El carisma ha atravesado tiempos difíciles en la iglesia. O, al menos, algunos de nosotros hemos empezado a sospechar de los líderes carismáticos. Las grietas han venido saliendo a la luz desde hace un tiempo. Hace nueve años, mucho antes de que Oxford University Press coronara la palabra rizz (jerga para el tipo de carisma que inspira atracción romántica) como palabra del año 2023, Rick Warren observó: «El carisma no tiene absolutamente nada que ver con el liderazgo». [Los enlaces redirigen a contenidos en inglés].

Pero todos sabemos que sí tiene mucho que ver, ¿no?

Nos gustan los líderes con personalidades dinámicas. Nos sentimos atraídos por ellos, tanto en la iglesia como en la política. Para bien o para mal, el carisma es un factor. El líder carismático es el tema común de las historias que relatan el origen de muchas organizaciones y denominaciones cristianas (y no cristianas). Muchos movimientos remontan sus inicios a un individuo con una personalidad descomunal, con una gran ambición por Dios, cuya eficacia parece haberse debido tanto a su personalidad como a un llamado de Dios.

Por ejemplo, las Escrituras dicen que Saúl, el primer rey de Israel, era «buen mozo y apuesto como ningún otro israelita, tan alto que los demás apenas le llegaban al hombro» (1 Samuel 9:2, NVI). La apariencia física de Saúl sugería que sería un rey ideal.

La experiencia posterior demostró lo contrario. Cuando el profeta Samuel buscó al sucesor de Saúl entre los hijos de Jesé, el Señor le advirtió que no se dejara llevar por tales cosas. «La gente se fija en las apariencias», dijo. «Pero yo me fijo en el corazón» (1 Samuel 16:7).

Sin embargo, cuando David fue presentado ante el Señor, 1 Samuel 16:12 menciona que «era buen mozo, pelirrojo y de buena presencia».

El carisma, al igual que la belleza, depende de la percepción de cada persona, de modo que el carisma tiene una dimensión cultural. Una de las razones por las que 1 Samuel enfatiza la apariencia física de Saúl y David es porque el rey también era un guerrero. La gente veía al rey como un libertador (1 Samuel 8:19-20). La altura de Saúl y la salud de David contribuyeron a su destreza en la batalla y les brindaron apariencia de realeza.

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Sin embargo, las Escrituras son claras: cualquier éxito que experimentaron se debió a algo más que a sus dones naturales. En última instancia, estuvo en función del carisma en el sentido teológico más auténtico de la palabra. Tuvieron éxito porque el Espíritu Santo descendió sobre ellos con poder (1 Samuel 10:10; 11:6; 16:13).

Y luego, cada uno de ellos pecó públicamente. Fracasos similares de líderes carismáticos de nuestros días han aparecido en los titulares nacionales y se han convertido en material para pódcasts y documentales. Sus historias son un claro recordatorio de que a veces el carisma, como la belleza, es solamente superficial.

Pero la trayectoria de sus historias que nos resulta tan familiar también demuestra que el carisma da una especie de poder, lo queramos o no. Simplemente, no estamos seguros de qué tipo. ¿Es una autoridad que viene de Dios? ¿O simplemente una obra de la carne?

Los líderes carismáticos son una constante a lo largo de la historia. Sin embargo, el ideal del líder carismático fue presentado por el sociólogo del siglo XX Max Weber.

Basándose en la idea bíblica del liderazgo como un don de Dios (Romanos 12:8), Weber definió el carisma como «una cierta cualidad de una persona individual en virtud de la cual es apartada de los hombres comunes y tratada como dotada de poderes sobrenaturales, súper humanos, o al menos específicamente excepcionales». Para Weber, la esencia del carisma es la personalidad contundente de un líder que impulsa a otros a seguirlo.

Sin embargo, según Weber, una personalidad fuerte no es lo único que hace que un líder sea carismático. El carisma es el resultado de una colección de rasgos, incluida la santidad del carácter. Según la definición de Weber, la combinación que constituye el verdadero carisma es poco común.

Si la definición sociológica de carisma es «poder a través de la personalidad», la idea bíblica de carisma ubica el poder en otra parte. El carisma, sugieren las Escrituras, es el poder del Espíritu Santo otorgado por la gracia de Cristo. Este poder dado por Dios se muestra a través de (y a veces a pesar de) la personalidad. En esta definición bíblica, la personalidad es un medio por el cual se manifiesta el poder de Dios, no la fuente de ese poder.

