Entre 1949 y 1952, lo impensable tuvo lugar en un remoto lugar en Escocia, en las Islas Hébridas: un avivamiento. Aparentemente de la nada, un avivamiento espiritual se extendió por las islas Lewis y Harris, reemplazando la desesperación y la depresión que habían invadido los corazones de sus pobladores tras la Segunda Guerra Mundial por una fe ferviente y llena de celo santo por Dios. Algunos historiadores creen que este fue el último avivamiento genuino en el mundo occidental.

Tras haber encontrado un libro que detallaba el avivamiento de las Islas Hébridas, me intrigó saber cómo una comunidad que estaba en plena decadencia espiritual pasó por una transformación radical hasta llegar a una renovación asombrosa. Entonces, reservé un vuelo a Escocia, con la esperanza de conocer a alguien que pudiera recordar lo que sucedió en aquellos días. Para mi asombro, tuve la oportunidad de conocer a 11 testigos oculares, todos de más de 80 años, quienes aceptaron ser entrevistados en el santuario de la misma iglesia donde comenzó el avivamiento.

Abrigados contra la aridez invernal, mis nuevos amigos se calentaron con los recuerdos mientras sus lágrimas fluían libremente. Si bien admitieron que la predicación fuerte y otros factores habían jugado un papel en el avivamiento, todos coincidieron al describir algo más esencial en cuanto al mover del Espíritu Santo: una especie de postura espiritual entre aquellos que jugaron un papel central en el avivamiento.

Hablaron de una actitud de quebrantamiento y desesperación que motivaba a los cristianos en ese día; un espíritu de necesidad y audacia, una forma de oración que podía ser tanto atrevida como agonizante. Ellos la llamaron una oración «de dolores de parto», por cómo Pablo describió sus oraciones por los gálatas, «… por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto hasta que Cristo sea formado en ustedes» (4:19, NVI).

Desde el día en que miré a los ojos de las personas que experimentaron el avivamiento que nosotros anhelamos desesperadamente volver a ver en nuestros días, he llegado a creer que el vínculo entre aquí y allá está en los corazones de hombres y mujeres dispuestos a recibir este don de «dolores de parto».

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La oraciones casuales son ajenas a las Escrituras

De vuelta a casa, una mirada a las Escrituras me convenció aún más de todo ello. Leí con ojos nuevos cómo Dios había escuchado el gemido de los hebreos (Éxodo 2:23) y las desgarradoras súplicas de Ana por un hijo (1 Samuel 1:15). Vi la resolución de Isaías de no darle «descanso al Señor» (Isaías 62:7, NTV) y la tenacidad de Jeremías para aferrarse a Dios «como el cinturón se adhiere a la cintura del hombre» (Jeremías 13:8–11, NVI). Encontré el lamento del salmista delante de Dios: «Atiende a mi clamor, porque estoy muy abatido» (Salmo 142:6, NBLA).

Todo esto parecía ser paralelo a las oraciones de Jesús, quien «ofreció oraciones y súplicas con fuerte clamor y lágrimas» (Hebreos 5:7, NVI) sobre Jerusalén (Lucas 19:41) y en Getsemaní (Lucas 22:44).

Este mismo tipo de oración ocurrió entre los discípulos antes de Pentecostés y en la súplica de Pablo a los romanos: «Les ruego, hermanos, por nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu, que se unan conmigo en esta lucha…» (literalmente, «que agonicen conmigo») «… y que oren a Dios por mí» (Romanos 15:30). ¿Era esto —me preguntaba— algo de lo que el Nuevo Testamento quería decir al referirse a orar «en el Espíritu» (Efesios 6:18), quien «intercede por nosotros con gemidos indecibles» (Romanos 8:26, NBLA)?

Me enfrenté a la verdad de que, en la Biblia, la «oración casual» parece totalmente desconocida, es decir, la oración de la boca y no del corazón. La oración «de dolores de parto» —el tipo de agobio y clamor concentrado que describieron mis amigos en las Islas Hébridas— parecía más cercano al corazón de la oración en las Escrituras.

Una corriente de esta manera de orar fluye desde la iglesia primitiva hasta la Reforma. Agustín se refirió a sí mismo como el «hijo de las lágrimas de su madre». Al orar por la sanación de su amigo Philip Melanchthon, Martín Lutero escribió: «Ataqué [al Todopoderoso] con sus propias armas, citando de las Escrituras todas las promesas que pude recordar: que las oraciones debían ser concedidas, y le dije que si de ahora en adelante yo tendría fe en sus promesas, [Él] debía conceder mi oración».

