En el Evangelio de Juan vemos a Jesús hablando con Nicodemo, un líder judío curioso y confundido acerca del concepto de "nacer de nuevo". Al explicar la diferencia entre el nacimiento por medios ordinarios y el nacimiento a través del Espíritu Santo, Jesús le dice a Nicodemo: "El viento sopla por donde quiere, y lo oyes silbar, aunque ignoras de dónde viene y a dónde va. Lo mismo pasa con todo el que nace del Espíritu" (Juan 3:8, NVI).

Estas palabras capturan parte de mi propia experiencia con el nuevo nacimiento. En el momento en el que me convertí, era un estudiante de doctorado en ingeniería aeroespacial en Princeton: el tipo de persona que debería haber sabido de cosas como el origen y las consecuencias del flujo del aire. Aún así, estaba completamente perplejo por lo que había sucedido. De forma similar a Nicodemo, la fuente y las consecuencias de nacer de nuevo iban más allá de mi comprensión.

Al analizar los eventos de mi vida en retrospectiva, más de veinte años después de mi conversión, puedo ver con mayor claridad cómo Dios estaba trabajando detrás del escenario. Mi lucha contra Él, alimentada por la ignorancia y el orgullo, fue totalmente inútil.

Adelantado para mi edad

Crecí al sur de la India en una ciudad pequeña. Mis hermanos y yo fuimos la primera generación de nuestra familia en concluir el bachillerato [high school], por lo que el hecho de que fuera aceptado en un programa de doctorado en propulsión espacial avanzada en Princeton y financiado por la NASA no es nada menos que un milagro. Y, como muchos milagros registrados en las Escrituras, tenía un propósito más profundo: atraerme a Cristo.

En mi ciudad natal el hinduismo es prominente debido a sus templos históricos y a su famoso monasterio. Ahí, el hinduismo está en la tierra, en el agua y en el aire. Crecí en una devota familia hindú que era inseparable de los más altos niveles de liderazgo religioso. Mi compromiso con el hinduismo se hizo más profundo cuando dejé mi casa a los once años para estudiar en un internado dirigido por un prominente líder religioso, donde sobresalí más allá de las expectativas de mi familia y de mis maestros. El testimonio de Pablo en Gálatas 1, cuando dice: "En la práctica del judaísmo, yo aventajaba a muchos de mis contemporáneos en mi celo exagerado por las tradiciones de mis antepasados" (v. 14), aplicaba de forma muy similar a mi progreso en el hinduismo. Muchos años después, me convertí en líder de la Asociación de Estudiantes Hindúes en Princeton.

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Antes de llegar a dicha Universidad, había estado expuesto al cristianismo a través de algunos amigos, la prominencia de las universidades católicas en la India y las películas cristianas estrenadas en los Estados Unidos. También sentía curiosidad intelectual sobre varias religiones del mundo. Recuerdo que cuando veía los íconos y estatuas en las iglesias católicas y ortodoxas, pensaba que eran similares a los dioses que yo adoraba. No consideraba que el cristianismo fuera fundamentalmente diferente del hinduismo, sino simplemente una religión apropiada para una sociedad diferente.

Por otro lado, sentía un profundo desdén por los valores culturales y morales cristianos, al menos en la forma en la que estaban representados en la cultura occidental. Como la mayoría de los hindúes de hoy, pensaba que eran una forma de libertinaje. Comparados con las enseñanzas del hinduismo, parecían intolerablemente laxos. En mi mente, entonces, Jesús podía calificar como uno entre muchos en el panteón de los dioses, pero nada más. Mi compromiso con el hinduismo también incluía un fuerte elemento nacionalista (y la visión del mundo que conlleva), y esto resultó en una profunda desconfianza y antipatía hacia la conversión religiosa —especialmente la conversión al cristianismo—.

A pesar de esto, Dios estaba trabajando en mí de forma crucial, preparándome para recibir a Cristo a través de mi amistad con un compañero estudiante de doctorado. Trabajábamos juntos más de doce horas al día, lo respetaba como colega, y finalmente me hice muy amigo de él y su familia. En algunas ocasiones, la Cruz de Cristo surgió en conversaciones casuales. Percibiendo que me faltaba algo, mi amigo me explicó que Jesucristo murió cargando nuestros pecados para reconciliarnos con Dios.

Esto era algo que nunca había oído antes. ¡Y me ofendió! Yo era una persona profundamente religiosa, alguien que se esforzaba diligentemente por ser bueno. ¿Cómo podía mi amigo pensar que alguien, mucho menos alguien como yo, era un pecador que necesitaba salvación? Sí, tenía problemas, pero ¿acaso no era capaz de arreglarlos por mí mismo? ¿Por qué necesitaría a Jesús para cargar con mis pecados?

