Este es el primer artículo de la serie «Génesis en enero», que busca ayudar a la gente a explorar la complejidad de la Biblia al comienzo de un nuevo año.

La compañera de habitación de mi esposa en la universidad a veces le decía a la gente: «¡Soy descendiente de George Washington!». Sin duda, era un modo interesante de comenzar una conversación en una fiesta, pero más allá de eso, creo que ella reclamaba esa conexión con el padre fundador con un deseo de ser parte de la historia de su país. Ella podía decir que la historia de Estados Unidos era su historia al intentar establecer conexiones algo dudosas con ese linaje.

Cuando leemos el libro de Génesis, hacemos algo similar. La mejor manera de leer el primer libro de la Biblia, con su extensa historia de una familia disfuncional, es leernos a nosotros mismos en el texto. Necesitamos encontrar maneras de hallarnos como parte de la narrativa.

Para la mayoría de nosotros es natural tener una sensación extraña al leer Génesis, porque nos acercamos como extraños que han sido invitados a mirar lo que sucede dentro de la historia. Como dijo el apóstol Pablo, hemos sido injertados a través de Jesús (Romanos 11:17-24). Hemos sido adoptados en esta narrativa sobre la familia de Dios y nos hemos convertido en hijos de Abraham, para que sea cierto lo de: «por medio de ti serán bendecidas todas las familias de la tierra» (Génesis 12:3, NVI).

Si la lees por primera vez, o por primera vez en mucho tiempo, en seguida verás que la historia de Abraham es una historia de una profunda disfunción familiar. Es fácil encontrar nuestro lugar en la narrativa porque esa familia está muy fracturada. Pero luego se convierte también en la historia de una promesa de restauración: una historia en la que se cuenta de nuevo nuestra historia, se nos narra otra vez y se nos restaura. Ese es el poder y la promesa de Génesis.

Pero, cuando leemos, verdaderamente tenemos que prepararnos para la disfunción. Piensa quizá en el pasaje más perturbador sobre la paternidad en Génesis: cuando Abraham intenta sacrificar a su hijo Isaac. Si el padre de uno de los amigos de tu hijo te dijera en confidencia: «Dios me está diciendo que mate a mi hijo», lo más seguro es que llamarías a la policía. Entonces ¿qué hemos de hacer con el mandato de Dios de que Abraham sacrifique a su hijo? ¿Qué clase de Dios haría esa petición? ¿Qué clase de padre aceptaría? El texto ofrece nada más que una exigua explicación: «Aconteció después de estas cosas, que probó Dios a Abraham» (Génesis 22:1, RVR60, énfasis añadido). ¿Qué cosas?

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Décadas antes y en obediencia al llamado del Señor, Abraham se había encontrado a sí mismo en un viaje a Egipto. Temiendo que los egipcios lo mataran para tomar a su esposa, Abraham les dijo que Sara era su hermana.

El faraón, conocido por tomar lo que le placía, como era de esperar lleva a Sara a su casa. A Abraham lo cubren de regalos, pero entonces el faraón comienza a ser afligido por plagas. Todo parecía indicar que hasta ahí había llegado la promesa de Dios de hacer de Abraham una bendición para todas las familias de la tierra.

Se podría esperar que este episodio fuera un momento de aprendizaje para Abraham. Podría haber aprendido a confiar en Dios y a no inventarse extrañas mentiras sobre que su esposa era su hermana. Pero algunos capítulos después, con la misma ineficacia, intenta engañar del mismo modo a otra autoridad. Le dice al rey Abimelec de Gerar que Sara es su hermana.

Y para que no pensemos que esto es solo un problema de Abraham, Génesis nos informa que Isaac, el hijo de Abraham, hace exactamente lo mismo. ¡Esta extraña disfunción familiar sucede tres veces en dos matrimonios en el primer libro de la Biblia!

Esta triple repetición es una invitación a que nos detengamos a considerar este hecho. ¿Podemos descubrirnos a nosotros mismos en esta rara repetición en el texto? ¿De qué modo tomamos cartas en el asunto con ciertos temas cuando el miedo nos lleva a dudar de la promesa de Dios?

