En su libro clásico titulado Orthodoxy [Ortodoxia], G.K. Chesterton describió la sorprendente e incluso subversiva naturaleza de la verdad: «Cada que sentimos que hay algo raro en la teología cristiana, encontramos que generalmente hay algo raro en la verdad».

Él ofreció como ilustración el ejemplo del celibato: «Es verdad», escribió Chesterton, «que a lo largo de su historia, la iglesia ha enfatizado al mismo tiempo el celibato y la familia; a la vez… ha abogado tenazmente por tener niños y por no tenerlos. Ha mantenido ambos lado a lado como dos colores fuertes, rojo y blanco…. [La Iglesia] siempre ha tenido un intenso odio por el rosa».

Las palabras de Chesterton sirven para enmarcar el útil efoque de Rachel Joy Welcher en su libro más reciente, Talking Back to Purity Culture: Rediscovering Faithful Christian Sexuality [Una respuesta a la cultura de la pureza: El redescubrimiento de la sexualidad cristiana fiel]. Welcher registra la crítica sustancial contra el movimiento evangélico que llevó tarjetas de promesa, libros y reuniones masivas a los jóvenes americanos enloquecidos con el sexo. Pero ella no deconstruye dos mil años de enseñanza ortodoxa sobre la sexualidad cristiana. La pureza sexual importa, si bien no en la forma exacta en que la cultura de la pureza la definió. «Como ocurre con la mayoría de las respuestas sinceras y humanas», escribe Welcher, «no acertamos en todo».

Buenas intenciones y errores infames

Welcher, una hija de pastor, era una estudiante de preparatoria en 1997, cuando el libro de Joshua Harris I Kissed Dating Goodbye [Le dije adiós a las citas amorosas] «capturó la atención del mundo evangélico e inspiró innumerables libros sobre las relaciones de noviazgo y la pureza sexual», escribe. Ella nos sitúa en el contexto del movimiento, recordando a los lectores que la cultura de la pureza se gestó en un periodo en el que los embarazos adolescentes y las ETS estaban a la alza. Dadas las condiciones culturales de la época (y lo que ella llama «el viejo problema de la inmoralidad»), Welcher cree que la iglesia tenía razones de sobra para buscar formas de afirmar los benificios del matrimonio y lo bueno del sexo dentro de él. «Practicar la pureza», escribe ella, «es una forma de adoración».

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A diferencia de muchos otros críticos de la cultura de la pureza —escritores del estilo de Linda Kay Klein y Nadie Bolz-Weber—, Welcher no propone reemplazar los entendimientos históricos de la fidelidad sexual. El sexo extramatrimonial no es un acto de «libertad» sin importancia o una expresión auténtica del «amor». El sexo está destinado para la gloria de Dios. Como un profeta de tiempos bíblicos, Welcher nos advierte: «Amados, no sean engañados por… el evangelio del yo». Ella se rehúsa a gritar «paz» ante el desastre inminente. Es posible pecar sexualmente —y sufrir por ese pecado— y Welcher tiene toda la intención de enseñar a sus propios hijos estas verdades.

Lo que se rehúsa a decirles es que «la virginidad los hace puros».

Sin importar qué tan buenas fueron las intenciones de la cultura de la pureza, también fue culpable de errores muy infames. Hizo de la pureza cristiana una función de la historia sexual y del comportamiento de las personas, no en un renacimiento espiritual. Cargó a las mujeres con la responsabilidad de la lujuria masculina y le falló a las víctimas de abuso sexual. Además, hizo promesas de un matrimonio feliz, hijos y sexo maravilloso para cada persona que prometiera esperar y lo cumpliera.

La historia personal de Welcher es de singular ayuda aquí, pues ella cumplió todas las reglas que estableció la cultura de la pureza,y no obtuvo el resultado esperado. Reservó su primer beso para el hombre que sería su esposo, pero la pareja no vivió feliz para siempre. A los pocos años su esposo abandonó la fe y a su matrimonio, dejándola con los pagarés de la cultura de la pureza a los 30 años, sin virginidad que ofrecer a otro marido. Welcher se dió cuenta que la cultura de la pureza había elevado una expresión temporal (aunque importante), es decir, el llamado a la fidelidad sexual (esperar hasta el matrimonio), por encima del llamado de toda la vida al autocontrol en materia sexual, un llamamiento que obliga a todos los cristianos, casados y no casados, jóvenes y mayores, atraídos por el sexo opuesto o por el mismo. «Somos llamados», escribe Welcher, «a buscar la pureza hasta el día de nuestra muerte o en el que Cristo regrese, lo que suceda primero».

