Ketanji Brown Jackson, quien fue nominada por el presidente Biden para ingresar a la Suprema Corte de los Estados Unidos, causó una gran controversia en marzo de 2022 cuando se negó a dar una definición de la palabra mujer [enlaces en inglés]. Jackson evadió la pregunta de la senadora Marsha Blackburn al responder: «No soy bióloga». El senador Ted Cruz regresó al tema al preguntarle a Jackson a quién incluiría en una demanda por discriminación de género. Jackson prefirió responder que esas demandas apenas estaban siendo revisadas por tribunales locales.

Con rapidez, los conservadores hicieron mofa de Jackson e identificaron su negación a dar una respuesta como una clara señal del progresismo sin sentido. Después de todo, cualquiera debería poder definir lo que es una mujer. Sin embargo, el problema es que hemos debatido por miles de años para definir lo que es una mujer.

Ya sea que pensemos en los antiguos griegos, que veían a la mujer como un «hombre mutilado», o en los padres de la iglesia, que no creían que las mujeres estuvieran hechas a la imagen de Dios como los hombres, el registro de la historia muestra a mucha gente que no supo qué hacer con las mujeres. Incluso en Estados Unidos, como en otros muchos países, las mujeres batallaron para obtener esos «derechos inalienables» que en ese mismo país afirman que los seres humanos ganan al nacer y son «otorgados por su Creador».

La apologista cristiana Dorothy Sayers reflexionó sobre la ineficacia de nuestras definiciones de mujer en su ensayo titulado «The Human-Not-Quite-Human» [Las humanas no muy humanas]:

La primera tarea al estudiar cualquier fenómeno es observar su característica más obvia… Es en este punto en el que la mayoría de los estudiosos de la «cuestión de la mujer» han fallado; la iglesia más lamentablemente que la mayoría y con menos excusas… No importa qué argumentos se usen, la discusión está viciada desde un inicio porque el hombre siempre es considerado tanto homo [humano] como vir [masculino], pero la mujer solo es femina [femenina].

Para Sayers, una definición precisa de la palabra mujer debería incluir tanto su feminidad como su humanidad, con humana como sustantivo y femenina como adjetivo. Después de todo, muchas cosas son femeninas: gatas, aves, incluso algunos árboles, pero los derechos y responsabilidades de la mujer emanan de su humanidad común, no de su sexo. Las gatas de género femenino no tienen derechos civiles, los árboles de género femenino tampoco, pero las humanas femeninas sí los tienen.

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En otras palabras, estamos destinados a fallar en esta cuestión a menos que tengamos una definición funcional de mujer como portadora, por sí misma, de la imagen de Dios, y no una en la que la mujer es simplemente lo opuesto al hombre.

En primera instancia puede parecer que Sayers está destacando un dilema diferente al que nuestra sociedad está enfrentando. Después de todo, la verdadera pregunta detrás de la pregunta de la senadora Blackburn era si las atletas trasgénero pueden participar en deportes femeninos.

¿Las mujeres transgénero pueden declararse legalmente «mujeres»? ¿Son parte de la población protegida por las leyes contra la discriminación de género? A diferencia de Sayers, quien debate sobre la personalidad individual de las mujeres, nosotros estamos tratando de definir quién puede reclamar su pertenencia a este género.

Sin embargo, creo que lo que implica lo planteado por Sayers es relevante porque al fallar al proteger los derechos humanos de las mujeres, creamos involuntariamente un contexto que requiere que el concepto de feminidad tome dimensiones políticas. Al carecer de una categoría para las mujeres como homo [humano], femina tiene que hacer todo el trabajo.

En efecto, en el último siglo las mujeres han tenido que valerse de su feminidad para pelear por sus derechos humanos, de tal modo que en este momento —y tal como dejó entrever la jueza Brown Jackson—, la cuestión de ¿quién es una mujer? tiene profundas ramificaciones legales y políticas.

Pero es aquí donde la pregunta ¿quién es una mujer? se vuelve más compleja para los conservadores: en la medida en la que hemos puesto el énfasis en la feminidad de la mujer y no en nuestra humanidad compartida con los hombres, hemos minimizado la categoría misma que es la fuente de nuestros derechos civiles.

