Lo hicimos todo bien. Como padres cristianos, revisamos todas las listas de pasos para criar niños en los caminos del Señor. Les enseñamos la diferencia entre el bien y el mal. Les hablamos de Jesús. Los llevamos a la escuela dominical. Llegamos a tiempo a la iglesia.

Por supuesto, ninguno de nosotros es un padre perfecto. Pero ver a un hijo atravesar profundas luchas espirituales puede resultar desorientador, sobre todo cuando hemos hecho todo lo que ha estado a nuestro alcance para evitarlo, a menudo con un fervor alimentado por nuestra propia y humilde historia espiritual. Hemos aprendido lecciones dolorosas con Dios y queremos evitar que nuestros hijos tengan que aprenderlas también.

Pero no funciona así. No podemos evitar que nuestros hijos tengan dificultades y, si lo intentamos, corremos el riesgo de impedirles que experimenten la plena verdad y belleza del evangelio.

Crecí en lo que algunos llamarían un «contexto familiar desestructurado». No obstante, yo también lo llamaría feliz. Mi mamá trabajó duro y mis abuelos vivieron con nosotros durante algunos de esos años. Aun así, con esos antecedentes, cuando mi esposo y yo empezamos a tener hijos, nos propusimos criarlos perfectamente, al igual que muchos padres primerizos.

Con una confianza comparable a la de los estudiantes de primer año de seminario, revisamos todos los versículos de la Biblia sobre la paternidad, el orden y la disciplina, y creamos con ellos una ecuación que pensamos daría como resultado una crianza perfecta. Nuestros hijos iban a ser asombrosos porque nosotros íbamos a ser padres asombrosos. Estábamos siguiendo el Libro a la perfección.

No hay nada como la arrogancia de los jóvenes inexpertos, aunque, en retrospectiva, nuestro problema iba más allá de la juventud y el orgullo. Habíamos adoptado una visión del evangelio de la prosperidad y la habíamos aplicado a la vida familiar, incorporando principios de «salud y riqueza» al proceso de crianza. Más que en el área del dinero o el bienestar físico, el área donde deseábamos el éxito más profundamente era en nuestra familia, y ahí es donde el falso «evangelio del éxito» se arraigó en nuestras vidas.

En ese momento, no lo habríamos identificado como una enseñanza legalista o del evangelio de la prosperidad. Lo habríamos llamado «bíblico». Pensábamos que si conseguíamos hacer bien esto de la «vida cristiana», no tendríamos que depender tanto de la gracia de Dios. La gracia sería simplemente nuestro respaldo en días inusuales, para los obstáculos imprevistos.

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En ese momento no nos dimos cuenta de que cuando tomamos principios de la Biblia y los despojamos de Cristo y su redención y perdón, se convierten en algo completamente distinto. Adoptamos la postura de Adán y Eva sosteniendo el fruto del conocimiento del bien y del mal, pensando que, si pudiéramos saber qué hacer y qué no hacer, entonces no dependeríamos tanto de la gracia de Dios.

Esto fue especialmente evidente en la forma en que abordamos el Libro de Proverbios. «Instruye al niño en el camino correcto y aun en su vejez no lo abandonará» (Proverbios 22:6). Tratamos versículos como este como garantías y no como descripciones del bien que Dios quiere para nosotros. Buscamos construir la salvación con nuestras propias manos, tal como solemos hacer los humanos.

Y eso tenía sentido, porque los Proverbios son buenos. Pero éramos demasiado propensos a juzgar algo como «bueno» en función de si nos daba los resultados que queríamos en el plazo esperado.

Dios juzga lo que es bueno de manera diferente. Chad Bird, erudito del Antiguo Testamento, dice que usar los Proverbios como garantía es actuar como los amigos de Job, examinando a alguien que está sufriendo y tratando de descubrir qué proverbio no siguió del todo correctamente: Si hacemos todo lo correcto, ¡deberíamos estar bien! Encontremos la solución a tus fracasos. Quizás haya una pizca de sabiduría aquí que pueda solucionar la situación.

Job era un hombre justo y, sin embargo, los Proverbios no «funcionaron» para él. Hizo todo bien, pero aun así Dios permitió el sufrimiento, aparentemente sin explicación, y en los capítulos finales del libro Él mismo habla para decirles a Job y sus amigos cuán incorrectamente habían juzgado la situación.

