Este es el tercer artículo de la serie «Génesis en enero», que busca ayudar a la gente a explorar la complejidad de la Biblia al comienzo de un nuevo año.

Vivimos en una generación inquieta. Mi marido y yo nos hemos mudado 15 veces en 24 años de matrimonio. Y aunque esa cifra es superior a la media, no somos los únicos. En nuestra cultura, no es habitual permanecer en la misma comunidad y en el mismo trabajo durante más de 10 años. [Enlaces en inglés].

Hoy en día, la gente se muda por oportunidades educativas o de trabajo, a causa del matrimonio o para vivir más cerca de otros familiares. Algunos nos mudamos de un lugar a otro buscando simplemente una comunidad que se adapte mejor a nuestros presupuestos o ideales. A veces nuestras migraciones se ven precipitadas por un conflicto o una preocupación: un divorcio, una crisis de salud, un declive relacionado con la edad o porque deseamos huir de la violencia.

En el Antiguo Testamento encontramos temas similares. Abraham, Isaac y Jacob se mudaron con mucha frecuencia junto con sus familias. Si estás leyendo el Génesis este mes, probablemente te habrás dado cuenta. Sus motivos para mudarse son distintos de los nuestros, pero aun así pueden enseñarnos algo sobre cómo vivir bien.

A menos que hayas huido con tus pertenencias de una zona asolada por la guerra, te resultará difícil imaginar el arduo viaje al que se enfrentó la familia de Abraham al atravesar la antigua Mesopotamia. No podían alquilar un camión de mudanzas. Viajaban en tiendas, llevando todo lo que poseían y conduciendo rebaños de ovejas y cabras. Estos rebaños eran la clave de su supervivencia, ya que les proporcionaban leche, carne y pieles de animales para hacer tiendas resistentes al agua. Mantener estos rebaños con vida era un reto perpetuo en una región con poca vegetación y escasas masas de agua dulce, mismas que dependían casi totalmente de la lluvia. Siento cansancio solo de pensarlo.

No podían ir a un almacén en busca de provisiones. Todo lo que necesitaban tenían que hacerlo ellos mismos o hacer trueque con quienes encontraban en el camino. Vivir de la tierra es una cosa cuando puedes levantar una cerca para delimitar tu terreno y cultivar tus propios campos. Pero es algo muy distinto cuando vives como invitado en tierras que pertenecen a otros. Para Abraham y su familia, estar en buenos términos con los grupos vecinos era esencial.

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Acabo de regresar de un viaje a Israel, donde recorrimos el país en un autobús turístico con temperatura controlada, asientos acolchados y —lo más importante— con conexión a internet. Siempre que teníamos sed, disponíamos de agua embotellada. Como alguien que enseña y escribe sobre la Torá —los primeros cinco libros de la Biblia— recordé una vez más cuán pocas de estas narraciones tienen lugar en la tierra que ahora se conoce como Israel. Con una excepción en Números 13, todo el Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio tienen lugar fuera de la Tierra Prometida.

Queda entonces el libro de Génesis, para el que la tierra de Canaán apenas parece más que una estación de paso. Abraham llega allí y se marcha de nuevo en el capítulo 12 del Génesis. Regresa en el capítulo 13, y lo hallamos haciendo un acuerdo con su sobrino sobre dónde deberían vivir ambos «… porque sus posesiones eran tantas que ya no podían habitar juntos» y «hubo problema entre los pastores del ganado de Abram y los pastores del ganado de Lot…» (vv.6-7, NBLA). Esta es la primera de muchas disputas que leemos sobre el uso de los pastizales y los derechos del agua.

En Génesis 14:14, nos enteramos de que Abraham tiene 318 combatientes en su casa, así que si hasta la fecha te has imaginado a Abraham y Sara solos con unas cuantas ovejas en el desierto, tendrás que recalibrar tu imaginación. Si contamos a las mujeres y a los niños, Abraham preside un campamento de al menos mil personas. Sin duda, posee muchos miles de animales para satisfacer las necesidades de todos ellos.

