Los Salmos capturan toda la gama de la experiencia humana: personal y colectiva; triste y de regocijo; y nos recuerda de la fidelidad de Dios a la vez que nos hace preguntarnos qué ha sido de ella. El libro bíblico, que ha sido elevado en oración por generaciones de creyentes, nos invita a entrar en la presencia de Dios con una honestidad penetrante.

Para aquellos de nosotros criados en la positividad del evangelicalismo moderno, los salmos de lamento pueden resultar sorprendentes. La autenticidad de su angustia traspasa los límites de lo que hemos presenciado en la oración colectiva, y nos llama a rechazar la positividad tóxica y a abrazar el dolor santo. Y si bien este llamado de atención para abrazar los salmos de lamento todavía es muy necesario, sospecho que necesitamos un análisis similar cuando se trata de los salmos de alabanza.

La afirmación de los salmos de alabanza es sorprendentemente única en su contexto y poderosamente relevante en el nuestro, especialmente en un año electoral cargado de energía política. Mientras los candidatos compiten por nuestros votos, los cristianos debaten acaloradamente qué contendiente refleja mejor nuestros valores y qué temas merecen más nuestra atención. Además de esto, como señaló Jared Stacy en un artículo reciente para CT, estamos experimentando un aumento de la violencia por motivos políticos.

Si bien el lamento es ciertamente apropiado en tiempos como estos, ¡tal vez lo mejor que podemos hacer es dedicarnos a alabar audazmente!

A menudo pienso que los salmos de alabanza se sienten como lo hace una madre que recibe una tarjeta del Día de la Madre comprada en una tienda que dice en letras mayúsculas que ella es la MEJOR MAMÁ DE TODAS. Sabemos que la imprenta ha hecho miles de estas tarjetas —y soy la única madre que mis hijos han conocido—, así que, ¿cómo podrían saberlo?

Pero cuando Israel exclamó: «¡Alabado sea el Señor!» estaban haciendo afirmaciones mucho más audaces que las de una tarjeta de felicitación genérica. Como señala el estudioso del Antiguo Testamento Walter Brueggemann en su excelente libro From Whom No Secrets Are Hid, «un acto de alabanza no es un acto “espiritual” inocuo. Es más bien tomar partido por este Dios contra todos los demás dioses». Él explica que «los himnos de alabanza son actos de devoción con connotaciones políticas y polémicas… [y] actos de desafío al mundo que tenemos frente a nosotros». [En adelante, los enlaces redirigen a contenidos en inglés].

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Una razón por la que a menudo no apreciamos el poder de la alabanza presentada en los Salmos es que la mayoría de las traducciones al español traducen el nombre divino único, Yahvé o Yahweh, como SEÑOR (en mayúsculas). «Señor» en minúscula no es un nombre, sino un título que hace referencia a una persona de estatus. La mayoría de los lectores de la Biblia pasan por alto esta distinción. Y así, en nuestro intento de honrar el nombre de Dios llamándolo Señor, no nos damos cuenta y borramos su nombre divino, Yahvé. Entonces, la frase «Alabado sea el Señor» termina sonando como una tarjeta Hallmark, o una versión cristiana del credo que dice «vive, ríe, ama».

Una segunda razón por la que el impacto de la invitación de los Salmos a «Alabar a Yahvé» a menudo se diluye es que, en contextos monoteístas, donde muchos de nosotros crecemos siendo instruidos (con razón) en que hay un solo Dios, alabar al Señor puede parecer como afirmar lo obvio. Por supuesto que Él es el único digno de ser elogiado, porque, ¿qué otra criatura podría competir?

Pero los salmos de Israel eran mucho más osados de lo que creemos. Cada vez que cantaban un salmo, estaban haciendo una afirmación audaz que estaba simultáneamente a favor de Yahvé y en contra de los otros dioses.

Esto es significativo, porque los israelitas vivían en un mundo lleno de otras deidades a las que podían adorar. Varios libros gruesos en los estantes de mi oficina catalogan a estos dioses alfabéticamente, explicando por qué era conocido cada uno. En Egipto estaba Re, el dios sol; Isis, la diosa de la protección y la sanidad; Hathor, diosa de la fertilidad; Osiris, cuyo torrente sanguíneo se pensaba que era el Nilo; y muchas decenas más. En Canaán se adoraba a Baal y Asera, el dios y la diosa de la fertilidad, junto con El, el Dios supremo, y todo un panteón de opciones más. Los dioses de Mesopotamia incluían a Marduk, Isis, Ashur, Enlil, Ea, Tiamat y Adad, por nombrar algunos.