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Pero la oración «de dolores de parto» finalmente encontró una voz generalizada en los albores del Gran Despertar en Estados Unidos, presentada principalmente por Jonathan Edwards, el pensador más grande de la América colonial.

Oración dedicada e importuna

El epicentro del Primer Gran Despertar, Northampton, Massachusetts, estaba «lleno de la presencia de Dios… en casi todas las casas», informó Edwards. Él destaca a Phebe Bartlet, una pequeña de cuatro años, cuyas oraciones le parecieron inusuales a su madre, porque «su voz parecía ser como la de alguien sumamente dedicado e importuno».

Esta palabra, importuno es poco común hoy en día, pero captó para Edwards la naturaleza insistente y repetitiva de la oración «de dolores de parto», tal como sucede en las parábolas de Jesús en las que un hombre le pide pan a un vecino a medianoche (Lucas 11:5-8) y una viuda busca justicia de un juez insolente (Lucas 18:1-8).

La oración persistente también atrajo a Edwards hacia un joven misionero llamado David Brainerd, quien se convirtió en una especie de hijo adoptivo para Edwards y quien luego murió en su casa a los 29 años. Días antes de su muerte, Brainerd le dio a Edwards su diario, una mina de oro de oraciones «de dolores de parto» que Edwards editó y publicó. En este, Edwards descubrió una crónica ejemplar y sensata del tipo de oración que él creía que todo avivamiento requería. Las oraciones de Brainerd, comentó Edwards, «… parecían fluir de la plenitud de su corazón, profundamente impresionado con un sentido grande y solemne de nuestras necesidades… Y de la infinita grandeza, excelencia y suficiencia de Dios, en lugar de provenir simplemente de un cerebro cálido y fructífero».

Edwards observó que lo que distinguía la oración auténtica de los meros intentos de simular estas «buenas expresiones» externas era que tuvieran su origen en el «Espíritu de gracia y de súplica» (Zacarías 12:10). Él creía que esto era «nada menos que el propio Espíritu de Dios morando en los corazones de los santos». La dependencia del Espíritu Santo, sin embargo, no dejaba espacio para la demora o la inacción. Edwards exhortó a los cristianos a asumir la carga de la oración con urgencia, porque «el infierno está lleno de postergadores y gente bien intencionada».

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Charles Finney, un líder clave en el Segundo Gran Despertar, entendió que esta oración urgente era como descubrir que nuestros seres queridos estaban atrapados en una casa en llamas. Este es el tipo de intercesión que puede apoderarse de nosotros, obligando a los peticionarios a orar en ferviente acuerdo con la forma en que Dios ve la necesidad.

Finney recordó en sus memorias a un amigo que se sintió tan abrumado por la emoción mientras oraba para dar gracias por los alimentos, que se disculpó, se levantó, y luego lo encontraron en la cama gimiendo en oración. Finney «dio por sentado que el trabajo necesitaría a un tipo poderoso [de oración]», y registra que, de hecho, «así fue».

Obviamente, orar así podía afectar la reputación de una persona, lo cual no era poca cosa para el mismo Finney. El gran avance en su propia conversión provino de enfrentar la vergüenza de que cualquier «ser humano me viera de rodillas delante Dios». Pero cuando la preocupación por las opiniones de los demás perdió su potencia, Finney se atrevió a orar hasta el punto de involucrar a las mujeres como líderes de las reuniones de oración, un paso considerado fanáticamente controvertido en ese momento. La audacia se convirtió en la consigna de Finney cuando exhortó a los ministros a mantener una «discusión constante con Dios con respecto a todo lo que necesitan para llevar a cabo la obra».

El espíritu de oración

La idea de la contienda y la lucha, tal como la que Jacob libró por la bendición de Dios (Génesis 32:22-32), o la de Epafras por los Colosenses (4:12-13), ilustraba claramente para Edwards y Finney el tipo de oración que planta la semilla para producir un avivamiento. Creían que no era irreverente ser obstinado y luchar con Dios. Ambos entendieron cómo el Espíritu a veces se cierne sobre una iglesia o comunidad, tal como lo hizo sobre el caos en la creación, concibiendo nueva vida. Pero era el papel de la iglesia orar para que esa nueva vida, esos nuevos nacimientos, se hicieran realidad. Se refirieron a la iglesia como la «madre de los convertidos» en la medida en que los intercesores oraban de una manera que podría sonar como una mujer en labor de parto.