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En este sentido, todo liderazgo es carismático porque el liderazgo es un don de Dios (la etimología de carisma denota un don de Dios). La capacidad de ejercer liderazgo no es únicamente un don otorgado a ciertos individuos, sino que los individuos son en sí mismos dones otorgados a la iglesia (Efesios 4:7-13).

Este carisma espiritual no es solamente para un puñado de personas en la iglesia. Dios da el Espíritu «a cada uno… para el bien de los demás» (1 Corintios 12:7). La iglesia tiene líderes, pero su salud y éxito no dependen únicamente de ellos.

Los líderes de la iglesia, es decir, aquellos que ejercen dones espirituales en ella, así como aquellos que realizan las funciones y tareas necesarias que le permiten cumplir su misión, todos contribuyen al liderazgo carismático de la iglesia por parte del Espíritu Santo.

El fracaso público de muchos líderes dinámicos es un recordatorio del peligro de depender demasiado de cualquier individuo, incluidos nosotros mismos.

Cuando Jetro, el suegro de Moisés, lo vio rodeado por el pueblo mientras juzgaba sus disputas desde la mañana hasta la tarde, rápidamente vio la locura de tal modelo de liderazgo. «No está bien lo que estás haciendo», dijo Jetro.

«Pues te cansas tú y se cansa la gente que te acompaña. La tarea es demasiado pesada para ti; no la puedes desempeñar tú solo» (Éxodo 18:17-18). La solución de Jetro fue dispersar la carga compartiendo la responsabilidad judicial con otros.

Dios parece haber confirmado el consejo de Jetro cuando tomó parte del Espíritu que estaba sobre Moisés y lo puso sobre los ancianos de Israel (Números 11:17).

Esta acción no solo anticipó la carga compartida de liderazgo que encontramos en la iglesia del Nuevo Testamento, también prefiguró el derramamiento más amplio del Espíritu en el día de Pentecostés. No todos en la iglesia están llamados a ser líderes. Pero a todos se nos ha concedido el don del Espíritu que mora en nosotros (Romanos 8:9).

Si el poder de liderar se atribuye en última instancia al Espíritu Santo, ¿qué papel desempeña la personalidad? ¿Es un activo o un gravamen?

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Una opinión común dice que el mejor estilo de liderazgo es aquel en el que la personalidad desaparece. Como escribí en Preaching Today, escuchamos un eco de esta declaración en una oración que a menudo escucho antes de un sermón. Dice algo como esto: «Que mis palabras sean olvidadas, para que únicamente se recuerde lo que viene de ti». Esas oraciones tienen buenas intenciones, pero no entienden el punto, entre otras cosas, porque no se requiere una obra de Dios para olvidar lo que dice el predicador.

En una serie de conferencias impartidas a estudiantes de Yale, el maestro del púlpito del siglo XIX Phillips Brooks, definió la predicación como la comunicación de la «verdad a través de la personalidad». Brooks entendía la personalidad como algo más que un estilo personal. Para él, la personalidad incluía el carácter, los afectos, el intelecto y el ser moral del predicador. Se trataba del trabajo de Dios en toda la persona.

El liderazgo está mediado de la misma manera. Los requerimientos para el liderazgo descritos en 1 Timoteo 3 y Tito 1 se concentran en el tipo de persona a considerar, más que en las tareas que deben realizar.

La personalidad importa en el liderazgo. Un estudio de las iglesias más grandes de Estados Unidos realizado por Warren Bird y Scott Thumma afirma que, «en general, los pastores de las mega iglesias han estado sirviendo en sus iglesias desde hace mucho tiempo», no se trata de los abusadores o criminales sobre los que los titulares recientes advierten. «Mantienen el enfoque de la iglesia en la vitalidad espiritual, en tener un propósito claro y en vivir esa misión».

La mayoría de estas iglesias han experimentado un crecimiento significativo a través del ministerio de un pastor carismático que sirvió en la iglesia durante un promedio de 22 años.

Otras investigaciones sugieren que ciertos factores de la personalidad (la capacidad de inspirar, la asertividad y la amabilidad) mejoran el trabajo de plantación de iglesias.