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Más que eso, las culturas antiguas no adoraban a estas deidades para expresar afecto sino por necesidad. Creían que los dioses eran responsables del éxito de sus cosechas y de la supervivencia de sus hijos. Creían que los reyes gobernaban bajo el patrocinio divino y que la tarea de los gobernantes era cumplir las órdenes de los dioses y mantener el orden en su reino. La mayoría de los dioses del antiguo Cercano Oriente no eran dioses absolutos, sino que tenían una especialidad particular o una jurisdicción específica.

Cuando leemos los salmos de alabanza en ese contexto, se nos abre un mundo completamente nuevo: un mundo con el potencial de remodelar el nuestro. Consideremos el Salmo 96 como ejemplo. Hemos citado la NVI en español aquí, pero reemplacé «SEÑOR» con el nombre divino Yahvé para ayudarnos a experimentar el poder del hebreo original en su contexto:

¡Canten a Yahvé un cántico nuevo!
¡Canten a Yahvé, habitantes de toda la tierra!
¡Canten a Yahvé, alaben su nombre!
¡Proclamen día tras día su salvación!
Anuncien su gloria entre las naciones,
sus maravillas a todos los pueblos. (vv. 1–3)

El Salmo 96 no es genérico. No puede usarse en cualquier contexto de adoración, sino solo para adorar a Yahvé, el Dios de Israel. Pero eso es lo que hace que este salmo sea tan radical: ¡llama a «toda la tierra» a alabar a Yahvé, no solo a los israelitas! Todas las naciones deben escuchar la historia de «su salvación».

La salvación de Yahvé no es algo que Israel esperaba en el futuro sino algo que ya habían experimentado cuando Yahvé derrotó al faraón en el mar y los puso a salvo. La salvación de Yahvé no ofrece simplemente una sensación individual de tranquilidad, sino la derrota decisiva de Egipto y sus dioses en el escenario mundial (Éxodo 12:12; 15:2). El Salmo 96 continúa:

¡Grande es Yahvé y digno de alabanza,
más temible que todos los dioses!
Todos los dioses de las naciones son ídolos,
pero Yahvé ha hecho los cielos.
El esplendor y la majestad son sus heraldos;
hay poder y belleza en su santuario. (vv. 4–6)

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El énfasis de este salmo es deliberado y obvio, una vez que lo conoces debes buscarlo. Exaltar a Yahvé es degradar a cualquier otro pretendiente a la prerrogativa divina. Yahvé tiene todo el esplendor, mientras que los dioses de las naciones no son más que objetos mudos. Cantar esto es negar la validez de los mitos fundacionales de todos los vecinos de Israel.

¡Tributen a Yahvé, pueblos todos!
¡Tributen a Yahvé la gloria y el poder!
¡Tributen a Yahvé la gloria que merece su nombre!
¡Traigan sus ofrendas y entren en sus atrios!
¡Póstrense ante Yahvé en la hermosura de su santidad!
¡Tiemble delante de él toda la tierra!
Digan las naciones:
«¡Yahvé reina!».
Ha establecido el mundo con firmeza;
jamás será removido.
Él juzga a los pueblos con equidad. (vv. 7–10)

Lo notable de estos versículos del Salmo 96 es que llaman a las naciones a adorar en el templo de Jerusalén. No les basta con admitir desde lejos el poder de Yahvé. Su reconocimiento tendría que traducirse en una acción de máxima humildad: hacer una peregrinación a una tierra extranjera supervisada por otro gobernante y ocupada por otro pueblo.