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El primer y el segundo Gran Despertar rebosaron de historias de agonía en la oración, de peticionarios que se volvieron implacables en el llanto de su corazón. Escribieron sobre sudor, jadeo, lágrimas y ayuno. Finney enfatizó que es necesario orar hasta que uno haya «orado tanto» como para asegurarse de haber sido escuchado… como para asegurarse de que [la petición] se ha resuelto en el cielo, y que se puede esperar pacientemente en la tierra.

Lo más importante para los líderes de los avivamientos fue que nada de esta audacia y determinación en la oración podría ser autogenerada. Una efusión del «espíritu de oración» era para ellos el don espiritual clave, el carisma esencial del avivamiento: Dios mismo, por su Espíritu, es el que proporciona el discernimiento y la fe, la energía y el lenguaje y el aliento mismo del avivamiento.

«A veces, la conducta de los inicuos lleva a los cristianos a orar…», escribió Finney, «… los quebranta, los entristece y los vuelve tiernos de corazón, de modo que pueden llorar día y noche, y en lugar de regañar a los inicuos, oran fervientemente por ellos. Es entonces que se puede esperar un avivamiento. De hecho, ya ha comenzado».

Los Grandes Avivamientos dejaron una gran bendición a su paso. Seis de las nueve universidades fundadas en los Estados Unidos durante la época colonial fueron el resultado de los avivamientos. También una teología estadounidense distintiva formada a partir de las reflexiones de Edwards. Las iglesias americanas se multiplicaron por cuatro durante el Segundo Gran Despertar. El movimiento misionero estadounidense se expandió. Y las oleadas de reformas sociales (en las cárceles, contra el trabajo infantil, por los derechos de la mujer, contra la esclavitud) se remontan a esos mismos avivamientos.

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Pero la preocupación de Finney por sus propios hijos nos recuerda que la oración «de dolores de parto» no es una fórmula ni una garantía, como si de alguna manera estuviéramos arrancando de la mano de Dios lo que queremos. Él oró fervientemente, incluso llorando públicamente, para que sus propios hijos vinieran a la fe. Eventualmente, lo hicieron, aunque no mientras él estaba vivo. El avivamiento que buscamos puede ser uno que nosotros mismos nunca veamos. Sin embargo, la oración afanosa sigue sembrando, incluso con lágrimas, para todos aquellos que un día cosecharán con cantos de alegría.

El fin de la oración casual

Debo admitir que todo esto ocasionalmente me ha dejado sintiéndome culpable por mis propias oraciones. ¿Quién de nosotros, si somos honestos, no siente en el fondo que podríamos orar más? ¿O que, de una forma u otra, deberíamos estar orando mejor?

Durante la mayor parte de mi vida, gran parte de la iglesia de América del Norte ha sufrido de una autopercepción defectuosa en la que de alguna manera cree que todo está bien, cuando no es así. Muy a menudo somos como Ester con toda una nación gimiendo desesperada, pero, como estamos cómodos en nuestro palacio, no nos damos cuenta de lo que sucede allá afuera. Las circunstancias de comodidad, o una sensación de orgullo de nuestra posición, pueden fomentar un aislamiento que separe nuestras oraciones del amor santo, que es, en última instancia, lo que la oración «de dolores de parto» es: el amor de Getsemaní. Todo tipo de factores como estos pueden interferir con nuestra empatía, audacia y tenacidad en la oración.

También podemos albergar el temor de que no obtendremos ningún fruto de nuestras oraciones. Este miedo subyacente de ser defraudados por Dios puede paralizarnos en oraciones defensivas destinadas principalmente a protegernos de la decepción. Incluso Pablo luchó con la forma en que Dios todavía podía estar obrando a través de la oración cuando parecía producir poco más que retraso y frustración (2 Corintios 12:7–9).