Dios obra a través de la naturaleza de las personas, tal como lo hace a través de los procesos naturales. Dios puede enviar pan del cielo, pero principalmente proporciona alimento mediante la siembra y el crecimiento. Puede sanar instantáneamente a través de un milagro, pero más a menudo sana a través del ministerio de médicos y medicinas. Cristo ha provisto a la iglesia de personalidades talentosas que enseñan, dirigen y administran, y esta es la forma habitual en que Él trabaja.

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Image: Ilustración por Tim McDonagh

Sin embargo, no se puede negar que el carisma personal puede ser tanto una desventaja como una ventaja. Un estudio de 2018 ha demostrado que entre más carisma tengan los líderes, sus seguidores los percibirán como más efectivos. Pero esto solamente es cierto hasta cierto punto. La dificultad está en determinar cuánto carisma es demasiado.

¿Cómo pueden los líderes saber cuándo han pasado de la confianza en sí mismos al exceso de confianza? Desafortunadamente, esta parece ser una lección que generalmente se aprende a través del fracaso.

Las personalidades carismáticas pueden ser egoístas y narcisistas. Sin embargo, ninguna iglesia que busca un pastor dice: «¡Contratemos a un imbécil engreído!». De la misma manera nadie que busca una iglesia piensa, ¿dónde puedo encontrar un pastor abusivo? La verdad es que nos sentimos atraídos hacia los líderes narcisistas porque son atractivos.

Los líderes narcisistas tienen cierta presencia. Son emocionantes. Prometen grandes cosas. Muchos producen resultados impresionantes, al menos por un tiempo. Las iglesias que esperan un líder mesiánico pueden encontrar muy atractivo el estilo narcisista que a menudo acompaña al liderazgo carismático. Toleran el abuso, esperando que el pastor los conduzca a la tierra prometida del éxito ministerial.

Como ocurre con todas las relaciones codependientes, esta se basa en un sistema disfuncional de recompensas. Las congregaciones permiten un comportamiento narcisista porque obtienen algo de los líderes. Quizás sea la adrenalina de una personalidad magnificada, expresada a través de la predicación. A menudo, se trata de una capacidad para atraer a una multitud.

Las iglesias que toleran el abuso por parte de líderes narcisistas a menudo temen que nadie más pueda producir resultados similares. O les preocupa que la salida del pastor afecte la asistencia. Cuanto más grande es la iglesia, más difícil puede ser desconectarse porque parece haber mucho en juego. Con demasiada frecuencia terminan desarrollando sistemas sociales que refuerzan el abuso.

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Los narcisistas se rodean de personas que los hacen sentir especiales. Este círculo interno experimenta una emoción indirecta al estar asociado con el líder. Esta asociación a menudo viene con beneficios o un trato especial, incluso si eso es solo acceso a un supuesto grado de celebridad. El resultado es un ciclo de codependencia que ciega a aquellos responsables de hacer que el narcisista sea responsable, llevándolos a ser cómplices del abuso.

Los líderes narcisistas suelen ser acosadores o bullies. Estos líderes desarrollan culturas organizacionales marcadas por el miedo y el castigo. Usan el poder de su posición espiritual para callar a cualquiera que los desafíe. Crean una cultura que silencia las objeciones y penaliza a los objetores.

Siempre hay un costo para quienes desafían a los líderes narcisistas. Los miembros de la iglesia que cuestionan sus agendas o prácticas son acusados de generar división y socavar el plan de Dios. En una mala aplicación de 1 Samuel 26:9 y 11, algunos advierten a quienes critican al pastor de no «alzar la mano contra su ungido». Las amenazas y las represalias se justifican como «disciplina de la iglesia».

Weber describió el proceso de esta manera: «La gente elige a un líder en quien confían. Entonces el líder elegido dice: “Ahora cállate y obedéceme”». Este enfoque suena incómodamente similar a la filosofía de muchos líderes eclesiásticos de alto perfil, cuyas fuertes personalidades los hicieron prominentes, pero cuyo estilo de intimidación posteriormente los llevó a caer en la desgracia.

