¿Es de extrañar que la duda pueda infiltrarse en nuestras oraciones, considerando el abismo que llegamos a experimentar entre lo que las Escrituras parecen prometer y la realidad que vivimos? En Marcos 11:23, Jesús nos dice que Dios incluso reorganizará la geografía para nosotros, si tan solo nos acercamos a Él con fe. Lo que esto implica es que nuestro Padre celestial hará cosas milagrosas por nosotros. No obstante, todos podemos hablar de ocasiones en las que hemos orado por milagros mundanos —quizá se nos pase el insomnio, o la resolución de un conflicto que ha durado mucho tiempo— y nuestras circunstancias no se han movido. Es en ese espacio en el que, como describe A. J. Swoboda, «la duda nos sucede» [enlaces en inglés].

Santiago, el hermano de Jesús, complica la ecuación más adelante al sugerir que la razón por la que nuestras montañas personales no se mueven puede muy bien ser porque la duda, de algún modo, ha corrompido nuestra fe. «Pero que pida con fe, sin dudar, porque quien duda es como las olas del mar, agitadas y llevadas de un lado a otro por el viento. Quien es así no piense que va a recibir cosa alguna del Señor; es indeciso e inconstante en todo lo que hace» (Santiago 1:6-8, NVI).

Entonces, ¿quién puede orar? Porque, si somos sinceros, todos luchamos con la duda de vez en cuando. Versículos como estos pueden conducirnos a creer que estaríamos mejor negando la duda o evitando a Dios del todo cuando esta emerge.

La duda puede desestabilizar nuestra fe, pero no tiene por qué silenciar nuestras oraciones. De hecho, cuando llevamos nuestras dudas a Dios, nuestra fe puede hacerse más profunda.

El ADN de la duda

La duda puede afectar a cada uno de nosotros en distintos puntos a lo largo de nuestro viaje cristiano; es como una corriente subterránea que discurre bajo el camino de la fe. La duda puede filtrarse en nuestras vidas a través de muchos portales, tales como las oraciones no respondidas, las partes de las Escrituras que sentimos que no tienen congruencia con nuestras vidas, o un sufrimiento que no cesa. Las heridas infligidas por otros creyentes o líderes espirituales son otro punto común de entrada. Cuando aquellos que aseguran seguir a Jesús actúan de manera reprensible, puede que esto nos lleve a cuestionar a Dios o simplemente a apagar nuestra hambre por toda la obra cristiana.

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La duda también puede surgir cuando nuestras expectativas se desmoronan. Seamos conscientes de ello o no, a menudo cargamos con expectativas específicas acerca de cómo Dios debería responder nuestras peticiones de oración. Construimos esas expectativas alrededor de nuestros constructos teológicos: cómo interpretamos lo que hemos leído en las Escrituras, lo que se nos ha enseñado y lo que hemos experimentado. Así pues, si Dios no contesta nuestras oraciones tal y como esperábamos o imaginábamos, la decepción puede dar paso a la duda o incluso dejarnos con la pregunta de si la oración es siquiera necesaria.

Hacer las paces con la duda

Cuando nos tomamos en serio las palabras de Santiago, debemos asumir que simplemente necesitamos reunir más fe. O puede que imaginemos que, para superar la duda, necesitamos adquirir más conocimiento. Pero la realidad es que no podemos fabricar la fe y nunca comprenderemos del todo a Dios, sin importar cuánto memoricemos la Biblia, cuántos cursos de seminario obtengamos o cuántas horas oremos. Como Pablo le recordó a los corintios, ahora vemos de manera indirecta y velada, como en un espejo (1 Corintios 13:12). Somos criaturas limitadas, atrapadas en el tiempo terrestre sin la capacidad de comprender del todo nuestra propia narrativa, por no decir los misteriosos propósitos de Dios o los perversos esquemas del enemigo.

Hasta cierto punto, nuestra experiencia con la duda depende de cómo la percibamos. Si pensamos, como se burló el poeta Alfred Lord Tennyson, que «nacen del diablo» o son similares a un invasor que rompe nuestras defensas para deconstruir nuestra fe, entonces la duda debe evitarse o negarse a toda costa. Pero ese no es el único punto de vista.

«Creo que la duda y la fe no son opuestos», dice el experto en el Nuevo Testamento Scot McKinght. «A menudo la duda es inherente a la fe». Si exploramos nuestra duda y trazamos su curso hasta la fuente, puede que revele nuestros falsos constructos acerca de Dios o nuestros débiles intentos por ejercer control sobre Él. De este modo, la duda en realidad puede acercarnos a Dios en humildad y profundizar nuestra relación con Él al aproximar nuestras oraciones hacia una honestidad y una intimidad mayores.

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¿Cómo debemos orar, entonces?

Las Escrituras nos animan a orar sin cesar y en total confianza de que nada puede separarnos del amor de Dios (1 Tesalonicenses 5:17; Romanos 8:38-39). Este nada incluye la duda.

Podemos estar seguros de estas dos verdades: las preguntas y las dudas son experiencias comunes entre las personas de fe, y Dios desea que nosotros tengamos una relación con Él. No tendría sentido que Dios espere que neguemos, erradiquemos o compartimentemos nuestras dudas antes de conversar con Él en oración. Piensa en una relación matrimonial: el silencio y la ausencia rara vez resuelven los conflictos o acercan a los esposos. Es mucho más probable que, por el contrario, aumenten la distancia y los animen a pensar en el peor escenario posible. Lo mismo es cierto en nuestra vida con Dios: cuando las dudas surgen, debemos permanecer próximos y vulnerables, y seguir orando.

