Crecí en Kansas City en un hogar caótico. Mi domicilio cambiaba constantemente, y lo único estable en mi vida eran las constantes peleas de mis padres. Mi papá disfrutaba de una gran cantidad de drogas y mi mamá disfrutaba al presionarlo y asumir después una postura de víctima. Finalmente decidieron dejarlo por la paz cuando yo tenía 11 años, pero no sin que yo recibiera primero una noticia sorprendente: el hombre al que había conocido como mi padre no era realmente mi padre.

Mi abuela me reveló la verdad en un estado de estupor, borracha y enojada, justo antes de darme la noticia del divorcio. Fue devastador. Crecí con dos medios hermanos menores que mi mamá había tenido con el hombre que pensaba que era mi papá. Pero ese día me enteré de que también tenía dos medias hermanas menores por parte de mi padre biológico. No pude evitar recibir esta revelación como un claro mensaje de que yo no era deseada y que no pertenecía en ningún lugar. Esto preparó el camino para una serie de malas decisiones que me llevaron al pie de la cruz.

Mi padre biológico hizo mínimos esfuerzos por verme antes de morir de cáncer en 2008. Después del divorcio de mis padres, seguí viviendo con mi madre y mis dos hermanos menores. Ella continuó eligiendo hombres propensos a la adicción y a la violencia. Cuando ellos volvieron esas tendencias violentas hacia mí, decidí que sería mejor convertirme en un monstruo antes que dejarme devorar por uno.

Comencé a golpear a las niñas en la escuela y a recibir recompensas en casa por mis victorias. Finalmente me expulsaron, y ese año tuve que completar mis estudios en la sala de salud mental de un hospital. Una vez que regresé a casa, me escapé en repetidas ocasiones, y solía quedarme con amigas hasta que sus padres me pedían que me fuera. Mi mamá, harta, me envió a vivir con mi abuela en Fort Scott, donde comencé mi primer año de bachillerato [high school].

Poco después, me expulsaron de esa escuela tras un enfrentamiento con un profesor, y terminé el año escolar en otro lugar. Durante mi segundo año, volví a casa y mi madre y yo nos llevábamos como perros rabiosos. Cuando llegó mi cumpleaños número 16, fui a la escuela, la dejé, regresé a casa, hice las maletas y me mudé con una amistad a Fort Scott. Esto duró unos dos años antes de que comenzara a ir y venir entre Fort Scott y Kansas City.

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La viva imagen de mi madre

Durante los siguientes veinte años, tuve dos hijos varones y me casé con un hombre que era la suma de todos los hombres que había conocido. Era salvaje, abusivo, adicto a cualquier cosa que le hiciera sentir bien y promiscuo. Me convertí en el reflejo de mi madre, dominando el arte de presionar a mi marido y luego asumir el papel de la víctima, siempre convencida de que yo tenía el poder para cambiarlo. Pasó más de una década antes de que me diera cuenta de que nunca iba a ganar esa guerra. Finalmente, solicité el divorcio y decidí dejarlo para siempre.

Al principio, parecía que lo estaba manejando todo bien. Iba a trabajar, criaba a mis hijos y ocasionalmente salía por la noche con amigas los fines de semana cuando los niños estaban con su papá. Me mantenía ocupada para no pensar en el insoportable dolor emocional que había buscado enterrar.

Sin embargo, eventualmente salió a la superficie y comencé a desmoronarme. Las noches con amigas se convirtieron en todos los fines de semana. Todos los fines de semana se convirtieron en una adicción a la metanfetamina. Perdí mi trabajo. Las facturas se acumulaban y tenía que encontrar una manera de ganar dinero sin dejar mi adicción.

Hice una llamada telefónica a un amigo con el que crecí en Kansas City, y él me ayudó a conseguir un contacto que podía proveerme de metanfetamina para iniciar mi propio negocio. Todo avanzó rápidamente a partir de ahí. En apenas unos meses comencé a ganar unos cuantos miles de dólares al día, mismos que gastaba con la misma rapidez. Mi casa se convirtió en una puerta giratoria de adictos, novios, armas y drogas. Empecé a usar agujas, así que decidí que lo mejor sería enviar a mis hijos a vivir con mi abuela.

