«¿Sabes de algún trabajo para gente como yo?», pregunta Doris*, tecleando la frase en español en la aplicación de traducción de su teléfono.

[Las personas mencionadas en este artículo solicitaron que se protegiera su identidad y aceptaron que se usara solo la primera letra de su nombre. Para facilitar la lectura, se hará uso de nombres cambiados que comiencen con la misma letra.]

Gente como ella. Doris es venezolana, una de los millones de migrantes que han llegado a la frontera sur de Estados Unidos en los últimos años. Llegó con su marido tras un peligroso viaje, desesperada por que sus hijos tuvieran una oportunidad de tener el tipo de vida que yo doy por sentada para mi familia: comida todos los días, educación, electricidad y atención médica. Y ahora está sentada frente a mí en la mesa de mi cocina.

La conocí hace unos meses, poco después de que llegara a la ciudad. Un amigo mío, el pastor Eduardo*, acogía a inmigrantes en su iglesia, una congregación evangélica de Midland, Texas, en la que se habla inglés y español. El pastor Eduardo me contó que los migrantes acogidos por su iglesia habían recibido permiso del gobierno de Estados Unidos para entrar al país y solicitar asilo, pero que normalmente tienen que esperar seis meses o más para obtener un permiso de trabajo.

Mientras esperan, el pastor Eduardo, su esposa y su congregación proporcionan alojamiento y comida a algunos de los inmigrantes que carecen de otros contactos en Estados Unidos, y también les ayudan a encontrar trabajos remunerados con personas confiables para que los traten con justicia.

Escribo la siguiente pregunta para Doris en la aplicación de traducción de mi teléfono, aunque ya sé la respuesta: «¿Tienes permiso para trabajar aquí?». Ella niega con la cabeza. Hasta ahora, todos los inmigrantes a cargo del pastor Eduardo siguen esperando el permiso de trabajo.

Reflexiono sobre su primera pregunta: ¿Sabes de algún trabajo para gente como yo? Sabría cómo ayudar a Doris a encontrar un pediatra o a matricular a su hijo en la escuela. Podría ayudarla a encontrar un profesor de matemáticas o un agente inmobiliario. Pero aunque vivimos en la misma ciudad, vivimos en dos mundos diferentes. Y no sé cómo ayudarla a encontrar un trabajo regular, justo y seguro en el mundo que ella habita.

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«Soy bendecida», empiezo a escribir, con mi lenguaje cristiano evangélico burbujeando por reflejo. Pero la palabra se ve sucia en mi pantalla. He escuchado a Doris cantar himnos en español. ¿Es la bendición de Dios la que nos ha puesto a cada una en nuestros respectivos lugares? Retrocedo e intento ser más precisa.

«Soy afortunada», corrijo. «Afortunada», digo en español. «Como nací aquí, no tengo experiencia en encontrar trabajos que no requieran un permiso legal, y no sé muy bien cómo ayudar».

Mientras le acerco el teléfono para mostrarle mi explicación en español, aparece un mensaje. Es un anuncio de campaña política: «Carrie, soy Amber, de Texans for Strong Borders. Texas se enfrenta a una invasión debido a la negativa de la administración Biden a asegurar la frontera».

Una invasión de gente como Doris.

Territorio en disputa. Ahí es donde a veces siento que vivo como seguidora de Cristo, en un lugar saturado tanto de cristianismo cultural como de verdadera y profunda fe en Jesús. En el oeste de Texas, como en gran parte de Estados Unidos, la inclinación política es predecible por el código postal, y las preferencias políticas pueden venir empaquetadas junto con la pertenencia a una iglesia. Puede ser fácil olvidar o ignorar la tensión de los valores en conflicto, incluso cuando la lealtad nacional consume lentamente la lealtad al Reino.

Al igual que yo, el pastor Eduardo nació y se crió en el oeste de Texas; sin embargo, la vida de su familia siempre ha serpenteado de un lado a otro de la frontera con la lánguida facilidad del propio Río Grande. Políticamente conservador, Eduardo es tan republicano de pura cepa como cualquier tejano del oeste. Es capaz de argumentar de forma convincente por qué la inmigración debería reducirse drásticamente y la frontera debería ser más segura.

Y aunque a Eduardo no le gusta la aspereza del expresidente Donald Trump, aprecia su dura postura sobre la inmigración, misma que considera más humana que las políticas de la administración Biden, que dan una bienvenida parcial, pero hacen casi imposible inmigrar de forma segura y legal.

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En algún momento de nuestras vidas, Eduardo y yo compartimos una cómoda certeza en el famoso estribillo republicano: «Apoyo la inmigración, pero tienen que entrar legalmente». Parecía trazar una línea de demarcación clara e incluso moral a través de la crisis fronteriza con la precisión de un topógrafo. Blanco y negro. Lo correcto y lo incorrecto. Nosotros y ellos.

Pero ahora que los inmigrantes se sientan a la mesa de nuestra cocina, ambos hemos aprendido que es más complicado que eso. Algunos inmigrantes que Eduardo conoce obtuvieron permiso para entrar en Estados Unidos hace más de dos años y siguen esperando permisos de trabajo.