Decir que Yahvé reina no solo socava la autoridad de todos los demás dioses en los antiguos panteones de los vecinos de Israel, sino que también pone en duda la legitimidad de todo monarca humano que no sea el ungido por Yahvé. Dado que ningún rey gobernaba excepto por nombramiento divino, una de las primeras prioridades de cualquier rey era establecer la legitimidad de su gobierno mostrando cómo lo habían elegido los dioses. Si esos dioses fueron desbancados de sus tronos celestiales, entonces los reyes que se identificaban con ellos también eran ilegítimos. El Salmo 96 concluye con estas palabras:

¡Alégrense los cielos, regocíjese la tierra!
¡Brame el mar y todo lo que él contiene!
¡Canten alegres los campos y todo lo que hay en ellos!
¡Que canten alegres todos los árboles del bosque!
¡Canten delante de Yahvé porque ya viene!
¡Ya viene a juzgar la tierra!
Y juzgará al mundo con justicia
y a los pueblos con fidelidad. (v. 11-13)

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Los vecinos de Israel representaban a sus dioses usando símbolos de animales y veían representaciones divinas en árboles y océanos, mientras que el Salmo 96 retrata cada cosa creada celebrando la autoridad de Yahvé y permaneciendo ante Él como el juez supremo. Al final, todos responderán ante Yahvé. ¡Estas son palabras de batalla!

Quizás una ilustración nos ayude a apreciar la audacia de los salmos de alabanza. La película clásica de 1965 The Sound of Music[La novicia rebelde] ofrece una analogía. El Capitán von Trapp es un oficial naval retirado en Austria que cría a sus siete hijos con la ayuda de una institutriz tras otra. Los niños son duros con estas madres sustitutas, por lo que el capitán recurre a un convento cercano en busca de ayuda. ¡Tal vez una monja pueda mantener a sus hijos a raya! El convento le envía una novicia, Fräulein María, que se gana el corazón de los niños y también el de su padre.

El romance del Capitán von Trapp y María tiene como telón de fondo una creciente amenaza de ocupación por parte de la Alemania nazi en 1938. Regresan a casa de su luna de miel y ven una bandera nazi ondeando sobre la puerta de su casa, junto con una convocatoria para servir en la marina de Hitler y una invitación (sin remitente) para que la familia de músicos actúe en el Festival de Salzburgo. Al intentar escapar a la neutral Suiza esa misma noche al amparo de la oscuridad, la familia es sorprendida en el acto. Pero, pensando rápidamente, fingen que se dirigen a actuar al festival de música.

Esa alegre velada musical se ve tensa por la presencia de soldados nazis custodiando las salidas. En primera fila se sienta el oficial que fue enviado para escoltar al capitán von Trapp a su nuevo puesto en la marina de Hitler. Mientras los jueces evalúan los resultados de la competencia, el capitán von Trapp canta solo bajo los reflectores, deleitando a la multitud que espera, con una sencilla canción que describe una flor blanca alpina originaria de Austria.

La letra no es en sí misma sediciosa, pero al ser cantada en este contexto, su audacia es evidente. La melodiosa melodía de «Edelweiss» evoca en la multitud el anhelo por la independencia de Austria de la Alemania nazi. El capitán se siente abrumado por la emoción y se ve incapaz de terminar la canción. María, los niños y todo el público se unen a él en las últimas estrofas, que terminan con una oración de esperanza: «¡Bendice mi patria para siempre!»

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Los Salmos se parecen mucho al cántico del capitán. Por sí solos, no suenan rebeldes, pero en el contexto del dominio asirio o persa, representan una forma de insurrección espiritual, una especie de protesta activa ante los poderes de alrededor. Los salmos de alabanza exaltan a Yahvé por encima de todos los gobernantes humanos y dioses rivales, disminuyendo su derecho a la soberanía. Tal como los leemos hoy, nos llaman a reimaginar nuestra ciudadanía fundamental, recordándonos que incluso nuestros funcionarios gubernamentales electos algún día deben doblar la rodilla ante Yahvé y que toda nuestra lealtad le pertenece solo a Él.

Durante este año electoral en los Estados Unidos, o dondequiera que nos encontremos, volvamos a escuchar los salmos de alabanza de la Biblia con los ojos bien abiertos, reconociendo su inquebrantable llamado a inclinarnos ante nuestro rey soberano.

Carmen Joy Imes es profesora asociada de Antiguo Testamento en la Universidad de Biola y autora de Portadores de su Nombre: La Importancia del Sinaí y Being God’s Image. Actualmente está escribiendo su próximo libro, Becoming God’s Family: Why the Church Still Matters.

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