En el capítulo 20, Abraham y su séquito se han trasladado de nuevo por razones no especificadas. Solo podemos suponer que está buscando suficiente tierra y agua para sus rebaños y tiendas. A pesar de su gran riqueza, Abraham sigue siendo un visitante en Canaán. Cuando Sara muere en el capítulo 23, Abraham compra una cueva para enterrarla y, al final de su vida, esa tumba sigue siendo la única tierra que posee.

Isaac enfrentó problemas similares a los de su padre. Su creciente riqueza crea conflictos con los filisteos entre los que vive. Envidiosos de su éxito, le obstruyen los pozos (Génesis 26:14-15). Quien controla el agua controla la tierra. Isaac se traslada y encuentra agua una y otra vez, pero los lugareños siguen reclamándola para sí (vv.17-22). Encontrar un lugar pacífico para vivir es un reto perpetuo.

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Jacob, el hijo de Isaac, abandona Canaán para ir a buscar una esposa y permanece muchos años en Mesopotamia. Regresa a esa tierra en Génesis 32 con su propio séquito: dos mujeres, dos concubinas, once hijos varones, numerosos criados y considerables rebaños de vacas, burros, ovejas y cabras (vv.4-5). Declina la invitación a vivir cerca de su hermano Esaú, lo que parece bastante sensato, dado lo que sabemos sobre la dificultad de vivir uno al lado del otro en una tierra de recursos limitados.

Los hijos de Jacob experimentan su propia rivalidad entre hermanos, aunque esta vez el problema no es el agua, sino el favoritismo, como revela la historia de José. Después de que José va a Egipto tras ser vendido como esclavo, el resto de la familia lo sigue debido a la hambruna en Canaán (de nuevo, problemas a causa de la escasez de agua). El libro del Génesis termina aquí: en Egipto.

Sorprendentemente, todos estos traslados son una característica, no un defecto, de la familia de Abraham. Les convierte en lo que son. La transitoriedad de Abraham se convierte en parte de su legado.

Hacia el final del Deuteronomio, en el último discurso de Moisés a los israelitas antes de su entrada en Canaán, les ordena que traigan a Dios la primera de sus cosechas como ofrenda de agradecimiento (Deuteronomio 26). Y al hacerlo, les dice que deben recitar su historia, comenzando con esta declaración: «Mi padre fue un arameo errante» (v.5).

Las mudanzas de Abraham son una parte tan importante de la historia de los israelitas que se les ordena recordarlas y contarlas cada año. Después de haber sido nómadas, deben apreciar la tierra con gratitud, pero no usarla solo para sí mismos. Moisés les ordena destinar un diezmo de sus productos cada tercer año para los que no tienen tierra: «… se lo darás al levita, al extranjero, al huérfano y a la viuda, para que puedan comer en tus ciudades y sean saciados» (v.12).

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La ley de Israel está llena de recordatorios de su condición de inmigrantes. «No oprimirás al extranjero, porque ustedes conocen los sentimientos del extranjero, ya que ustedes también fueron extranjeros en la tierra de Egipto» (Éxodo 23:9).

Su experiencia como forasteros que vivieron en el límite de la supervivencia tenía como objetivo moldear su ética fomentando la empatía.

Los que nos hemos mudado sabemos lo que cuesta empezar de nuevo en una nueva comunidad. Trasladarse conlleva una letanía de pérdidas y un importante gasto de energía, pero las ganancias pueden ser mucho mayores. Nuestras razones para mudarnos son distintas de las de Abraham, pero esas experiencias pueden influir en la compasión que le mostremos a los recién llegados a nuestros barrios, lugares de trabajo, escuelas e iglesias. Y, como los israelitas, estamos llamados a mostrar una amable hospitalidad a otros que andan errantes.

Carmen Joy Imes es profesora asociada de Antiguo Testamento en la Facultad de Teología Talbot de la Universidad Biola y autora de Bearing God's Name: Why Sinai Still Matters.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.

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