Todo el asunto de ella es mi hermana no es lo único que posiblemente llevó a Dios a probar a Abraham. Otra de «estas cosas» puede que fuera el episodio en el que Abraham consiente en el plan de Sara a fin de acelerar la promesa y conseguir un hijo por medio de una mujer que tenían como esclava, Hagar. El texto deja poco margen de duda de que fue una terrible idea que conllevó conflicto y confusión en vez de la bendición prometida.

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Al final Dios tiene que explicar las cosas con detalle, y le informa a la anciana pareja que la promesa se cumplirá con el hijo que ellos tendrán juntos. Ambos responden con una risa incrédula. ¡Tienen noventa años o más! Una cosa es creer en las promesas de Dios cuando encajan dentro de lo posible. Pero otra cosa es cuando las promesas son simplemente ridículas. Y en esta familia, ya sea que las promesas sean creíbles o no, les gusta tener un plan B disponible solo por si acaso; es decir, un modo alternativo de hacer las cosas por su cuenta.

La pregunta para nosotros, al leer esta historia, es si nos sentimos identificados. Incredulidad. Cobardía. Conspiración. ¿Nos suena familiar? ¿Esta disfunción nos parece cercana?

Si sí, entonces estamos preparados para ver que la redención de Abraham y Sara por parte de Dios también puede ser nuestra. Al igual que ellos, podemos ver que hemos tenido «estas cosas», en las que pasamos a nuestro plan B en vez de confiar en Dios.

Pero, lo que es más importante, es observar que el Dios de Génesis es la clase de Dios que no desiste al encontrarse con una familia humana disfuncional. En cambio, pone la lealtad de Abraham a prueba en el monte Moria. ¿Confiará Abraham en la promesa de Dios aunque la única evidencia tangible de su cumplimiento —su único hijo Isaac— deba morir? ¿O recurrirá una vez más al plan B?

La historia de Abraham y Sara nos invita a vernos y a conectarnos con la esperanza de una promesa que va más allá de los escombros de nuestras malas decisiones, nuestro fracaso a la hora de confiar en Dios y las familias que hemos arruinado. Llegamos a ser hijos de Abraham.

Por supuesto, la historia del hijo inmediato de Abraham, y de los hijos de sus hijos, nos advierte sobre el hecho de que nuestra disfunción sigue siendo un problema. Por increíble que parezca, cuando José, bisnieto de Abraham, es adolescente, la dinámica relacional dentro de su familia empeora.

Los hermanos mayores de José conspiran para asesinarlo, pero en el camino se conforman con un plan apresurado para venderlo como esclavo a Egipto. Los efectos colaterales de esta traición conforman el arco narrativo final de Génesis. Después de casi 15 años, José y sus hermanos se reúnen. Llegados a este punto José había venido ascendiendo hasta llegar a ser el virrey del faraón, ante quien aparecen sus hermanos en un desesperado intento por comprar grano durante una hambruna. José reconoce al instante a sus hermanos, pero finge ser un extraño. Durante los siguientes capítulos, José ingenia un elaborado juego del gato y el ratón, acusando a sus hermanos de espionaje, colocando dos veces bienes robados en sus bolsas, encarcelando a su hermano Simeón y amenazando con encarcelar a su hermano pequeño Benjamín.

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Al final, José revela su identidad, abrazando entre lágrimas a sus hermanos traidores. ¿A qué viene toda esta trama? ¿Acaso José pretendía hacer que sus hermanos confrontaran primero su culpa para preparar el camino para la reconciliación? ¿O el objetivo de este drama todo el tiempo fue la simple venganza? Cuando llega la reconciliación en el clímax de la narración, ¿acaso está José tan sorprendido como sus hermanos?

No se nos dice, pero una cosa está clara: el perdón frente a una traición devastadora de este tipo no es fácil. José había sido traicionado por aquellos que deberían haberlo amado y protegido. Sin embargo, los lectores podemos ver que la cruda realidad de esta traición tiene lugar dentro de la realidad más amplia de la clemente provisión de Dios.

Como José explica a sus hermanos en las páginas finales: «Es verdad que ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios transformó ese mal en bien para lograr lo que hoy estamos viendo: salvar la vida de mucha gente» (50:20, NVI). La historia individual de José, de este modo, se vuelve a narrar como una historia más grande de la buena obra de Dios.

