Una de las cosas que más me molestan es recibir un correo electrónico durante la última parte de la Cuaresma con la frase de despedida «¡Felices Pascuas!» o «¡Jesús ha resucitado!». Tengo que luchar contra la tentación de responder: «¡Todavía no!». Esas proclamaciones, aunque hechas con buena intención, me apresuran hacia un destino al que todavía no estoy preparada para llegar. Antes de experimentar la alegría de la mañana de Pascua, me espera un largo viaje.

Cada año, durante la Cuaresma, oriento mis pies espirituales en dirección a Jerusalén, y me preparo para dirigirme hacia la cruz y la tumba vacía. El sendero es largo y difícil, atraviesa los montes y los valles de la oración, el reconocimiento personal y el arrepentimiento. Pero es necesario: cada paso que doy prepara mi corazón para la resurrección.

Como historiadora, encuentro guías para la Cuaresma en la vida de cristianos de épocas pasadas que hicieron empatar sus viajes físicos con sus viajes espirituales. En la Edad Media, por ejemplo, los peregrinos viajaban a Jerusalén regularmente para replicar los últimos días de Jesús en la tierra. Para el siglo IV, peregrinar a Jerusalén ya se había convertido en una tradición, puesto que fue entonces que el emperador Constantino («el Grande») erigió una basílica en el lugar donde tuvo lugar la crucifixión —según afirmaban haber descubierto en ese entonces—.

Terminada en el año 335 d.C., esta basílica, conocida como la Basílica del Santo Sepulcro, pronto atrajo a los fieles de todo el mundo. Además de la capilla del Calvario, la iglesia contenía también el sepulcro o la tumba de Cristo. Muchos cristianos se embarcaban en un viaje largo y arduo para llegar a Jerusalén y adorar en estos lugares de la época y vida de Jesús.

En la Edad Media, los peregrinos que iban a Jerusalén desde el norte de Europa e Inglaterra caminaban una asombrosa distancia de 5000 km o 3000 millas (en promedio). La ruta más común llevaba a los peregrinos a la falda de los Alpes, después a través de las montañas, y de ahí a Venecia, desde donde se transportaban en barco por el mar Mediterráneo. Al llegar a Jaffa, una ciudad portuaria en Tierra Santa, los peregrinos se montaban en burros hacia Jerusalén. Cada tramo del viaje tenía su propia aventura, y cada uno los acercaba cada vez más a su objetivo.

Article continues below
Peregrino en su viaje a Tierra Santa.
Image: WikiMedia Commons / Ilustración por Mallory Rentsch

Peregrino en su viaje a Tierra Santa.

Estos viajes tenían un carácter cuaresmal y acendraban a los peregrinos espiritualmente mientras realizaban su largo y arduo viaje. Los peregrinos practicaban la disciplina espiritual de la renunciación al dejar atrás las comodidades de su vida cotidiana y familiar. También dedicaban mucho tiempo a la introspección.

Félix Fabri, un fraile del siglo XV, sufrió varios episodios de nostalgia durante su viaje y se esforzó por balancear su angustia emocional con su deseo por llegar a Jerusalén. Tras decidir continuar el camino, tuvo que enfrentarse a uno de sus mayores miedos: el mar. Subió al barco, confiando en que Dios lo ayudaría a llegar a su destino a salvo. Cuando los vientos y las tormentas hicieron zozobrar el barco, él y sus compañeros de viaje rogaron por la misericordia de Dios.

Los peregrinos de la era medieval llegaban a Jerusalén alrededor de 12 semanas después de comenzar su viaje, lo cual equivale a dos temporadas de Cuaresma. Nosotros también hemos experimentado lo que se siente vivir durante una doble Cuaresma —o incluso más— durante el tiempo que duró la pandemia.

Pienso en estos viajes mientras empiezo mi propio lento peregrinaje durante la temporada de la Cuaresma. El esfuerzo que requiere mantener mis prácticas de oración y arrepentimiento se parece un poco a emprender un largo viaje. Persevero por la recompensa, aunque a menudo flaqueo, especialmente cuando veo los senderos de montaña y las aguas tormentosas que se avistan a la distancia.

La tentación de rodear las partes desafiantes de este viaje siempre está presente en mi viaje. No obstante, sé que para estar preparada para entrar a Jerusalén es necesario cruzar las montañas y el mar. Y, ciertamente, no llegaré a mi destino a menos que, como Fabri, clame a Dios. Darme cuenta de mi desesperada necesidad de Dios —y recibir su misericordia— es uno de los regalos de la Cuaresma que no querría sacrificar tomando un atajo durante esta temporada. Así que voy paso a paso y continúo caminando.

Félix Fabri no es el único peregrino que me acompaña en mi viaje. Puedo identificarme con otra compañera de viaje, la lega Margery Kempe. Kempe relata que Dios la llevó a peregrinar a Roma, Jerusalén y Santiago de Compostela. Partió primero hacia Jerusalén en 1413, llena del deseo de «ver aquellos lugares donde [Jesús] nació, sufrió su pasión y murió, así como también visitar otros lugares santos donde estuvo durante su vida y también después de su resurrección».