A menudo, nos cuesta reconocer que Jesús no solo dijo que tal vez encontraríamos sufrimiento, sino que aseguró que sucedería (Juan 16:33). Eso es lo que el evangelio de la prosperidad ignora, y es comprensible: parece mucho más positivo y productivo centrarse en las partes de la Biblia que nos dan una sensación de control.

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No queremos confiar en que Cristo ya venció al mundo. Queremos alegrarnos de que, bueno, al menos hicimos todo lo que pudimos. No queremos tanto la redención como la redención en nuestros propios términos, obtenida por nuestras propias manos.

A medida que nuestra cultura pasa de la crianza tipo helicóptero (sobreprotectora) a la crianza tipo cortadora de césped (donde los padres van más allá de la sobreprotección y buscan derribar todos los obstáculos para sus hijos), la tentación de aplicar el evangelio de la prosperidad a la crianza solo se vuelve más fuerte.

Sentimos como si hubiéramos fracasado de alguna manera si nuestros hijos enfrentan cosas difíciles. Sentimos como si hubiéramos fracasado si están luchando con su fe o con Dios. Empezamos a pensar que es nuestro trabajo desaparecer toda esa lucha, y olvidamos que en realidad nuestra tarea es estar con nuestros hijos y orar por ellos tanto en la lucha como en la alegría.

Y los padres no son los únicos que tienen esta sensación de fracaso. Recientemente hablé con una joven que dijo que se sentía presionada a ser feliz todo el tiempo. Sus padres seguían diciendo que solo querían que sus hijos fueran felices, así que cuando ella no era feliz, sentía que les estaba fallando.

«Solo quiero que esté bien tener un día en el que me sienta triste», me dijo. Esta chica quería tener la libertad de sentir toda la gama de emociones humanas sin decepcionar a sus padres, sin hacerles sentir que no habían hecho todo bien.

Por supuesto, un principio central del evangelio es precisamente que no podemos hacer todo bien, y es por eso por lo que necesitamos tan profundamente la redención de Dios. Recuerdo que una vez le abrí mi corazón a Dios cuando uno de mis hijos estaba pasando por un tiempo difícil. Lloré porque no podía hacer nada para arreglar ese dolor. Pero Dios me mostró entonces que, si tuviera la capacidad de eliminar todas las luchas de mis hijos, ellos nunca lo necesitarían a Él. Nunca tendrían motivos para clamar a Él por sí mismos.

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Mis limitaciones ayudan a mis hijos a buscar y ver a Dios. Su poder se muestra en mi debilidad (2 Corintios 12:9), no en promesas mecánicas de prosperidad familiar, y este es un poder que mis hijos deben llegar a conocer por sí mismos. Aprender a confiar únicamente en la salvación de Cristo es a menudo una batalla diaria. Nuestros hijos deben luchar con esto por sí mismos y superar todas sus versiones de autojustificación, tal como lo hicimos nosotros.

Cuanto más tiempo soy madre, más me doy cuenta de que Dios está más dispuesto que yo a que mis hijos pasen dificultades. Siempre quiero saltarme la lucha, ignorarla y avanzar rápidamente para superarla. A menudo soy impaciente y no estoy dispuesta a caminar en medio del dolor.

Pero si podemos dejar de aplicar el evangelio de la prosperidad a la crianza, podremos abrazar el verdadero evangelio de un Dios que está con nosotros y a nuestro favor.

Podemos presentar este Dios a nuestros hijos, no un Dios que cuenta nuestros fracasos como padres o exige felicidad constante, sino un Dios compasivo que nos encuentra en nuestra lucha; que nos permite luchar con Él; que no nos pide que finjamos que las cosas están bien cuando no lo están; que nos permite, como dijo Martín Lutero, «[llamar] las cosas como lo que son realmente», incluso si se trata de algo incómodo o infeliz.

Por mucho que odiemos el hecho de que en este mundo tendremos aflicciones (y que nuestros hijos tendrán aflicciones también), podemos consolarnos con la honestidad, la paciencia y el amor de Dios. Y podemos mostrarles a nuestros hijos que así es Dios, mucho mejor de lo que jamás podría ser el ídolo mezquino y a menudo inepto del evangelio de la prosperidad.

¿Qué pasaría si instruir a los niños en el camino correcto no fuera simplemente enseñarles la diferencia entre el bien y el mal, y asegurarse de que asistan a la Escuela Dominical? ¿Qué pasaría si más bien consiste en enseñarles a confiar en la gracia de Dios, todos los días?


Gretchen Ronnevik es autora de Ragged: Spiritual Disciplines for the Spiritually Exhausted y copresentadora del pódcast Freely Given.

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