Nací en el Hospital Comunitario Evangélico en Lewisburg, Pennsylvania—hecho que causó que un amigo un día me dijera, “Naciste evangélico, te criaste evangélico, y cuando te mueras, te vas a morir evangélico.” Mi padre, John Forrest Thornbury, era el modelo del pastor de pueblo, sirviendo por 44 años como pastor de la Iglesia Bautista Winfield, una congregación histórica en la tradición Bautista Americana.

El medio ambiente en el que me crié prefiguraron lo que llegaría a ser la pasión de mi vida: la relación entre la fe Cristiana y la educación superior. Lewisburg es el hogar de la Universidad Bucknell, una universidad privada élite cuyos graduados incluyen a dos luminarios evangélicos: Tim Keller, pastor de la Iglesia Presbiteriana Redeemer de la ciudad de Nueva York, y Makoto Fujimura, aclamado pintor contemporáneo. Hace algunos años, Tim me dijo que en algunas ocasiones había asistido a la iglesia de mi padre durante sus años de estudiante en Bucknell.

Fundado por una asociación Bautista, Bucknell originalmente existía con el fin de extender la causa de Cristo. En correspondencia a las iglesias hermanas a través de Pennsylvania, los líderes de la asociación explicaron que, a través de Bucknell, buscaban “poder ver . . . la causa de Dios, el honor y la gloria del reino del Redentor promovido en todos nuestros ámbitos, y esparciéndose a lo ancho y largo hasta que los reinos de este mundo se conviertan en los reinos de nuestro Señor y su Cristo.” Bucknell inició sus primeras clases en el sótano de la Primera Iglesia Bautista ese otoño de 1846.

La reputación de la escuela brillaba en sobremanera en nuestra comunidad, pero como muchas otras universidades estadounidenses sobresalientes, poco a poco abandonaron su posición ortodoxa. El día de hoy, se le hará dificultoso encontrar en la página de internet de Bucknell alguna referencia a sus orígenes como una institución Cristiana. Conforme fui creciendo, quizás inconscientemente, estuve al tanto de este hecho: La fe es algo que se puede perder.

Sin embargo, gracias a mi padre, escuché el evangelio predicado fielmente cada domingo. Mi madre me cocinaba huevos y tocino cada mañana y me leía pasajes de los escritos de Jonathan Edwards, Matthew Henry, y del ministro escocés Robert Murray M’Cheyne. Pero John y Reta Thornbury no eran fundamentalistas. Mi padre escribió biografías del evangelista Asahel Nettleton y del misionero David Brainerd, pero también mantenía la casa suplida con discos de Elvis, Johnny Cash, Jerry Reed, y Marty Robbins. Y nunca llegó a casa después de haber pasado por la librería sin traerme revistas de cómic.

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Hice mi decisión de fe y fui bautizado a la edad de 9 años. Mi padre había estado nervioso en cuanto a bautizarme, diciendo que yo debía ser zarandeado por el mundo antes de ser bautizado. Recuerdo haber usado a Edwards como apoyo para su posición, quien dijo que la conversión de los niños es algo raro. Él tenía razón. Desde el lado que lo mirara uno, yo parecía ser un buen joven Cristiano. Hasta prediqué mi primer sermón a la edad de 14 años frente a una convención estatal de la escuela dominical, pero era algo que no debía haber hecho.

Después de la preparatoria, asistí a una universidad Cristiana. Durante el primer semestre de mi primer año, me matriculé para un curso con un profesor brillante, articulado, y recién graduado de un doctorado en filosofía de Oxford. El libro de texto para nuestro curso de introducción a la Biblia era: Jesús: Una nueva visión, de Marcus J. Borg, un prominente miembro de la facultad del Jesus Seminar. El proyecto de investigación intentaba descubrir “el Jesús histórico” alejado de los compromisos de credos o enseñanzas de la iglesia.

En dicho volumen, Borg explica calculadoramente que Jesús nunca dijo ser el Hijo de Dios y nunca pensó en sí mismo como Salvador. Aprendimos que la Biblia es un pastiche (o mezcolanza) de tradiciones y fuentes, que fueron armadas principalmente a fines del segundo siglo. Nuestra tarea como intérpretes de la Biblia era desenredar lo que era “auténticamente Jesús” de la mitología y la tradición de la iglesia.

En un curso subsecuente sobre los Evangelios Sinópticos, leímos las obras de Robert. W. Funk, el fundador del Jesus Seminar. Aprendimos como hacer crítica de forma y de redacción de la Biblia, un método de estudio que asume que al autor del texto bíblico lo motiva una agenda teológica en lugar de reportar lo que había presenciado. Nosotros simplemente “sabíamos” que el libro que teníamos en nuestras manos (la Biblia) no tenía una conexión directa con los apóstoles cuyos nombres se asociaban con los Evangelios y las Epístolas.