Las Escrituras proporcionan ejemplos de personas que demostraron que alguien puede, al mismo tiempo, cuestionar a Dios (o la eficacia de la oración) y continuar comprometido con la fe en Dios. Piensa en Sara, la esposa de Abraham: cuando ella escuchó a escondidas a los tres misteriosos visitantes que profetizaron que ella tendría un hijo al cabo de un año, se rió ante la aparente imposibilidad de esta promesa (Génesis 18). Pero Dios cumplió su promesa, y Sara es considerada una heroína de la fe porque cooperó con el plan de Dios a pesar de sus dudas (Hebreos 11:11).

El rey David, que nunca fue capaz de ocultar sus emociones a nadie, nos ayuda a entender cómo orar, aunque nos sintamos como una ola sacudida por la tormenta. El Salmo 13 comienza con un grito de angustia lleno de duda: «¿Hasta cuándo, Señor, me seguirás olvidando? ¿Hasta cuándo esconderás de mí tu rostro? ¿Hasta cuándo he de estar angustiado y he de sufrir cada día en mi corazón?» (vv.1-2). En vez de evitar a Dios o pretender que no estaba atribulado, David se acercó a Dios admitiendo sus dudas y frustraciones. Entonces, oró: «Pero yo confío en tu gran amor; mi corazón se alegra en tu salvación. Y cantó salmos al Señor: ¡El Señor ha sido bueno conmigo!» (vv. 5-6), demostrando así que no podemos llegar a una alabanza verdadera por medio de la negación o del fingimiento. Dios no se ve amenazado ni limitado por nuestra duda —ni por nuestro miedo o ansiedad—, en parte porque nuestras emociones no pueden invalidar su carácter ni disminuir su poder.

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Así pues, ¿qué quería decir Santiago cuando nos advirtió que si los creyentes no oran con una fe pura no pueden esperar recibir nada de Dios? Tal vez Santiago no estaba emitiendo un edicto destinado a silenciarnos cuando tenemos incertidumbre, sino más bien, tal como me contó McKinght, estaba apelando a que los creyentes «confíen totalmente» en el carácter de Dios, a pesar de sus circunstancias. Esta sutil diferencia es crucial. Puede que exploremos dudas acerca del qué y el porqué, pero se nos anima a no dudar del quién. Tal vez Santiago no está corrigiendo a los creyentes por tener incertidumbre; está dándonos una advertencia para que no difamemos a Dios.

Una puerta para profundizar en la intimidad

La respuesta de Jesús a quienes llevaban dudas a cuestas debería darnos confianza para acercarnos a Él sin importar nuestro estado emocional. El Mesías nunca dio la espalda a aquellos que de verdad lo buscaban, aunque admitieran abiertamente su incertidumbre. Dos ejemplos de esto son las interacciones de Jesús con el padre del chico endemoniado y con su discípulo Tomás.

Cuando el desolado padre le daba detalles a Jesús acerca de la condición de su hijo, añadió: «Si puedes hacer algo, ten compasión de nosotros y ayúdanos». Jesús respondió: «¿Cómo que si puedo? Para el que cree, todo es posible». «“¡Sí creo!”, exclamó de inmediato el padre del muchacho. “¡Ayúdame en mi poca fe!”» (Marcos 9:21-24). Entonces Jesús sanó a su hijo.

En el que tal vez sea el pasaje más familiar sobre la duda en el Nuevo Testamento, Tomás expone su lucha por creer los relatos de la resurrección de Jesús: «Mientras no vea yo la marca de los clavos en sus manos, y meta mi dedo en las marcas y mi mano en su costado, no lo creeré» (Juan 20:25). Sin embargo, Jesús más tarde se aparece y ofrece a Tomás exactamente lo que necesitaba: una prueba física. El artista Makoto Fujimura destaca un aspecto de la respuesta de Tomás que a menudo se pasa por alto, y escribe en Art and Faith: «Quizá deberíamos reformular nuestra visión de este apóstol y comenzar a referirnos a él como “Tomás el creyente”. Después de todo, una vez aceptada la invitación, Tomás realmente no necesitó tocar las heridas de Jesús. Su fe le permitió ir más allá de la “prueba” de la promesa de Dios».

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Al aliviar la incertidumbre de este discípulo, Jesús habló a través de los siglos, normalizando las preguntas y las dudas, y asegurándonos que nunca deben convertirse en una barrera para tener intimidad con Él. Podemos confiar en que Cristo no se apartará de nosotros, aunque nuestra fe zozobre.

Al enfrentar nuestra duda en vez de negarla o sentir vergüenza, podemos encontrar un espacio para lamentar esas situaciones en las que Dios no respondió a nuestras oraciones tal y como esperábamos, renunciar a nuestras falsas creencias y expectativas poco realistas, y desarrollar una vida de oración más íntima. La duda no nos descalifica para orar. De hecho, nos impulsa a orar aún más, puesto que el amor y la fidelidad de Dios quizá sean lo único suficientemente poderoso y verdadero como para disipar esas dudas.

Dorothy Littell Greco es fotógrafa, escritora y autora de Marriage in the Middle: Embracing Midlife Surprises, Challenges, and Joys.

Traducción por Noa Alarcón.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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