Estos factores son verdaderos obstáculos. Pero he llegado a la conclusión de que sentirse culpable por ellos es un incentivo muy efímero y, en última instancia, ineficaz para la oración. Mi encuentro con la oración «de dolores de parto» me acercó más a lo que creo que Dios está buscando. A medida que la esperanza del avivamiento se ha profundizado en mi corazón, mi disposición a orar por el mismo de manera menos casual ha crecido en al menos tres formas.

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1. Más y menos preocupado

La forma en que oramos le importa a Dios. Así como solía decirles a mis hijos pequeños «no me hablen así» cuando eran irrespetuosos, Dios podría decir lo mismo de mis oraciones cuando tomo a la ligera la condición de mis relaciones o el discernimiento detrás de mis peticiones. Finney pidió a los peticionarios que busquen saber cómo ve Dios la necesidad antes de orar al respecto. Estoy aprendiendo que orar primero sobre mi oración, y buscar la ayuda del Espíritu para expresar los deseos de Dios son buenas maneras de comenzar a orar con menos indiferencia.

Sin embargo, esperar tal fervor de todas las personas con las que oramos no es realista. Ser menos casual en la oración requiere la humildad de también estar menos preocupado por lo que otros puedan pensar. «No me preocupa la reputación del metodismo, ni mi propia reputación, más que la reputación del Preste John», escribió una vez John Wesley. El avivamiento siempre ha sido anunciado por las peticiones de los inicialmente incomprendidos, los oscuros y los agobiados, aquellos que a menudo lloran mientras otros se relajan.

2. Oraciones más grandes y más pequeñas

Otro paso ha sido reconocer cuán casuales se vuelven mis oraciones cuando mi pedido es realmente alcanzable por medios humanos. Creyendo que la visión pequeña obstaculizaba la eficacia de la oración, Edwards incitó a los peticionarios a «ir y expresar todos sus deseos ante Dios en toda su extensión, sin tener miedo… Pero que sus peticiones sean tan grandes como sus deseos». Cuando me enfrenté a las insuperables dificultades de un mundo quebrantado, las lecciones del sufrimiento me desafiaron a orar en grande. El «dolor de parto» es la forma en que la oración puede sentirse y sonar cuando la intensidad de nuestra expresión coincide con la inmensidad de nuestra necesidad.

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Sin embargo, a Finney le preocupaba que las grandes oraciones también pudieran volverse amplias, genéricas y cliché: «Dios, por favor bendice a nuestra comunidad». «Que nuestra iglesia siga tu voluntad, Señor». Cuando los cristianos oran juntos, deben «reunirse con un objetivo definido», exhortó Finney, «y buscar ese objetivo en oración ferviente». He encontrado que esa particularidad en la oración, para mí, se siente más arriesgada y requiere una mayor fe. Y cuando tengo más en juego en la solicitud específica, no presento mis peticiones de forma casual.

3. Asumir la desesperación elegida

A diferencia de nuestros hermanos en la época colonial, el declive espiritual generalmente no me conduce a días de ayuno. El miedo al juicio de Dios por el pecado no traspasa nuestros corazones como lo hizo en Estados Unidos del antebellum. No experimentamos persecución como la sufren los cristianos en otras partes del mundo, donde las lágrimas son el lenguaje de oración de la iglesia. Por lo tanto, si mi oración debe dejar de ser casual, implicará el propio esfuerzo de mi voluntad a fin de reconocer nuestra necesidad desesperada, y dejarme atrapar por ella; una postura interna de honestidad espiritual que desafía la comodidad de mis circunstancias.

Tal aguda conciencia de la realidad actual se quedará corta si solo permito que me haga parecer más perspicaz en mis conversaciones con los demás. Lo que importa es que la evaluación honesta de nuestros tiempos me mueva a buscar a Dios para vivir su amor por el mundo, expresado primero no en un púlpito, blog, artículo de revista o tuit, sino encerrado en mi aposento. Es mi elección asumir como propia la oración más antigua y desesperada de la iglesia: «Ven, Espíritu Santo».

El avivamiento sería demasiado glorioso y nuestra necesidad demasiado grande. Y nuestro Dios es demasiado digno como para conformarse con algo menos.

David R. Thomas es pastor en la Iglesia Metodista Unida y director ejecutivo de New Room, que conecta y une al pueblo de Dios para sembrar un gran avivamiento. Puedes contactarlo en newroom.co [enlace en inglés].

Traducción por Sergio Salazar.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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