Después de que un novio me rompiera ambas muñecas, le pedí a un abogado que redactara los documentos para dejarle a mis hijos a mi abuela en caso de que algo peor sucediera. Sabía que terminaría muerta o en prisión. Mi adicción tomó prioridad sobre todo en mi vida. En ese momento, lo único que quería era morir. Sin embargo, todo eso estaba a punto de cambiar.

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Hacer las paces

Tres años después del inicio de mi adicción, un día me encontré a mí misma en la casa de un completo desconocido, con una depresión suicida, inyectando una gran cantidad de metanfetamina en una de mis venas. Cuando la aguja cayó al suelo y aterrizó en la vieja alfombra como un dardo, caí de rodillas a punto de perder el conocimiento y clamé a Dios pidiendo que me salvara. No estaba preparada para la manera en que Él decidió responder a esa oración.

Cuando era niña, asistí a varias escuelas católicas y cristianas, además de escuelas públicas, y mi abuela era una firme creyente cristiana. Quizás después de haber pasado tanto tiempo con ella, en ese momento desesperado supe que la salvación solo podía venir de Dios.

Unas semanas más tarde, me detuve en una casa para dejar algunas drogas. Cuando llegué, vi a una mujer con la que tenía rencillas, así que la enfrenté y la mandé al hospital. Una semana después me arrestaron, y me amenazaron con una condena de hasta 21 años de prisión. Cuando finalmente logré conseguir un acuerdo de culpabilidad que reduciría la condena a 8 años, lo acepté con gratitud.

Después de pasar tres meses en la cárcel del condado, comencé a asistir al grupo ministerial organizado por una iglesia local para reclusos. Hacia el final de un servicio, me acerqué a uno de los miembros de la iglesia. Oramos juntos y acepté a Jesucristo como mi salvador.

Recibí una Biblia y algunos materiales de lectura en los que profundicé con avidez. Leía la Biblia con tanta frecuencia que las páginas empezaron a desgastarse y tuve que volver a unirlas con cinta adhesiva. Encontré consuelo en versículos como Jeremías 29:11, que habla de los planes de Dios para su pueblo, y 1 Juan 3:18, que habla de expresar el amor con acciones en lugar de meras palabras.

Mientras estaba en la cárcel del condado, mi mente comenzó a recuperarse del efecto de todas las drogas. Me sentí abrumada por el remordimiento por lo que había hecho y quería tener la oportunidad de hacer las paces con la mujer a la que había lastimado. Deslicé mi espalda por la fría pared blanca de bloques de hormigón y me ajusté el overol naranja. Junté las rodillas contra el pecho, me aferré a mi Biblia, miré hacia arriba con lágrimas corriendo por mi rostro y le pedí a Dios que abriera el camino.

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A la mañana siguiente, un oficial me llamó al pasillo para informarme que acababan de arrestar a mi víctima. Debido a mi buen comportamiento, dijo, las autoridades no consideraron justo enviarme a otro condado, sino que me retendrían hasta que me enviaran a la prisión definitiva. En cambio, me dejaron decidir si quería alojarme con esta mujer o trasladarme a otra cárcel. Mi cabeza daba vueltas en incredulidad, ¡porque esto no es algo que sucede normalmente! En ese momento supe que Dios había escuchado mi oración, y esta era mi oportunidad de enfrentar la situación o permanecer callada.

Cuando mi víctima entró en la cárcel, se podía ver el miedo en su cara. Ella fue directamente a su celda y se subió a su litera. Le di unos minutos y luego me dirigí hacia su puerta. Le dije que estaba a salvo y la invité a comer conmigo. En las semanas siguientes logré reconciliarme con ella. Ambas nos disculpamos y comenzamos a tomar tiempo todos los días para explorar las enseñanzas de la Biblia.

Intercambiamos pasajes de las Escrituras que nos habían hablado al corazón, e incluso marcamos, firmamos y fechamos nuestros versículos favoritos en la Biblia de la otra. De vez en cuando miro esas páginas y no puedo evitar que los ojos se me llenen de lágrimas al ser testigo de cómo Dios obró dentro de los confines de esa cárcel. Siempre atesoraré los recuerdos de cómo Dios comenzó a reparar mi quebrantamiento. Es increíble cómo convirtió el plan del diablo para destruirme en algo positivo, extendiendo oleadas de sanación a todos los que me rodeaban.