En otras palabras, los conservadores seguirán teniendo problemas para convencer de que están peleando por proteger los derechos de las mujeres en los debates actuales si su definición funcional de mujer no presume la existencia de sus derechos. Esto es cierto en particular para quienes se han resistido a los movimientos de reforma, para quienes han minimizado el acoso y el abuso sexual como un simple «chisme de pasillo» y para quienes se han opuesto historicamente a las categorías que protegen a la mujeres con base en su género.

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No puedo evitar preguntarme si la conversación de hoy sería diferente si hubiéramos pasado los últimos cien años estableciendo precedentes legales para la definición de mujer, no como un grupo con «intereses especiales» debido a su género, sino con respecto a su realidad humana y biológica. ¿Cómo sería la conversación de hoy si hubiéramos visto a las mujeres en el último siglo como las portadoras de la imagen de Dios que son?

Pero el hubiera no existe. Como sociedad estamos luchando para ponernos de acuerdo en algo tan fundamental como lo que nos hace ser quienes somos. ¿Cómo debemos responder al caos del momento presente?

En primer lugar, creo que deberíamos admitir las fallas en nuestras definiciones funcionales de mujer, es decir, cómo la mayoría no están basadas en la imago Dei sino en «aquello que no es un hombre». No necesitamos intercambiar feminidad por humanidad, ya que estas categorías son diferentes y por tanto no se pueden reemplazar mutuamente. Necesitamos ambas. Pero, primero, necesitamos fortalecer nuestro entendimiento de la mujer como un ser hecho a la imagen de Dios porque desde ese lugar podemos derivar sus derechos y responsabilidades correspondientes.

En vez de comenzar nuestras teorías de lo masculino y lo femenino en Génesis 2 o Efesios 5, debemos afianzarlas en Génesis 1 y afirmar nuestra humanidad compartida como el contexto en el que se manifiestan nuestras diferencias. Las diferencias existen y son verdaderas, pero la diferenciación sexual no puede responder qué es lo que nos hace humanos. Y debemos arrepentirnos de que en nuestras subculturas, el hombre ha sido el punto de partida para nuestra definiciones de lo que significa ser humano.

En segundo lugar, tenemos que reconocer la vulnerabilidad de este momento. La forma en que la gente concibe el género e incluso el sexo biológico está cambiando rápidamente. Tan rápidamente, de hecho, que muchos lo experimentan como una escalada que debe ser controlada antes de que los abrume. Y aunque este momento ciertamente tiene poder cultural, yo argumentaría que en realidad estamos viendo la debilidad expuesta de las categorías modernas, no solo sobre el género, sino sobre lo que significa ser una persona y las limitaciones de la autocreación.

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La conversación está cambiando rápidamente, del mismo modo que una ola cambia rápidamente cuando está a punto de llegar a su cresta y romper. Sayers abordó este fenómeno en su ensayo de 1942 «¿Por qué trabajar?», señalando que la sociedad tiene incorporados ciclos de autocorrección que a menudo terminan de forma cataclísmica:

Las personas que no revisarían sus ideas voluntariamente se ven obligadas a hacerlo por la mera presión de los acontecimientos que estas mismas ideas han provocado... Las causas profundas de los conflictos suelen encontrarse en algún modo de vida erróneo en el que todas las partes han consentido, y del que todos deben, en cierta medida, cargar con la culpa.

Si este es el caso, los líderes con principios deben considerar cuidadosamente cómo responder a este momento. Deben identificar en dónde se encuentra el centro del debate en realidad, y evitar que se perpetúen las condiciones que lo crearon, incluida nuestra falla en cuanto a honrar la humanidad de las mujeres.

Y, por último, debemos seguir un proceso de cuestionamiento e indagación que honre la humanidad de nuestros interlocutores, así como la nuestra. Aunque tú creas que la respuesta a «¿Quién es una mujer?» es sencilla, tu vecino cada vez lo cree menos. Vivir en paz con todas las personas significa aprender a navegar por esas diferencias con gracia y verdad, afirmando la humanidad no solo de los que están de acuerdo con nosotros, sino también de los que no lo están.

En el momento actual, esto puede parecer imposible. Y si te guías por los políticos, es improbable. Pero para aquellos que están siendo transformados activamente a la semejanza de Cristo, cuya propia humanidad está siendo redimida, realizada y satisfecha a través de la unión con Él, esta postura será lo más natural del mundo.

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Hannah Anderson es autora de Made for More, All That’s Good, y Humble Roots: How Humility Grounds and Nourishes Your Soul.

Traducción por Hilda Moreno Bonilla.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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