Entonces, ¿dónde deberíamos buscar para encontrar la personalidad de liderazgo ideal? Esta parece una de esas preguntas de la escuela dominical, donde la respuesta siempre es «Jesús». Aunque la Biblia describe normas de carácter para los líderes de la iglesia, no encontramos un solo tipo de personalidad que se considere ideal, ya sea mediante el ejemplo narrado o mediante una orden explícita.

Las descripciones que hace la Biblia de grandes líderes (pero, por supuesto, defectuosos) ofrecen un retrato variado. Moisés no es como David, quien, a su vez, no es como Pablo. Uno no tiene la sensación de que el Espíritu moldea a aquellos que Dios usa como líderes con un tipo único de personalidad. Parece que hay un lugar para los extrovertidos, los introvertidos, los planificadores detallados, los respondones intuitivos, las personalidades dinámicas y los tipos retraídos.

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Asimismo, la selección de apóstoles por parte de Jesús difícilmente revela un solo prototipo apostólico. En conjunto, sus discípulos parecen un grupo improbablemente reunido, proveniente de entornos radicalmente diferentes, con valores e ideales en conflicto, excepto quizás por una tendencia compartida a no entender el mensaje. Eran un grupo mezclado de pescadores, fanáticos, separatistas y colaboradores con los romanos. Esto contradice la uniformidad que a menudo vemos en los perfiles que describen la personalidad de liderazgo ideal.

Incluso si existe un perfil de personalidad común para los líderes carismáticos, la mayoría de los líderes en la Biblia no entran en esta categoría.

Consideremos a Pablo y Apolos. Hoy conocemos la obra de Pablo mucho mejor que la de Apolos. Pero cuando estaban vivos, el poder estelar parece haber estado del lado de Apolos. Según todos los indicios, tenía carisma. Originario de la gran ciudad de Alejandría, Apolos era «un hombre ilustrado y poderoso en el uso de las Escrituras», así como alguien que «con gran fervor hablaba y enseñaba» (Hechos 18:24-25). Estos rasgos le valieron a Apolos seguidores en la iglesia de Corinto (1 Corintios 3:4).

Pablo también tenía seguidores en Corinto. Pero para algunos allí, el carisma de Pablo se limitaba a sus cartas. Según 2 Corintios 10:10, las quejas decían: «sus cartas son duras y fuertes, pero él en persona no impresiona a nadie y como orador es un fracaso».

Quienes son llamados a la misma tarea no pueden realizarla de la misma manera. Los ejemplos de líderes como Moisés, Pedro y Pablo indican que Dios prepara las distintas personalidades de los líderes para las tareas a las que son llamados. Estoy convencido de que esta preparación incluye tanto deficiencias como fortalezas. Dios llama a los insensatos, a los débiles, a los temerarios y a los tímidos (1 Corintios 1:26-29).

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El liderazgo exitoso depende del carisma en el sentido bíblico más amplio de la palabra. Es un don que Dios concede a través de su Espíritu. Tanto las habilidades de liderazgo como los líderes en sí son dados por Dios hoy, tal como lo fueron en la Biblia: tienen personalidades tan variadas como cualquiera de los líderes sobre los que leemos en la Biblia y son igual de imperfectos.

Probablemente, preferiríamos tener solo a Jesús como nuestro líder. Creo que anhelamos un movimiento cuyo único impulso provenga del Espíritu y no como una respuesta a la personalidad de alguien.

Esto es ciertamente posible, pero no es la norma. La mayor parte del tiempo, Dios obra a través de las personas. Donde hay gente, la personalidad siempre es un factor. El Verbo, que «no aborreció el seno de la Virgen», como declara el antiguo himno, no duda en revelarse a través de la personalidad de sus servidores.

El fracaso espectacular de tantos líderes de alto perfil debería hacer que los cristianos seamos cautelosos a la hora de darle demasiada importancia a la personalidad de un solo individuo. La iglesia no tiene lugar para cultos a la personalidad. Solamente hay un Mesías para el pueblo de Dios y su nombre es Jesús.

Pero eso no debería hacernos temer a la personalidad misma. La personalidad puede verse distorsionada por el pecado, pero también es el medio principal que Dios usa para mostrar su imagen en nuestras vidas. La personalidad no es un lastre en el liderazgo. Es el rostro del alma.

John Koessler es escritor, presentador de pódcasts y profesor emérito jubilado del Instituto Bíblico Moody. Su último libro es When God Is Silent, publicado por Lexham Press.

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