«Tienen que crear una subcultura para sobrevivir», me dice, describiendo la servidumbre moderna en la que están atrapados algunos inmigrantes. Las palabras de Eduardo penden entre nosotros, porque ambos sabemos que correríamos los mismos riesgos si eso fuera necesario para alimentar a nuestras propias familias.

«La inmigración nunca se ha abordado. Republicanos y demócratas no quieren tocar el tema», me dijo Eduardo, compartiendo que sus frustraciones políticas van en ambas direcciones. De hecho, la labor de ayuda que está llevando a cabo cruza suficientes zonas legales grises como para que los abogados nos aconsejaran a mí y a los editores de CT que mantuviéramos en el anonimato la identidad de Eduardo para protegerlo de posibles repercusiones legales.

El hecho de que un ministerio eclesiástico que ayuda a inmigrantes legales sea motivo de preocupación revela el cruel absurdo del actual proceso de asilo, mismo que muchos inmigrantes persiguen porque es la única vía de inmigración lícita y ampliamente disponible para trabajadores no calificados sin familia en Estados Unidos: permitimos que los inmigrantes entren en el país, pero no les damos permiso para trabajar.

Este limbo legal expone a los inmigrantes a peligros reales, como el tráfico de personas y los abusos laborales. Y al mismo tiempo, los obliga a navegar por un proceso de inmigración ineficaz y a menudo inexplicable, a pesar de que normalmente no hablan inglés, no pueden pagar un abogado, y es posible que ni siquiera sepan leer y escribir.

En lugar de abordar los problemas sistémicos de nuestras políticas de inmigración, los políticos de ambos bandos utilizan a los inmigrantes como forraje político, sin hacer nada por cuidar de estos portadores de la imagen de Dios. La dura realidad es esta: vivimos en un sistema en el que dependemos de la mano de obra ilegal y, sin embargo, demonizamos a quienes la proporcionan. Para tranquilizar nuestras conciencias, fingimos no ver, pasando por el otro lado del camino (Lucas 10:25–37).

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El pastor Eduardo ahora ve a los inmigrantes de nuestra ciudad, y se ha comprometido a ayudarles, aunque este acto de lealtad al Reino sea también desobediencia civil. Sin embargo, como él mismo admite, pasó años ignorando a los inmigrantes que pasan por el oeste de Texas, confiado en su política y ocupado en su ministerio.

Entonces, el otoño pasado, Eduardo conducía por Ciudad Juárez, la ciudad mexicana vecina a El Paso, al otro lado del Río Grande, donde ayuda a pastorear otras tres iglesias. Junto al río, se encontró con un gran campamento de inmigrantes. A pocas manzanas del final de la línea de ferrocarril que muchos de ellos recorrieron en dirección hacia el norte, habían reclamado un estrecho trozo de grava entre el agua y una concurrida carretera mexicana. Al otro lado del río se divisaba el moderno perfil de El Paso; cerca, pero imposiblemente lejos de las improvisadas tiendas de lona y cartón de los inmigrantes. Sobre el campamento ondeaba una bandera venezolana.

Normalmente, habría pasado de largo. Pero esta vez, Eduardo se detuvo y se encontró a sí mismo preguntándole a Dios: ¿Cuál es nuestra parte en ayudarles? ¿Cómo nos has llamado para marcar la diferencia? Volvió a su casa en Midland y, durante las dos semanas siguientes, se despertó todas las noches entre las 3 y las 4 de la madrugada tras soñar con ovejas y cabras, migrantes, y el Pastor que protege y clasifica.

Cada noche, se despertaba con las palabras de Mateo 25:35–36 en su mente: «Porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber; fui forastero y me dieron alojamiento; necesité ropa y me vistieron; estuve enfermo y me atendieron; estuve en la cárcel y me visitaron».

Cada noche, intentaba volver a dormirse con una clara instrucción de Dios reverberando en la quietud: No me preguntes por qué vinieron; pregúntame qué hacer ahora que están aquí.

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Eduardo estaba cada vez más convencido de que «la Iglesia había quitado la mirada de lo realmente necesario», dijo. De que él había quitado la mirada de lo realmente necesario. «Nos habíamos vuelto tan metódicos en nuestra forma de hacer las cosas para Dios que habíamos perdido de vista su corazón por los que realmente lo necesitan».

Sus opiniones políticas sobre la inmigración siguen siendo las mismas. Pero el corazón de Eduardo ha cambiado. «Dios me dijo: “Quiero que seas mis manos. Mis pies. Mi boca. Mis ojos. Quiero que los ames. Que los abraces. Hazles sentir que tienen un refugio, una familia y un lugar donde aprender sobre mí”».

Con sus congregaciones asociadas en México y sus pastores, Eduardo pronto construyó un refugio en un edificio vacío cerca del campamento. Algunos miembros de la iglesia se ofrecieron para limpiar. Otros para cocinar. El primer día sirvieron espagueti a casi 300 migrantes y desde entonces han servido una comida cada día.