Pasé los siguientes siete años en prisión, haciendo todo lo posible por reducir mi condena con buen comportamiento. La experiencia fue abrumadora, pero aproveché el tiempo para acercarme más a Dios y gané una reputación piadosa entre el personal de la prisión y mis compañeras. Me convertí en líder de un ministerio cristiano de mujeres dentro de la prisión y comencé grupos de oración en los dormitorios. Las mujeres me buscaban en busca de orientación, amistad y oración. También serví como tutora para ayudar a las mujeres a obtener su grado de educación secundaria, las ayudaba a preparar sus impuestos y les cortaba el cabello. Dios me usó de innumerables maneras y continuó haciéndome crecer en el proceso.

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Dios nunca desperdicia el dolor

Obtuve mi libertad en 2020 y, poco después, me casé con mi novio de la secundaria, quien trabaja como paramédico. Me costó un tiempo acostumbrarme a su horario, al igual que a la experiencia de ser madrastra. Durante las ausencias de mi marido por períodos de 48 horas, asumí varias responsabilidades con facilidad.

Cada mañana, me levantaba diligentemente para preparar el desayuno y el almuerzo para los niños antes de llevarlos a la escuela. Los ayudaba con sus tareas, los acompañaba a sus actividades deportivas y los cuidaba cuando se enfermaban. Era importante para mí crear una rutina familiar saludable.

Durante este período, también comencé a reconstruir otras relaciones en mi vida, incluida mi relación con mi hermano Canaan. No tuvimos muchas oportunidades de hablar mientras estuve en prisión, así que fue bueno volver a conectar con él.

Canaan trabajaba como mecánico de molinos y viajaba por todo el mundo a causa de su trabajo, lo que significaba que no tenía la oportunidad de verlo con frecuencia. Sin embargo, nos aseguramos de mantenernos conectados a través de llamadas telefónicas y mensajes de texto ocasionales para hacernos saber que nos preocupábamos el uno por el otro.

Afortunadamente, logró acompañarme en Navidad durante mi primer año fuera de prisión, y fue realmente especial compartir ese tiempo con él. Recuerdo haber tomado la decisión consciente de no tomar fotografías esa Navidad porque quería sumergirme en el momento presente, en lugar de preocuparme por mi cámara. No sabía que de esta decisión me arrepentiría más tarde.

En mayo de 2021, encontraron a mi hermano muerto en una habitación de hotel en Colorado a causa de una sobredosis de fentanilo. Estaba en Colorado a causa de su trabajo cuando murió. Habíamos estado planeando su fiesta de cumpleaños número 38, pero ahora estábamos planeando su funeral.

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Después de lidiar con el impacto inicial de mi dolor, decidí que quería hacer todo lo posible para ayudar a las familias que podrían estar sufriendo de la misma manera. Comencé a asesorar a hombres y mujeres encarcelados, así como a adictos en recuperación en mi comunidad. Patrociné una recaudación de fondos para crear conciencia sobre los problemas de salud mental, adicción y la relación entre ellos.

También quería ayudar a disminuir el estigma asociado a la búsqueda de servicios de salud mental. Buscamos ayuda médica cuando nuestro cuerpo falla, entonces ¿por qué no buscar otro tipo de ayuda cuando la vida parece abrumadora? Como parte de este llamado, recientemente acepté el puesto de presidenta en la junta directiva del Ejército de Salvación [Salvation Army] y los Ministerios de Compasión en Fort Scott.

Dios nunca desperdicia el dolor. Está usando mi pasado para iluminar el futuro de otros. Oro para que Dios continúe usando mis palabras para dar voz a quienes la necesitan. Cuando Él me sacó de la oscuridad, me dio una mano para aferrarme a Él y me dejó la otra libre para sacar a alguien más.

Tanya Glessner es autora de «The Light You Bring», una memoria, y «Stand Up Eight», una colección de testimonios personales. También ha publicado varios diarios de oración y actualmente está trabajando en un devocional diario.

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