Article continues below
Image: WikiMedia Commons / Ilustración por Mallory Rentsch

Kempe se encontró con muchos desafíos durante su peregrinaje. Tuvo conflictos con sus compañeros de viaje, quienes finalmente la abandonaron. Cruzó los Alpes en medio del invierno y esperó trece semanas en Venecia por un barco que la llevase a Tierra Santa.

Aunque nuestras experiencias a la hora de viajar suelen ser mucho más eficientes, quizá podamos sentirnos identificados con el tipo de frustraciones que Kempe enfrentó. El año pasado, que nos vio en gran medida castigados debido a la pandemia, hizo que nuestros viajes se parecieran más a peregrinajes que a vuelos comerciales a gran velocidad. Hemos aprendido por las malas que no se puede correr en algunas travesías.

Esto es particularmente cierto en cuanto al viaje sagrado, que termina cuando el peregrino es capaz de llegar a su destino y ni un momento antes. Es similar a lo que dice Gandalf en La Comunidad del Anillo de Peter Jackson, cuando dice que no llega ni pronto ni tarde, sino «exactamente cuando se lo propone».

Para los peregrinos de la era medieval que se dirigían a Jerusalén, eso significaba un tiempo previsto de llegada de unas doce semanas a partir del comienzo del viaje, lo cual equivale a dos temporadas de Cuaresma. Nosotros también hemos experimentado lo que se siente vivir durante una doble Cuaresma —o incluso más— durante el tiempo que duró la pandemia.

Si los peregrinos medievales se embarcaban en una «Cuaresma doble» para llegar a Jerusalén, un viajero del siglo XVI, Iñigo López de Oñaz y Loyola, realizó un viaje que equivalía a un año entero de Cuaresma. Hoy conocemos a este viajero como Ignacio de Loyola. Después de experimentar una conversión espiritual, Ignacio decidió confirmar su fe recién nacida con un peregrinaje a Jerusalén. A comienzos del año 1522 comenzó a caminar desde Loyola hasta Barcelona, donde planeaba tomar un barco hacia Tierra Santa. Su peregrinaje incluyó desvíos por los pueblos españoles de Montserrat y Manresa, donde se quedó durante once meses.

Article continues below

La causa de este retraso no se conoce con exactitud. Algunos investigadores creen que Ignacio no pudo llegar a Barcelona debido a informes de que había una plaga en la ciudad. Fuera cual fuera la razón, Dios utilizó su larga pausa para formarlo.

Image: WikiMedia Commons / Ilustración Mallory Rentsch

Mientras estaba en Manresa, Ignacio pasaba varias horas al día orando, leyendo, escribiendo y profundizando su comprensión de Dios. Más adelante, en su autobiografía [enlaces en inglés], escribió que Dios lo trató «de la misma manera que un maestro de escuela trata a un niño para enseñarle». Su desvío se convirtió en una escuela para el alma y se convirtió en el trabajo de campo para sus Ejercicios espirituales, un influyente libro de formación cristiana publicado en 1548.

Ignacio finalmente llegó a Jerusalén más de un año y medio después de haber partido. Para entonces, él ya no era simplemente un converso. Su fe había madurado y lo había preparado para recibir los dones de la Tierra Santa. Refiriéndose a sí mismo como «el peregrino», Ignacio escribe: «Al ver la ciudad el peregrino sintió un gran consuelo; y, tal como los otros testificaron, el lugar era común a todos ellos, con un gozo que no parecía natural».

Cuando me siento impaciente en el camino hacia Jerusalén, recuerdo el meollo de la historia de Ignacio: un verdadero peregrino debe viajar despacio y parar a menudo para llegar adonde quiere ir. Si Ignacio hubiera corrido con prisa hacia Jerusalén, no habría estado preparado para recibir el gozo sobrenatural de Dios que se le otorgó en Tierra Santa. En cambio, se tomó su tiempo y llegó con un corazón repleto y preparado. Su destino era la resurrección.

Los fieles peregrinos de la historia sugieren que nuestros viajes más importantes son los que se asumen al ritmo de una caminata. Y ciertamente no hay viaje más importante o trascendental que nuestro peregrinaje hacia la tumba vacía. Al dirigir nuestros pies espirituales hacia Jerusalén, podemos tomar como ejemplo a estos peregrinos. Nos invitan a desacelerar y tomarnos nuestro tiempo. Su invitación es que vayamos por el camino largo. Que paremos a menudo. Que clamemos por misericordia. Esta manera de viajar nos permite preparar nuestro corazón y llegar a comprender la profunda necesidad que tenemos del sacrificio de Jesús.

Article continues below

Cuando lleguemos a nuestro destino la mañana de Pascua, nos espera una visión gloriosa: un jardín, una piedra movida, una tumba vacía. Nuestro gozo y consuelo, como testificó Ignacio de Loyola, será inmenso. Estaremos más que preparados para las Buenas Nuevas. Y, finalmente, estaremos preparados para los correos electrónicos con la despedida de «¡Él ha resucitado!».

Lisa Deam tiene un doctorado en Historia del Arte Medieval por la Universidad de Chicago. Este artículo está adaptado de su libro 3000 Miles to Jesus: Pilgrimage as a Way of Life for Spiritual Seekers (Broadleaf, 2021).

Traducción por Noa Alarcón.

Edición en español por Sofía Castillo y Livia Giselle Seidel.

[ This article is also available in English and català. See all of our Spanish (español) coverage. ]