Esta es una traducción del artículo publicado originalmente en abril de 2014.

Elaboré mi primer ensayo para la clase de Inglés en la universidad sirviéndome de mucho entusiasmo, un diccionario de sinónimos y un ingenuo desprecio por el límite de páginas. El trabajo me fue devuelto con el siguiente comentario: «Carolyn, has presentado algunos buenos argumentos, pero desgraciadamente se han perdido en un mar de palabrería y perífrasis».

Siempre me han gustado las palabras. Una frase bien pronunciada puede sustituir el caos por el cosmos. Salomón comparó las palabras bien dichas con naranjas de oro con incrustaciones de plata (Proverbios 25:11, NVI). Cuando un predicador analiza algo de griego o hebreo en su prédica, me asombran los paisajes de significado que se esconden detrás de un poco de sintaxis. Las palabras son maestras, navajas suizas y paletas de pintor. Y cuando encuentran el coreógrafo adecuado, bailan.

Sin embargo, a pesar de todo mi amor por el lenguaje, me preocupa la creciente sensación de que debo prestar más atención a las cosas sin palabras. No me refiero simplemente a que «los actos hablan más que las palabras», aunque a menudo lo hacen, y todos deberíamos estar obligados a equilibrar cada uso de la palabra «compasión» con al menos diez actos compasivos. Pero últimamente me he preguntado: ¿He reducido el alcance de lo conocible a aquello que soy capaz de articular?

De vez en cuando, algo «me habla» —un acorde musical, el toque de un amigo, una puesta de sol o simplemente una sensación repentina de Presencia—. Cuando esto ocurre, siento un impulso irrefrenable de convertir en lenguaje lo que está ocurriendo. De lo contrario, no parece real. Este impulso es especialmente notable en mi vida devocional. Dame una lista de oraciones o un pasaje para estudiar, y ahí estaré. Pero pídeme que me siente en silencio en la presencia de Dios e inmediatamente me pongo ansiosa.

Ronald Rolheiser, escritor católico, distingue entre la oración meditativa y la contemplativa. En la primera, argumenta, somos activos y verbales. En la segunda, somos pasivamente inarticulados. Cuando intentamos percibir a Dios, sugiere Rolheiser, a menudo somos como un pez que pregunta a su madre: «¿Dónde está esa agua de la que tanto oímos hablar?». En primer lugar, la madre podría instalar un proyector en el fondo del océano para mostrar imágenes del mar. Luego, podría decir: «Ahora que tienes una idea de lo que es el agua, quiero que te sientas en ella y dejes que fluya a través de ti». La diferencia entre pensar en el agua y percibir su realidad es como la diferencia entre la meditación y la contemplación.

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La epistemología (el estudio de cómo sabemos lo que sabemos) suele hacer hincapié en el conocimiento expresado en afirmaciones proposicionales como: yo «sé» que 2 + 2 = 4. Pero también existe el «conocimiento por experiencia», obtenido a través del encuentro directo con otra persona, lugar o cosa. Muchas lenguas no inglesas tienen un vocabulario distinto para expresar las profundas diferencias entre estas formas de conocimiento. Por ejemplo, el verbo que designa el conocimiento de un hecho es wissen en alemán, sapere en latín y «saber» en español, mientras que el «conocimiento por experiencia» se denomina kennen en alemán, cognoscere en latín y conocer en español. El primer tipo de conocimiento es general, abstracto y fácil de expresar con palabras. El segundo es individual, particular y a menudo difícil de articular. El «saber» se encuentra en los libros de texto y en los credos; pero el «conocer» llega a través de las relaciones y la experiencia.

Uno de mis predicadores favoritos dice que, para el martes de cada semana, debe haberle «roto la espalda» a cualquier pasaje que vaya a enseñar el domingo. De este modo, busca el «saber», es decir, el conocimiento del texto que puede codificar, controlar y explicar a su congregación.

Por otro lado, uno de mis contempladores favoritos dice que su fe solo florece cuando permite que un pasaje lo rompa a él. Utiliza la práctica de la lectio divina (también conocida como «lectura sagrada» y que consiste en detenerse en un texto para escuchar al Espíritu Santo) para buscar un encuentro más directo.

Creo que ambos modos son esenciales. En efecto, Dios nos invita: «Vengan ahora y razonemos» (Isaías 1:18, NBLA). También nos dice claramente: «¡Quédense quietos y sepan que yo soy Dios!» (Salmo 46:10, NVI). En la primera traducción de la Biblia al latín, el verbo en este pasaje aparece como conocer (cognoscere) y no como saber (sapere). De esta forma, se leería: ¡Quédense quietos y conozcan que yo soy Dios!

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Quizá sea apropiado que dedique mi última columna de esta serie (Wrestling with Angels, enlace en inglés) a explorar el poder y los límites de las palabras. Hemos intercambiado muchas de ellas en los últimos cinco años, y estoy profundamente agradecida por ello. Puedes saber con toda confianza que no voy a renunciar al lenguaje: puedes contar con mi verborrea y perífrasis en futuros artículos para CT y, si el Señor lo permite, en canciones y libros futuros.

Sin embargo, espero escribir sin suponer que todo lo conocible se puede nombrar con palabras. Nuestro Dios es tanto el Verbo que se hizo carne (Juan 1) como el Espíritu que «… intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras» (Romanos 8:26). Nademos no solo en el mar de nuestras propias palabras e ideas sobre Él, sino también en su insondable océano de amor.

Carolyn Arends, cantautora y autora, a la fecha de esta publicación en 2014, ha escrito y publicado 9 álbumes de producción musical y ha escrito 2 libros, entre ellos Wrestling With Angels (Harvest House/Conversantlife.com). Puedes encontrar más información en CarolynArends.com.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.

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