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Por respeto a mi amigo y compañero de investigación, le pedí que me diera pruebas para su explicación de la Cruz. Él me animó a leer Mero Cristianismo de C. S. Lewis, un autor que reconocí por sus otras obras populares. Sin embargo, rápidamente me di cuenta de que necesitaba ir directamente a la fuente primaria, así que le pedí a mi amigo que me comprara una Biblia.

Durante los siguientes meses, otras historias de la Biblia surgieron en nuestras conversaciones. La parábola del hijo pródigo no terminaba de hacerme sentido, en parte porque Dios no debía ser como el padre sin mesura representado en la historia. Dios debía recompensar la buena conducta moral, no la rebelión irresponsable. En realidad, me identificaba más con el otro hijo, que no parecía necesitar la gracia de su padre. La parábola del fariseo y el recaudador de impuestos (Lucas 18:9-14) también hizo corto circuito con mi comprensión de Dios. ¿Cómo podría un hombre que estafó a su propio pueblo conspirando con ocupantes extranjeros tener un mejor resultado ante Dios que un líder religioso que seguía todas las reglas? No entendía, pero tenía que llegar al fondo de esto del cristianismo.

Mientras llevaba a cabo mi búsqueda intelectual, Dios me mostró la inutilidad de "dar coces contra el aguijón", tal como describió la resistencia de Pablo previa a su conversión (Hechos 26:14). En un breve pero decisivo período, Dios expuso la falsedad detrás de mi sentido de autosuficiencia, que se basaba en la prosperidad financiera, el éxito académico y una fuerte relación con mi familia. En un breve lapso de tiempo, experimenté fracasos inesperados e inexplicables en cada una de estas áreas: financiera, académica y relacional. Los golpes vinieron de diferentes direcciones, pero su efecto acumulativo fue devastador. Al quitarme las frágiles muletas sobre las que estaba construida mi vida, Dios expuso la realidad de mi profunda debilidad, especialmente mi total incapacidad para arreglar relaciones rotas. Sentía más dolor del que imaginaba posible, y estaba desprovisto de los accesorios en los que estaba acostumbrado a apoyarme.

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Sin conocer otra salida, decidí terminar con mi propia vida. En medio de la oscuridad, una voz dentro de mí habló: "Por eso Jesús tuvo que morir por ti". La voz salió de la nada, pero en ese momento pude ver que mi quebrantamiento apuntaba a una ruptura aún mayor: mi fracturada relación con Dios. No tenía nada que perder, así que decidí preguntarle a mi amigo si podía ir a la iglesia con él. Lo llamé un domingo por la mañana, justo cuando él y su familia salían de casa para asistir al servicio dominical. Esa mañana escuché el evangelio, y respondí con un corazón abierto y roto.

Un Ananías y un Bernabé

Mi experiencia de convertirme en cristiano no fue como encender un interruptor. Creer en el evangelio no me llevó automáticamente a ser transformado a la imagen de Jesucristo o a producir inmediatamente frutos de justicia. Aunque anhelaba desesperadamente el regalo del perdón, me negaba a cambiar cualquier otra cosa de mi vida o de mi visión del mundo. Dadas las enormes diferencias entre el cristianismo y mis creencias previas en el hinduismo, mi nueva vida tenía que recibir nutrimento antes de alcanzar la etapa de crecimiento espiritual.

Intelectualmente, luché con tres preguntas fundamentales: ¿Quién es Dios? ¿Quién soy yo? ¿Cuál es mi relación con Dios? Cuanto más reflexionaba sobre estas preguntas, más claro fue que las respuestas ofrecidas por el hinduismo y el cristianismo eran totalmente incompatibles. Tuve que rechazar el primero para recibir el segundo. En términos prácticos, tuve que repensar toda la vida desde cero porque simplemente no tenía un marco o un vocabulario que diera sentido a mi nueva identidad.

Pablo necesitó de un Ananías para iniciar su conversión, pero también necesitó a un Bernabé que lo acompañara en su nuevo viaje de fe. Dios ordenó de manera similar el apoyo que necesitaba para crecer como discípulo. Mientras que el hinduismo vincula la posición religiosa de uno con el estatus obtenido al momento de nacer, el cristianismo enseña que el suelo está parejo para todos al pie de la Cruz. Mi nueva comunidad cristiana no se preocupaba por mi estatus de nacimiento sino por mi nuevo nacimiento: mi confesión de fe, mi compromiso con la comunidad y mi deseo de vivir totalmente para Cristo.

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Toda conversión cristiana genuina es un milagro: una transición de la muerte espiritual a la vida eterna, de la enemistad con Dios a la adopción en su familia. Sin embargo, Dios parece deleitarse especialmente en casos aparentemente imposibles —como el de Pablo, quien antes de convertirse era un perseguidor—, para que las riquezas de su gracia brillen con mayor intensidad. Cuando considero el abismo entre mi antigua visión de la vida y mi nueva vida en Cristo, solo puedo maravillarme ante la obra redentora de Dios y caer a sus pies en alabanza.

Kamesh Sankaran es profesor de física e ingeniería en la Universidad de Whitworth.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel

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