasta los confines de la tierra, a los que el resto de nosotros hemos pasado por alto. Él levanta a los pobres, da cobijo a los vulnerables y nos llama a imitarlo en esto. Después de satisfacer su gran necesidad, Jesús llamó a sus amigos en la playa para que dejaran sus redes rebosantes y le siguieran, para convertirse en conductos de su misericordia desbordante.

Puede resultar fácil recordar nuestras pérdidas y olvidar la gracia. Sin embargo, está en la naturaleza de Cristo recordar ambas cosas. Dejó sus riquezas para asumir nuestra pobreza. Se hizo a un lado para que nosotros recordáramos y fuéramos recordados.

Fuimos hechos para dar generosamente y para dar gracias. Por eso dejamos las redes como lo hicieron los discípulos —nuestras penas y todo aquello a lo que nos hemos aferrado— para tomar lo que no se puede perder. Habría bastado con salvar nuestras almas, pero Dios nos ofrece mucho más. Nos llama a la alegría y nos regala canciones, la brisa del mar y un desayuno en la playa (Juan 21). El que era rico se hizo pobre para que pudiéramos tener todo esto.

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Sandra McCracken es cantautora y escritora, y vive en Nashville, Tennessee. También es presentadora del pódcast The Slow Work, producido por CT.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.

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