La pregunta para nosotros es, entonces, ¿cómo podemos invitar a Dios para que vuelva a narrar la historia de nuestra propia disfunción familiar? Los primeros capítulos de Génesis nos ofrecen dos verdades prácticas que nos ayudarán en esta tarea.

Aunque podamos sentir, como observó una vez León Tolstoi, que nuestra disfunción familiar nos hace únicos, Génesis nos invita a ver cómo el dolor y el quebrantamiento de la historia en la que hemos nacido puede ser parte de una narrativa mayor de promesas cumplidas.

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Puede que estemos convencidos de que somos un producto dañado, parte de una familia herida, rota y sin posibilidad de restauración, pero Génesis 1 nos recuerda que nuestra historia no comienza con nuestro nacimiento. En cambio, hemos sido escritos dentro de una historia que comienza de esta manera: «Dios miró todo lo que había hecho, y consideró que era muy bueno» (1:31). Dios habla para que la bondad llegue a ser. Y tú y yo somos parte de esa bondad.

La primera verdad práctica es esta: nuestra disfunción no nos define. Portamos la imagen del Dios de poder y amor ilimitados. Nuestra historia no comienza en el pecado, sino en la bondad. No basta simplemente con saber esta verdad; debemos recordarla diariamente. Este acto diario de recuerdo tendrá éxito si comenzamos nuestro día en silencio y quietud, en oración, adoración y gratitud.

Cuando llegamos a Génesis 2, vemos que el Dios que habla para que la creación exista, también es el Dios que se arrodilla y se ensucia las manos. Somos criaturas formadas por las propias manos de Dios, humanos hechos de humus (en hebreo, adam de adamah). Tras insuflar su propio aliento en esta criatura de barro, Dios procede a trabajar con el humano para que —juntos— resuelvan uno de los problemas más básicos de la humanidad: la soledad.

Observamos que el primer intento no sale muy bien: tras haber nombrado a todos los animales, tal como le había mandado Dios, el hombre todavía no ha encontrado una pareja. No importa. Dios intenta una nueva estrategia, haciendo nacer desde el mismo hombre una «fuerza correspondiente» (en hebreo, ezer kenegdo). «Esta sí», clama el hombre, «es hueso de mis huesos y carne de mi carne (…) mujer» (2:23).

Entonces, la segunda verdad práctica es esta: no importa el problema en que nos encontremos, Dios está preparado para arrodillarse a nuestro lado. No importa lo arruinadas que estén nuestras familias (o lo mucho que nos hayan arruinado), Dios está preparado para ensuciarse con el desorden y la suciedad de nuestra vida. Debemos mantener juntas estas verdades. Dios es el único que hace que la bondad sea. Y Dios es el único que, cuando nosotros fallamos o la vida nos falla, se queda a nuestro lado y trabaja con otros para hacernos completos.

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Y la manera de Dios de hacernos completos, de restaurarnos, es volver a contar nuestra historia; volverla a narrar envolviéndola en su propia historia, una historia extraña y maravillosa que se extiende desde la bondad de la creación hasta la gloria resplandeciente de la nueva creación.

Por extraño que parezca, Génesis es nuestra historia, puesto que trata cuestiones de importancia fundamental para la humanidad. En él descubrimos que somos criaturas hechas a la imagen de Dios, llenas del aliento de Dios, llamadas a representar fielmente el amoroso gobierno de Dios sobre la tierra. Descubrimos nuestra fatídica decisión de escuchar a la serpiente engañosa, volviéndonos nosotros mismos engañosos como resultado de escondernos de Dios en nuestra vergüenza. Descubrimos los desastrosos resultados de nuestra decisión que aún persisten: la muerte, el caos y la confusión.

Pero, sobre todo, descubrimos el plan de Dios para enderezar las cosas, un plan para convertir la maldición en bendición, un plan al que nosotros también hemos sido llamados a sumarnos.

Julien Smith es profesor adjunto de humanidades y teología en la Universidad de Valparaíso en Indiana. Es autor de Christ the Ideal King: Cultural Context, Rhetorical Strategy y Paul and The Good Life: Transformation and Citizenship in the Commonwealth of God.

Traducción por Noa Alarcón.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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