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Lea Isaías 52:13 – 53:12

Durante el Adviento, es fácil sentimentalizar la Encarnación. Nos imaginamos al Dios-hombre como un bebé con su madre; anticipamos su ministerio como «Consejero admirable» y «Príncipe de paz» (Isaías 9:6). Estos son aspectos reales de la identidad y la humanidad de Jesús, y ciertamente son temas bíblicos apropiados para esta época del año. Pero las palabras proféticas de Isaías en este último de sus Cantos del Siervo —los cuales describen a un siervo del Señor que vendrá y será fiel para guiar a las naciones— aumenta nuestra comprensión de la vida encarnada de Cristo: Jesús nació para sufrir y morir.

El camino de Jesús hacia la gloria no fue sencillo. En lugar de ser aceptado por el mundo, fue despreciado y rechazado (53:3). En lugar de ser exaltado como rey, fue torturado y asesinado (53:5,9). No se trata de una mera tragedia humana, sino de una historia que forma parte del plan divino (53:10). El sufrimiento voluntario de Cristo revela su voluntad de ser, no solo nuestro Sumo Sacerdote, sino también el Cordero del sacrificio.

Esta profunda verdad es más que un concepto teológico. Jesús sufrió como un ser humano en un cuerpo físico, y compartió los aspectos más dolorosos y oscuros de la experiencia humana. Él sabe lo que es ser tratado brutalmente y humillado (52:14), oprimido y abandonado (53:8). En la Encarnación, Jesús se identifica con nosotros incluso en nuestros peores sufrimientos. Para quienes experimentan las fiestas como un tiempo de dolor o soledad, este aspecto de la vida de Jesús puede ser extrañamente reconfortante. Ninguna tragedia humana va más allá de su comprensión o de su solidaridad.

Pero Isaías también deja claro que la historia de Jesús no termina en el sufrimiento y la muerte. Más bien, su aflicción es el medio a través del cual logra su victoria: «Después de su sufrimiento, verá la luz y quedará satisfecho» (53:11). Esto es más que una reivindicación personal. Como siervo justo de Dios, Jesús establece la justicia y la redención para las naciones de la tierra. En otras palabras, Jesús comparte nuestro sufrimiento para que podamos compartir su resurrección. Sus heridas redimen las nuestras y se convierten en la fuente misma de nuestra curación (53:5).

Al contemplar la Encarnación en toda su belleza, también podemos dar gracias por su firmeza. Jesús bajó del cielo y fue aún más lejos, hasta lo más profundo de la vergüenza y el sufrimiento humanos. Lo hizo por nosotros. Y cuando nos encontremos con Él en nuestro propio sufrimiento, pecado y vergüenza, podemos confiar en que no nos dejará allí, porque por sus heridas somos sanados.

Hannah King es sacerdote y escritora en la Iglesia Anglicana de Norteamérica. Trabaja como pastora asociada en la iglesia Village en Greenville, Carolina del Sur.

Traducción por Sofía Castillo.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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