“La gente ya no puede decir adiós” escribe el poeta Les Murray. “Se dicen últimos holas.”

Tome, por ejemplo, una experiencia reciente que tuve con unos buenos amigos. Habían empacado las últimas de sus pertenencias para una mudanza de un lado del país al otro y se aparecieron frente a mi puerta antes de ponerse en marcha. Trate de hablar de cualquier cosa sin importancia, esquivando incómodamente la separación inevitable. Finalmente, me dieron un abrazo, y dejé escapar un precipitado, “Tenemos que juntarnos otra vez este otoño. Quizás pueda hacer un viaje para ir a verlos.” Un último hola era lo que estaba diciendo, no un adiós. No pude decir lo posterior.

En otra ocasión, cuando terminé mis estudios universitarios, fui con uno de mis profesores favoritos para una despedida similar. Había tomado múltiples clases con él, y su instrucción había dejado una marca permanente en mí. Quería decirle que iba a echar de menos nuestras pláticas regulares. Hablamos incómodamente por unos minutos. Me levanté para partir. “Bueno, no diré adiós,” balbuceó mi profesor, evadiendo cualquier contacto visual. “Le puedes preguntar a mi esposa—yo no hago adioses.”

En su libro A Severe Mercy [Una misericordia severa], una memoria de la conversión cristiana y la vida estudiantil en Oxford, Sheldon Vanauken cuenta la historia de su última reunión con C.S. Lewis, quien se había hecho amigo suyo. Los dos varones comieron juntos, y cuando habían terminado, Lewis dijo, “Pase lo que pase, definitivamente nos volveremos a encontrar, aquí—o allá.” Luego agregó: “No diré adiós. Nos veremos otra vez.” Y con esas palabras, estrecharon sus manos y cada quien tomó su camino. Ya del otro lado de la calle, por encima del ruido del tráfico, Lewis le gritó, “Además, ¡los cristianos nunca dicen adiós!”

Existe, por supuesto, algo admirable en todas estas historias. Reconocer los lazos que nos unen, a través de la millas y los años, es parte de lo que significa ser cristiano: Estamos ligados por lo que Pablo llama “la unidad del Espíritu” (Efesios 4:3). Por otro lado, minimizar el significado de decir adiós puede cegarnos a una verdad igualmente importante: La separación—el tipo separación que se deja sentir en el cuerpo—es importante.

Los creyentes no sólo creen en una resurrección futura del cuerpo. También creemos en la importancia de nuestra vida corporal ahora, con todos los beneficios que la compañía física conlleva. Preparar y comer alimentos juntos, iniciar y sostener contacto visual, unir nuestras manos en oración, ofrecer hombros y espaldas cuando un vecino necesita mudarse—todas estas cosas y muchas más son regalos que se pueden intercambiar solamente cuando estamos el uno con el otro. Pablo reconoció esto cuando escribió desde Corintio a la iglesia que había fundado en Tesalónica: “Nosotros, hermanos, luego de estar separados de ustedes por algún tiempo, en lo físico pero no en lo espiritual, con ferviente anhelo hicimos todo lo humanamente posible por ir a verlos” (1 de Tesalonicenses 1:7, NVI).

Evadir un adiós cuando nos tenemos que mudar y enfrentar la posibilidad, en algunos casos, de que nunca más nos volvamos a ver en esta vida, niega la importancia de nuestra vida corporal juntos. Pasar con rapidez la brocha de “la despedida” niega que el dolor de la separación es real—que no importa cuántos textos, llamadas telefónicas o actualizaciones en Facebook compartamos; no vamos a estar disponibles el uno para el otro de la misma manera que lo estábamos antes.

Un cristiano que entendió esto mejor que muchos fue el pastor y teólogo Dietrich Bonhoeffer. Separado de sus amigos y su familia cuando fue arrestado durante la Segunda Guerra Mundial, Bonhoeffer escribió, “No hay nada que pueda remplazar la ausencia de alguien muy querido para nosotros, y uno no debe ni siquiera tratar de intentarlo; uno debe simplemente perseverar y aguantar la ausencia.”

En lugar de restarle la importancia al significado de decir adiós, Bonhoeffer quería experimentar la fuerza completa de la despedida. “Tenemos que sufrir indescriptiblemente por la separación,” escribió. Sólo de esa manera “sostenemos la comunión con las personas que amamos, aunque sea en una manera muy dolorosa.” Dios mantiene nuestros adioses dolorosos, dijo Bonhoeffer, con el fin de subrayar lo vital que fue nuestro compañerismo cercano de ayer.

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Así que, el día de hoy, cuando tengo que mudarme lejos de mis amigos, o despedirme de aquéllos que se mudan lejos de mí, trato de permitirme sentir la pérdida. Con Bonhoeffer, lloro la distancia física que se reposará entre mis amigos y yo. En lugar de imaginarme inmediatamente el puente futuro que eliminará la brecha, quiero reconocer el dolor de la pérdida en el presente y no apresurarme rápidamente a sentirme cómodo otra vez.

La palabra adiós es en realidad una contracción de “vaya con Dios.” Decir adiós es importante, a fin de cuentas, porque es una manera de recordarnos el uno al otro que somos criaturas corporales de Dios. Queremos que Dios nos cuide y que mantenga vivo el amor que nos tenemos el uno por el otro, ahora mismo, aún antes del día de nuestra reunión final.

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