En una semana, los equipos de las iglesias instalaron cinco lavabos con agua potable fuera del edificio, dando a los migrantes un lugar donde bañar a sus bebés, lavarse las manos y cepillarse los dientes. En diez días, las iglesias construyeron duchas y baños; aunque los migrantes seguían viviendo en tiendas de campaña, eran menos los que tenían que defecar al aire libre.

A medida que el clima se volvía más frío, los voluntarios de las iglesias empujaban las mesas y sillas contra las paredes por la noche, llevando a unas 20 personas a dormir dentro a fin de protegerlas del frío. Cuando el gobierno mexicano empezó a tomar medidas enérgicas contra los migrantes que dormían al aire libre, renovaron una parte del edificio donde el tejado se había derrumbado para que más personas pudieran pasar la noche en el interior. Designaron espacios para mujeres solas y niños, familias, y hombres solos. Ahora, el edificio funciona como centro de día para cientos de personas, y como dormitorio para unas 130 personas cada noche.

En los primeros cuatro meses, el pastor Eduardo calcula que pasaron por su refugio casi 15 000 inmigrantes de Venezuela, Nicaragua, Honduras, Guatemala e incluso de países africanos. Y cuando algunos inmigrantes obtuvieron permiso para entrar en Estados Unidos pero no tenían adónde ir tras cruzar la frontera, Eduardo convirtió su iglesia de Midland en otro refugio: extendió colchones inflables en el piso de los salones de la escuela dominical, añadió una ducha a los baños existentes, preparó comidas en la cocina de la iglesia, e intentó ayudar a los inmigrantes a encontrar trabajo. Así conocí a Doris.

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«Dudo si es el deber de cualquier persona privada fijar su mente en males que no puede evitar», escribió una vez C.S. Lewis. «Esto puede convertirse incluso en una evasión de las obras de caridad que realmente podemos hacer por aquellos a quienes conocemos».

El poder político de que disponen los cristianos estadounidenses hace que este sea un consejo difícil de seguir. Especialmente en posiciones de liderazgo o influencia, es fácil fijar nuestras mentes en males que no podemos evitar, marcar las plataformas políticas con un sello divino de aprobación y dejar que nuestro politiqueo sustituya —en lugar de complementar— nuestras responsabilidades cristianas concretas. Lo he lamentado muchas veces, especialmente en cuestiones como la inmigración, que parecen totalmente inextricables en la esfera política, pero que pueden abordarse de forma tangible en nuestras comunidades locales.

Pero hay un camino diferente, uno que he visto recorrer al pastor Eduardo este último año. Lo he visto bajar por la escalera del poder en lugar de subirla; lo he visto cambiar su certeza política por una humildad arrepentida; lo he visto amar a sus vecinos en lugar de desear que no estuvieran aquí. En lugar de afinar su postura personal sobre la política de inmigración de Estados Unidos, Eduardo se enfrenta a una cuestión más profunda y complicada: ¿Qué me pide el amor que haga?

Esto no significa que esté contento con nuestra política de inmigración —no lo está— ni que quiera fronteras abiertas —no las quiere—. Pero Eduardo ha llegado a comprender que esas preguntas no son su principal preocupación. Tampoco lo son para mí y, muy probablemente, no deberían serlo para usted. La mayoría de nosotros nunca estaremos en posición de dirigir la política de inmigración de Estados Unidos. Pero sí tendremos oportunidades de amar bien a nuestro prójimo.

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En su boletín de despedida para The New York Times, la colaboradora de CT Tish Harrison Warren observaba que todos tenemos tendencia a «dar prioridad a lo lejano sobre lo próximo y a lo grande sobre lo pequeño. Podemos intentar tener todas las opiniones políticas correctas y aun así no amar realmente a nuestros vecinos reales: los que están a nuestro alrededor, en nuestras casas, en nuestros lugares de trabajo o en nuestros barrios».

Cuando nos ocupamos de debates políticos que no podemos resolver y reducimos el llamado de carne y hueso a amar al prójimo a un mero ejercicio filosófico, convertimos nuestras vidas, como escribió Warren, en una «abstracción»: una existencia digitalizada, aislada y deshumanizada. La encarnación de Jesús es diferente. Como dice Eugene Peterson en su versión de Juan 1:14: «La Palabra se hizo carne y sangre, y se trasladó al barrio».

Este es el camino también para nosotros. Debemos abrazar, como concluye Warren, las «realidades encarnadas, complicadas y tocables que nos rodean en nuestros barrios, iglesias, amistades y familias». Eso es lo que hizo el pastor Eduardo y, en el proceso, abrió las puertas para que los que estábamos a su alrededor batalláramos con la misma realidad complicada, a veces en nuestras propias mesas de cocina.

Es fácil etiquetar a Doris de «invasora» al enviar mensajes de texto robotizado para una campaña política. No es tan fácil cuando estás sentado frente a ella, observando cómo se masajea las sienes y descansa los ojos. En ese momento, no sé cómo reformar la ley de inmigración estadounidense. Pero sí sé que ella parece más una hermana que una amenaza.

*Nombres cambiados por motivos de privacidad.

Carrie McKean es una escritora que vive en el oeste de Texas, cuyo trabajo ha sido publicado en The New York Times, The Atlantic y Texas Monthly Magazine.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.

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