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Esta es la crítica más aleccionadora de Welcher: que la cultura de la pureza abstrajo la pureza sexual de una conversación más amplia sobre el discipulado. Pasó por alto ofrecer «una teología de la persona completa», una que nos enseñara a ofrecer cada centímetro de nuestras vidas a Dios. Si hay un mejor camino adelante, dice Welcher, será por medio de una conversación más robusta (y mucho más regular): una conversación informada por las Escrituras y guiada por menos reglas (aunque estas importan). Se necesita una conversación que haga espacio «para la pareja que se casó a los veinte, para el padre de tres que está divorciado y para el adolescente que se siente atraído por personas del mismo sexo».

Ella argumenta que la meta nunca es «fariseos castos» sino «discípulos imperfectos».

‘Promesas de recompensa sin rubor’

Creo que Welcher ha puesto el dedo exactamente en los problemas de la cultura de la pureza (muchos de los cuales no tengo espacio para mencionar aquí) y ha sugerido correctamente que la conversación sobre la fidelidad sexual sea una conversación para todos y cada uno en cada etapa de sus vidas.

El testimonio fiel de la iglesia de hoy es un contrapeso tan audaz a la ética sexual imperante en nuestra cultura como lo fue en los primeros siglos de la Iglesia. Nuestro testimonio sexual (o martirio, como la palabra griega original puede ser traducida) no se trata solo de esperar a tener sexo hasta el matrimonio, o de afirmar que el matrimonio es una pacto solo entre un hombre y una mujer. Nuestra «otredad» sexual radical debería ser evidente al honrar nuestras promesas de matrimonio; al invitar a los solteros a nuestros hogares y familias, haciendo así del celibato un llamado mucho menos solitario; al afirmar lo perfecto de la encarnación de la expresión sexual y rechazamos cualquier expresión sexual incorpórea, incluso mientras decimos junto con Welcher: «el sexo no es necesario para una vida abundante y que honra a Dios». Hay múltiples maneras en las que la iglesia puede preguntar: ¿cómo seguimos radicalmente el camino estrecho de Cristo, incluso si va en contra de nuestros deseos sexuales y afrenta los compromisos sexuales de nuestra cultura?

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Es de gran importancia resaltar que la conversación sobre la pureza sexual requiere que se hable fielmente sobre la naturaleza de la obediencia: que tiene costos reales y recompensas reales. Y si hay algo que me hubiera gustado que Welcher resaltara aún más, es esto. Claro, ella quiere iluminar la infiltración del evangelio de la prosperidad en las enseñanzas de la cultura de la pureza. Muchos en el movimiento, incluida Welcher, entendieron que el compromiso por esperar al amor verdadero reconocía que necesariamente había un amor verdadero esperándole. ¡Primero viene el amor, luego el casamiento, luego el bebé! Pero estas no son promesas que deberíamos hacer o creer en este mundo roto y herido en el que los esposos se van, la infertilidad persiste, o la enfermedad y la muerte amenazan con terminar cada momento de felicidad. No podemos esperar tenerlo todo en este mundo.

«Nos hemos acostumbrado a buscar satisfacción para cada pequeño deseo y a pasar las necesidades a largo plazo en nuestros términos», nos advierte Welcher. Tiene razón y aún así: no podemos moderar ninguna de las promesas para la gente de Dios en las Escrituras. Para regresar a Chesterton, hemos sido advertidos de «el desvío silencioso de la exactitud por una pulgada». Como explica C. S. Lewis en The Weight of Glory [El peso de la gloria], Jesús solía hacer «promesas de recompensa sin rubor». El cristianismo no es una vida que se caracteriza por sonreír mientras soportamos, como si siempre eligiéramos lo difícil en lugar de lo satisfactorio; tampoco es un asunto mercenario, como si tuviéramos que disculparnos por querer las bendiciones que ofrece el cristianismo. La pérdida de nuestras vidas en nombre de Cristo no es, en última instancia, una pérdida. Es ganancia. De alguna manera, tenemos que entender lo que Cristo quiere decir cuando le dice a su pueblo que mientras el ladrón viene a robar, matar y destruir, Él ha venido para que tengamos vida y la tengamos en abundancia (Juan 10:10).

Esto no quiere decir que seguir a Cristo no tenga ningún costo, ni que haya que sufrir una muerte real. Pero sí quiere decir que el cristianismo es algo más que masoquismo, que podría ser incluso y paradójicamente, el compromiso más interesado que hagamos jamás.

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Jen Pollock Michel es autora de Surprised by Paradox: The Promise of “And” in an Either-Or World. Ella, su esposo y sus cinco hijos viven en Toronto.

Traducción por Hilda Moreno Bonilla.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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