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Para mí, esta dosis de crítica “alta” fue casi letal. Cualquier sentido que la Biblia había sido inspirada divinamente y era confiable, o que los credos Cristianos tenían seriedad metafísica, empezaron a parecer algo improbable. Lo más que yo podía afirmar en ese momento era que, de alguna manera mística, quizás Jesús era el Cristo, hablando existencialmente. Me estaba acercando a algo parecido a lo que le pasó al estudioso del Nuevo Testamento Bart Ehrman en su historia de la pérdida de su fe.

La defensa del filósofo

Cuando le dije a mi padre lo que estaba pensando, se alarmó. Me recomendó diferentes obras de apologética que defendían la autoridad bíblica. Hice esos libros a un lado. Recuerde que esta era una época antes de que personajes como Craig Blomberg, N.T. Wright, y Luke Timothy Johnson ganaran notoriedad entre los evangélicos y escribieran sus obras sobre la confiabilidad histórica de las Escrituras.

Luego mi papá tuvo una idea genial. Él sabía que yo estaba enamorado de la filosofía moderna. Así que un día cuando llamé a casa, me dijo, “Hay un teólogo evangélico que quizás te interese. Su doctorado (PHD) es en filosofía. El cree que la Biblia es inerrante. Se llama Carl F.H. Henry. Encuentra los volúmenes de Dios, revelación y autoridad en tu biblioteca y léelos antes de decidir abandonar la fe.”

Poco después, bajé las largas escaleras de la biblioteca universitaria, me senté en el piso entre los estantes, y agarré la copia de Dios, revelación, y autoridad. Fue mi propio tolle lege—“¡toma y lee!”—momento de crisis. Las primeras líneas del primer capítulo resonaron en mis oídos:

Ningún hecho de la vida occidental contemporánea es más evidente que la creciente desconfianza de la verdad final y su implacable cuestionamiento de cualquier palabra segura.

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Ese era yo. Seguí leyendo por días enteros sin parar. Lloraba y seguía en mi búsqueda, y una fe genuina empezó a florecer.

Henry me ayudó a asegurar mi fe porque hizo más que simplemente responder a cada una de las interrogantes que levantaban aquellos que, usando la crítica alta, cuestionaban la confiabilidad histórica de la Biblia. Henry hizo eso, pero fue un paso más allá: Él trajo seriedad filosófica a su libro Dios, revelación, y autoridad. Su enfoque fue amplio. Abordó el tema de la epistemología—como podemos conocer la verdad, lo cual era mi preocupación primordial como estudiante universitario de filosofía. Había estado a un pelo de perder mi fe. Pero porque Henry era un filósofo que defendía la autoridad bíblica, me sentí alentado.

Había estado a un pelo de perder mi fe. Pero porque Henry era un filósofo que defendía la autoridad bíblica, me sentí alentado.

Hablando humanamente, de no haber sido por el primer editor de Christianity Today, aquel teólogo con el cerebro titánico y la pluma de periodista, pude haberme ido por el otro camino. Henry me mostró cómo ser tanto un estudioso como un seguidor de Jesús. Desde ese momento en mis días universitarios, hice un pacto con Dios de ayudar a las personas como aquella versión mía de dieciocho años de edad—personas que están al borde de abandonar la iglesia y están en busca de tan solo una buena razón para quedarse.

Casi una década después de mi noche oscura del alma, Paul House, C. Ben Mitchell, Richard Bailey, y yo le escribimos a Henry a su casa de jubilación en Watertown, Wisconsin, con el fin de expresarle nuestra gratitud colectiva y nuestra deuda a su labor. Nos contestó, y nos invitó a que lo visitáramos a él y a su esposa, Helga. Nuestro tiempo juntos inició una maravillosa temporada de visitas, correspondencia, y ánimo mutuo.

Carl combinaba el cerebro y el corazón. Le importaban tanto la piedad como la precisión doctrinal. En una ocasión, durante un seminario doctoral, un estudiante le preguntó al más sobresaliente pensador evangélico del siglo veinte: “¿Cuál es la mayor pregunta que se está haciendo en la teología contemporánea?”

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Carl respondió sin titubear: “La misma pregunta que los apóstoles le hicieron a su generación: ‘¿Han conocido al Señor resucitado?’ ”

Esa respuesta valiente, realista me remontó a aquel día en la biblioteca y a los libros que me ayudaron a asegurar mi fe en el Señor resucitado. Y todos estos años después, está mucho más claro que nunca: Carl. F. H. Henry todavía está haciendo las preguntas correctas.

Gregory Alan Thornbury es presidente de la universidad The King’s College y el autor de Recovering Classic Evangelicalism: Applying the Wisdom and Vision of Carl F. H. Henry [Recuperar el pensamiento evangélico clásico: Aplicar la sabiduría y la visión de Carl F. H. Henry] (Crossway).

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