Tenía nueve años la primera vez que vi la película Psicosis. Mi madre la trajo a casa del videoclub y llamó a los tres niños al sofá. Recuerdo la confusión —no era nuestro menú habitual de dibujos animados— y después el terror. Esa noche dormí con un ojo abierto (con lo que quiero decir que no dormí nada) porque estaba segura de que Norman Bates iba a colarse por la ventana de mi habitación. Finalmente me quedé dormida a primera hora de la mañana y regresé de la escuela al día siguiente dispuesta a ver Psicosis de nuevo. Sigue siendo una de mis películas favoritas, parte de un género que demuestra que aterrorizar a los espectadores es uno de los efectos más atractivos que puede tener una película.

Del mismo modo que las películas de terror y Shirley Jackson me ofrecen cierta clase de extraño consuelo, me siento atraída una y otra vez por el libro de Apocalipsis. He luchado con problemas de ansiedad gran parte de mi vida, y muchos amigos bienintencionados me han dirigido a pasajes como Mateo 6:34 o Filipenses 4:6. Pero cuando leía esos versículos que animan a los cristianos a no preocuparse, me preguntaba: ¿qué tengo yo mal dentro de mí que no puedo obedecer este sencillo mandamiento? Deseaba ser la clase de cristiana que no tenía miedo. Había escuchado de esas personas: cristianos cálidos, de trato fácil y amable, que solamente luchan con cosas como no pasar suficiente tiempo en oración o no memorizar suficientes versículos.

Estaba en la universidad cuando leí por primera vez Apocalipsis de principio a fin. Aunque crecí en la iglesia, Apocalipsis siempre me pareció una lectura bíblica avanzada para teólogos y pastores. Desde luego, yo no podía explicar por qué aparecía una mujer embarazada revestida del sol, con la luna debajo de sus pies, o por qué eso era importante para la fe cristiana. Pero después de visitar Éfeso durante un viaje por Europa, sentí curiosidad acerca de lo que Juan le había dicho a las otras seis iglesias en su relato histórico, profético y apocalíptico. Tras haberlo leído por mi cuenta, no salí del último libro de la Biblia con mucho entendimiento —para eso habría necesitado leer unos cuantos comentarios—; sin embargo, me resultó inmensamente reconfortante. Y debo resaltar que soy alguien que siempre se preocupa por todo lo que podría salir mal.

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Mi ansiedad es vaga e incipiente; se vincula a sucesos específicos de manera ocasional, pero en gran medida me acompaña como una pequeña nube negra que amenaza tormenta incluso en el día más soleado. Tengo miedo todo el tiempo: miedo de no tener éxito, miedo de que un resfriado persistente sea indicativo de algo peor, miedo de que el avión en que viajo se desplome. En otras palabras, tengo miedo de no tener el control y de que el mundo sea un lugar terrorífico. Y, al igual que en mis películas de terror favoritas, el mundo de Apocalipsis da miedo. Es irreconocible.

Pero también es extrañamente relajante.

Me siento reconfortada al leer las secciones apocalípticas del libro. No sé exactamente de qué lado me alineo en controvertidas cuestiones teológicas como si el rapto es anterior o posterior a la tribulación, o lo metafórico frente a lo literal en el texto. Hay algunas partes de mi fe sobre las que me siento satisfecha al entender que son misterios. Así que cuando leo sobre «un ángel que bajaba del cielo» que tomó a Satanás y lo arrojó a una fosa por mil años, no me imagino necesariamente un viaje real desde el cielo o una fosa de verdad. Pero comprendo que Dios está batallando con Satanás, un mal muy real, y veo que incluso durante los peores momentos Dios está presente.

En la temporada de Adviento, cada año anticipamos la llegada de Dios al mundo en la forma de un ser humano. Cada año necesitamos aprender de nuevo cómo esperar en Dios. Cuando preferiría no esperar, mi impaciencia a menudo está motivada por la ansiedad: quiero asegurarme de que el peor escenario no sucederá; quiero cierta clase de garantía de que no estaré para siempre en la oscuridad. Así que vuelvo a los profetas, cuya paciencia y espera es material digno de leyendas.

Apocalipsis está repleto de referencias a los profetas del Antiguo Testamento, que son otra fuente de misterio. «¡Consuelen, consuelen a mi pueblo!», dice Dios en Isaías. Este Dios está muy implicado en las cosas familiares: el sol y la luna, la hierba, las flores del campo. Este es un Dios que conoce la tierra porque es su creación, lo que me hace pensar en que quizá este es un Dios que también me conoce a mí.

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Mi miedo a estar sola disminuye en la presencia de un Dios tan cercano; mi miedo al futuro se desvanece cuando veo lo poderoso que es Dios. «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva», leemos en Apocalipsis 21. «Oí una potente voz que provenía del trono y decía: “¡Aquí, entre los seres humanos, está el santuario de Dios! Él habitará en medio de ellos y ellos serán su pueblo; Dios mismo estará con ellos y será su Dios. Él enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte ni llanto, tampoco lamento ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de existir”».

Ya había escuchado antes aquello de que se enjugará «toda lágrima» de sus ojos. Es un pensamiento popular reconfortante. Pero lo que no he escuchado a muchos pastores explicar es lo que dice al final del pasaje: «Las primeras cosas han dejado de existir».

Yo soy una primera cosa. Tú eres una primera cosa. Las primeras cosas no conseguirán llegar a la muerte de la muerte; todas las cosas morirán antes de ser renovadas. En vez de evitar esto, el libro de Apocalipsis nos invita a pensar seriamente en lo que significa morir. De una extraña manera, meditar sobre la muerte desde la fe cristiana produce un profundo alivio, porque una de nuestras creencias centrales es que la muerte ya ha sido derrotada y que morir es vivir lo más presentemente posible en el reino de Dios. Temo lo que veo de manera velada como en un espejo, pero cuando vea cara a cara, no tendré ningún temor (1 Corintios 13:12).

Hasta entonces, sin embargo, seguiré recordando. Las personas con trastornos de ansiedad solemos ser buenos en una crisis porque estamos constantemente preparados para ello. Las películas de miedo me provocaban una clase de estremecimiento que también servía para deshacer mis ilusiones de tener todo bajo control. Apocalipsis toma esa débil verdad y la hace más grande, más verdadera y más honesta: sí, cada lágrima será enjugada. Pero primero, hemos de morir.

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